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PALABRA ENTRE NOSOTROS

Pertenencia: criterio de juicio y de afecto

Luigi Giussani

Debemos tener en cuen­ta la compleja cir­cunstancia que el misterio de nuestro movimiento está atravesando. La palabra misterio es apropiada porque lo que constituye nuestra compañía es la búsqueda de Cris­to, la voluntad de sostenernos mutuamente en el camino hacia aquello que constituye el signifi­cado de nuestro tiempo y de nuestra acción: hacia nuestro destino. Si nuestras relaciones no estuvieran fundadas sobre el sentido del misterio, acabarían siendo simplemente un conjunto más o menos grande de átomos que se tocan tangencialmente, que pueden chocar entre sí y enlazar durante unos efímeros instantes.

1. La circunstancia de la muerte
El misterio del movimiento no puede crecer al margen de deter­minadas circunstancias históricas, a través de las cuales el Señor lo conduce.
Quiero apuntar, ante todo -a fin de que ella determine el clima de nuestro corazón y la concien­cia de lo grandioso que es lo que Dios pide al movimiento en este momento histórico-, a la cir­cunstancia de la muerte.
«Con el Bautismo» -decían los padres de Pietro (un joven del movimiento que murió ahogado un día antes de que comenzara el último Meeting de Rímini;
n.d.t.)- «hemos insertado la vida de Pietro en la de Cristo; ahora se nos pide que acojamos y con­templemos el triunfo definitivo de esta comunión con Cristo».
Sólo en una compañía que nace del misterio se puede llegar a comprender, de un modo tan sencillo, el horizonte total del significado en la consideración de lo que le sucede al hombre, un horizonte que redime desde lo hondo y que transfigura todo lo que sucede.
Ha sido impresionante oír al padre de Pietro decir: «Su com­pañía (la de Pietro) nos ayuda y nos alienta discretamente, igual que siempre. Estamos agradecidos a Dios por habérnoslo dado du­rante estos años; lo devolvemos a Sus manos. En el dolor vivo con paz, porque vosotros sois para mí el cuerpo del Señor, la presencia del Señor».
Esta es sólo una muestra de lo que sucede en nosotros muchas veces frente al dolor y a la muer­te: una concepción de la vida que sabe llegar hasta lo profundo y tocar la raíz de las cosas, trans­formando el dolor en tranquilidad, en paz y en alegría.
Frente a las cosas humana­mente más incomprensibles, el hombre sin Cristo tiene una sola salida: el olvido. Entre nosotros sucede lo contrario. Quisiera citar todos los ejemplos que conozco y que, sin embargo, se quedarían cortos para explicar lo que acon­tece entre nosotros.
Surge, al pensar en estas acti­tudes, un afecto sin límites; ¡y ni siquiera nos conocemos personal­mente! Es, ciertamente, algo divino.
Estas cosas grandes se refle­jan luego en la vida cotidiana, en sus pequeños y aparentemente limitados aspectos. ¡Cuántos casos de bondad, de humanidad! Ejem­plos todos que se convierten en un modo de vida.

2. Cristo está presente...
Pero, ¿por qué os comportáis así? Porque está Cristo, Dios que se ha hecho hombre. Un hombre que ha osado decir frente al gen­tío: «Yo soy el camino, la verdad y la vida»; y también: «Quien tenga sed que venga a mí y ya no pasará más sed, porque el agua que yo le daré se convertirá en fuente de agua para la vida eterna». Esto es lo que ha aconte­cido.
«Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplaron y lo que nuestras manos palparon acerca del Verbo de la vida», escribe San Juan a los primeros cristianos. La verdad palpada con las manos. Esto responde a la sed con la que el Señor dotó al hom­bre al crearlo. El hombre está hecho de la sed de tocar, de ver, de oír al Verbo de la vida. Lo recordaba el premio Nobel de literatura Milosz en una poesía:«Sólo soy un hombre. Por tanto, necesito signos sensibles. Cons­truir escaleras de abstracción me agota en seguida. Suscita, pues, oh Dios, un hombre, en cualquier lugar de la tierra y permíteme que, al mirarle, pueda yo admi­rarte a Ti». Esto es lo que le ocurrió a un hombre, Zaqueo, que se había subido a un sicomoro para verle pasar. Esto es lo que le ocurrió a una mujer pecadora que no deja­ba de llorar y que ungía con perfume los pies de Cristo en medio del escándalo general, al que Él respondió con una ironía tremenda. Aquello que Milosz pedía ha sucedido.

3. ... a través de la Iglesia
¡Pero nosotros vivimos hoy! Sabemos que Cristo penetra en nuestra vida y en nuestra casa, en la vida y en la casa de nuestros hijos, de los hijos de nuestros hijos, hasta el horizonte final de la historia: «Estaré con vosotros hasta el fin del mundo».
Lo que podemos tocar de Cristo con la mano se llama Iglesia, pueblo de Dios, cuerpo misterioso de Cristo. Cuerpo: lugar donde su personalidad se hace concreta, tangible, audible, visible. El cuerpo misterioso de Cristo es la Iglesia.
«Mi pueblo es Israel, aquellos que clamaron a Dios y fueron salvados. Salvó el Señor a su pueblo, nos liberó de todos los males; obró Dios grandes prodi­gios y señales como nunca los hubo en ningún otro pueblo (Es­ther 10,3f). «Hombre, se te ha revelado lo que es bueno y lo que Yahveh reclama de ti: tan sólo practicar la justicia, amar la piedad y caminar humildemente con tu Dios» (Miqueas 6,8). Esto es la Iglesia: el lugar donde el hombre camina humildemente con su Dios. Pero no sólo en ciertos momentos: Dios lo abarca todo y a Él no se sustrae nada.
La Gracia, es decir, el don de sí que el Misterio hace al hombre es algo que tiende a penetrar una compañía y, a través de ella, todo el universo.
La Iglesia tiene esta presun­ción, esta tarea, esta misión.

4. El encuentro con un carisma
Cristo, presente en la Iglesia, es el redentor de la humanidad que está caminando en el tiempo y en el espacio y nos alcanza reuniéndonos como pueblo. Este es el valor de nuestra compañía. Ella, en analogía a lo que le sucedió a Zaqueo, acontece a partir de un encuentro. ¡Un en­cuentro es lo que hace a Cristo presencia entre nosotros!
Durante muchos años pode­mos haber vivido la Iglesia como un objeto o una fuente de piedad; no era la entrada al destino de la vida, la redención de la banalidad y de la mezquindad cotidianas; no era el perdón de ese mal que no confesamos porque es tan sutil e imperceptible que ni siquiera nos damos cuenta de que existe. Aho­ra la Iglesia es todo eso y se ha convertido en una presencia per­suasiva gracias a un encuentro.
Lo reconoce una vez más la madre de Pietro: «Hemos recor­dado que Pietro ha sido para nosotros la ocasión concreta para implicarnos en el movimiento. Cuando Pietro tenía cuatro años, encontramos a unos amigos que nos hablaron de la cooperativa educativa "La Zolla". Compren­dimos que aquella propuesta coin­cidía con nuestro deseo de ofrecer una educación cristiana a nuestros hijos. Así encontramos el movi­miento que luego, poco a poco, entró en todos los aspectos de nuestra vida: amistades, familia, trabajo, presencia social. Y últi­mamente estábamos sorprendidos de cómo nuestros hijos estaban tomando conciencia seriamente de la propuesta cristiana y cómo seguían libre y personalmente en el camino de la fe que el movi­miento proponía». También el encuentro de cada uno de noso­tros está destinado a ser así de grande.
Decía Osear Wilde: «La ins­trucción es algo admirable; sin embargo, es bueno recordar de vez en cuando que nada de lo que es digno de ser conocido
puede ser enseñado»; ¡aquello que es digno de ser conocido sólo puede ser encontrado! El hombre es una conciencia viva, una afec­tividad viva: no puede si no en­cuentra.
El peligro más grave para la vida cristiana de hoy es la reduc­ción moralista del acontecimiento cristiano. San Agustín lo denun­ciaba con las siguientes palabras: «Esta es la raíz terrible de vues­tro error: pretendéis hacer consis­tir el don de Cristo en su ejem­plo, mientras que el don es su misma persona».
Dios se hace presente en la concreción de nuestra unidad. Este encuentro de personas crea, por su naturaleza, obras originales, de una manera autóno­ma, libre, aun en la voluntad de una respetuosa inmanencia orgáni­ca al todo. Por el contrario, aqué­llos para los que el poder social, político y económico lo es todo, hablan del cristianismo como de valores morales, para eliminar así la realidad de la única presencia que hace auténticos y operativos esos valores morales. Fecerunt desertum et appellaverunt pacem (han hecho el desierto y lo han llamado paz).

5. La regla es la pertenencia
La Iglesia se hace persuasiva y operante, se convierte en cami­no, aunque lleno de posibles errores y equivocaciones, sin solución de continuidad a través del encuentro con un «carisma» que genera -como dijo el Pa­pa- una afinidad y, por tanto, se expresa como compañía. En ella descubrimos la fuente de nuestra vida, en ella se encuentra el lugar donde la vida llega a ser verda­dera, donde la mentira es corregi­da continuamente, la debilidad sostenida, la buena voluntad con­tinuamente incitada.
Afirmar esta compañía lleva a que nuestra conciencia esté domi­nada por el sentimiento de la pertenencia. Todo debe nacer y estar determinado por esa con­ciencia de pertenencia. El contenido de la conciencia de mí mismo es la pertenencia a esta compañía, donde la Iglesia se ha hecho para mí persuasiva y operante, donde Cristo hace sentir su presencia y me cambia, donde Él se convierte para mí en cami­no y en vida. La pertenencia es más fuerte que cualquier otro sentimiento, incluida la injusticia; porque en la pertenencia hasta la injusticia puede ser corregida.
A otros el Señor les suscitará otros encuentros y les hará im­pactarse con otros carismas, pero para nosotros la pertenencia a nuestra compañía es el lugar don­de se engendran el criterio del juicio y el criterio afectivo.

6. Una referencia más decisiva que la propia opinión
Si la pertenencia no es la fuente del criterio último del JUICIO, todos nuestros grandes y agudísimos razonamientos acaban, de hecho, como origen y como fin, en alienación.
La afirmación del propio pare­cer sobre la voluntad que nace de la pertenencia divide siempre, destruye, reduce, hace mezquino.
Sin embargo, aquello que existe de verdadero en el propio punto de vista, en la larga pacien­cia de la pertenencia, puede llegar a florecer. Dice Mario Luzi: «Só­lo una larga vida madura la pala­bra».
La pertenencia es también el criterio fundamental del afecto. Nuestra esperanza está en otra cosa, no en lo que pensamos nosotros, que es justo seguir hasta el momento en que se abre a una esperanza mayor. «Yo lo aprendo cada día, lo aprendo entre dolores a los que estoy agradecido; la paciencia lo es todo», decía el poeta Rilke. Es más inteligente esta posición que la de permitir que aquello que no se comprende o con lo que no se está de acuer­do nos haga extraños a la unidad y a la pertenencia.

7. Sólo el encuentro suscita las preguntas verdaderas
Se dice que los jóvenes ya no tienen preguntas. Jamás será un discurso el que suscite en un joven una pregunta fundamental. ¡Jamás! Sólo un encuentro con una realidad viva puede resucitar las preguntas en los jóvenes; un encuentro con cristianos que -más allá de un clericalismo ético y disciplinar- manifiesten algo distinto, que luchen por la libertad en su vida puesta frente a Cristo, en la Iglesia y en la sociedad.
(Apuntes de una conversación de Don luigi Giussani con un grupo de adultos del movimiento, en Milán, a final de 1989)



Respuesta a los jóvenes
Apuntes del diálogo de un grupo de estudiantes de bachillerato con Luigi Giussani

ANGELO: Una pregunta que tiene que ver con la vida de todos los días y con la in­tensidad de la vida misma. ¿ Qué significado debe dar un joven al tiempo?
GIUSSANI:
El tiempo repre­senta el itinerario que el misterio -que nos da la vida- realiza, desarrolla para hacernos madurar en esta vida.
Se necesitan dos factores para que una semilla se haga grande. El primer factor es el suministro de sustancias nutritivas, energías que la tierra da a la semilla. Para el hombre, eso se llama repeti­ción, es decir, alimentación conti­nua. El segundo factor es el tiempo. El tiempo es la condición del camino para el desarrollo de la semilla, de los gérmenes de verdad que Dios pone en nuestra naturaleza, en nuestro corazón. El corazón se alimenta de lo que lo circunda, de la compañía, del profesor en el colegio, etc. En cualquier caso, no se puede pres­cindir del tiempo. Por tanto, no hay que impacientarse y no hay que decir: «Esta razón no vale», calma; es necesario, ante todo, «repetir», es decir, alimentarse de la propuesta. Y esperar el tiempo, porque en el tiempo las cosas se realizan.

BENEDETTA: He visto a una amiga mía que estaba triste por la muerte de una compañera nuestra. He inten­tado darme algunas razones que me han hecho salir adelan­te. Ella me ha dicho que tenía dentro estas mismas razones, se las repetía, pero sentía que era como si la vida fuese por otros derroteros, al margen de cual­quier razonamiento convincente. Lo mismo experimento en mí misma: hay un distanciamiento entre aquello de lo que estoy convencida y lo que luego es mi vida; existe de por medio una traición.
GIUSSANI:
El hombre tiene fácilmente razones, pero después con el corazón, en la práctica, se siente lejano. Y como el corazón es el motor, no nos adherimos a las razones. Lo observaba ya el poeta pagano Ovidio: «Sin que yo me dé cuenta, soy atraído por una energía extraña; por una parte la razón me dice: ve por aquí; por otra el instinto me dice: ve por allá». Es la misma división en el interior de la persona que notaba san Pablo. Es la demostración más impresionante del dogma del pecado original. Con la doctrina del pecado original, la Iglesia afirma que hay una división en el fondo de nosotros mismos, debido a la cual no se realiza la unidad de la persona: falta la energía que hace que el afecto se adhiera a la razón. La razón te dice: «es así», mientras que la energía afectiva te hace tender hacia otra parte.
Esta es la causa más aguda de la tristeza de un hombre que piensa y que es consciente de su dignidad. San Pablo, de hecho, exclama: «¡Infeliz de mí!, ¿quién me librará de esta situación mor­tal?»
Ante todo, no debemos mara­villarnos. ¡Cuántas veces hemos oído decir: «comprendemos tus razones», para luego no adherirse, porque su corazón no estaba interesado! El hombre que quiera ser uno, que quiera decir «yo» -dado que el yo es una uni­dad- debe intentar adherirse a la razón. El hombre es el nivel de la naturaleza en el que ésta toma conciencia de las cosas: la natura­leza toma conciencia de las cosas a través del yo humano. Si la razón nos dice: «Este es el cami­no», debo asumir todo el esfuerzo que conlleva adherirse a esta indicación. La fidelidad a la ra­zón es lo que mide la dignidad humana. No se puede rechazar esta fatiga, este sufrimiento, por­que es el verdadero trabajo huma­no. Se llama también moralidad: la energía de la que dispone un hombre para adecuar su acción a la razón.
Esto presupone otro deber, el de iluminar la razón. Y cuanto más clara esté la razón, tanto más debe adherirse la energía afectiva. Iluminar la razón y, después, asumir el esfuerzo de que todo nuestro yo siga a la razón signifi­ca vivir como hombres.
Con respecto a lograrlo o no lograrlo... , ésta es la fatiga del camino y el tiempo, en este caso, es algo precioso.
Quiero subrayar una última cosa: que se deba hacer un es­fuerzo para seguir lo que la razón ve con claridad -por lo cual debes incluso afirmar: «Tú me haces rabiar»- es el aspecto más dramático de la cuestión: es la semilla del pecado original. La fatiga de adherirse es una rebe­lión potencial a Dios, porque el hombre querría que la vida fuese como él quiere que sea. Esta es la presunción y la mentira más grande y más fácil: que un hom­bre pretenda dictar al Misterio, que le ha hecho, lo que él quiere. No hay nada más irracional.
Por eso, por una parte no hay que maravillarse de esta división, que es humillante; por otra, es necesario el esfuerzo de adherirse a la razón para rehacer la unidad, combatiendo la rebelión o la rabia irracional.

CARLA: A veces tengo la sensación clarísima de que Dios no existe, incluso cuando rezo. Y trato de autoconvencerme de que Alguien me escucha; otras veces voy a C.L. y estoy con­tenta, es una experiencia verda­dera para mí. Pero quizás nada de lo que se me dice sea ver­dad... Entonces, ¿qué razones tengo para decir que Dios exis­te?
GIUSSANI:
Esta es una pre­gunta muy justa. Lo que nos hace entender las razones es la escuela de comunidad y, ciertamente, con el tiempo, con calma y con since­ridad, podrás comprenderlas.
Es necesario repetirse las razo­nes que llevan a Dios. De hecho, el problema más grave de la fe es la falta de razones.
Cuando hace años entré en el aula para dar mi primera hora de clase, antes incluso de que co­menzase a hablar, me pusieron esta objeción: «Profesor, es inútil que venga usted aquí a dar reli­gión». «¿ Y por qué?», pregunté. «Porque para dar una clase de religión hay que razonar, usar la razón y, sin embargo, la razón no tiene nada que ver con la fe. Por eso es inútil estar aquí intentando razonar sobre la fe, dado que fe y razón son términos contradic­torios». Yo callé un instante y, después, proseguí: «Perdóname, ¿qué es la fe?». Visto que no contestaba, me dirigí a toda la clase: «Perdonad, ¿qué es la fe?». ¡Ni una sola palabra! Volví a la carga: «¿Qué es la razón?». Este debía ser su terreno, porque quie­nes les enseñaban eran profesores anticlericales y racionalistas; sin embargo, seguía el silencio, un silencio mortal. Entonces, seguí insistiendo: «¡Cómo!, usáis pala­bras cuyo significado sois inca­paces de decir y soltáis juicios como si fueseis maestros de doc­trina. Aprended primero lo que son la fe y la razón; mejor aún, aprended primero el modo de llegar a comprender estas dos realidades».
Si habéis leído El Sentido Religioso, habréis visto que todos estos problemas se tratan ahí.
Yo, en cualquier caso, no me maravillo de que en un muchacho se den ráfagas de nihilismo, paso­tismo. Pero no es cierto que no haya nada, porque si El no estu­viera, tú no existirías. Haces muy bien en estar en la compañía, porque te hace estar bien, te da alivio, te da gente con la que hablar incluso siendo nihilista. No obstante, esta compañía no quiere sólo hacerte compañía, quiere ser compañía verdaderamente: quiere, con paciencia, hacerte comprender los motivos por los que tú vives y te gusta estar junto a los de­más.
Comprender estos motivos era lo que san Pedro pedía a los primeros cristianos, gente toda ella tosca y analfabeta: «Sabed dar razón a cualquiera de aquello en lo que creéis». Yo sólo quiero mostraros cómo la fe cristiana está llena de razones y que la razón es la primera cosa de la que se ven privados hoy día los hombres, porque la suplen las emociones e impresiones recibidas de la televisión y los periódicos. Por eso, continúa así y sigue en todo a la compañía ... , y ten pa­ciencia; con el tiempo compren­derás, sigue a quienes tratan de ayudarte a entender las razones.

DANIELE: La experiencia que he encontrado es algo her­moso y que da gusto a la vida. Sin embargo, se quedan como bellos momentos, cuyo recuerdo me empuja a ir hacia adelante. En la realidad concreta de todos los días, como el colegio, ¿,qué hay que hacer para vivir bien, para estar de verdad contentos? Si algo es hermoso, debe ser hermoso en todo ins­tante...
GIUSSANI:
«Sigue la estre­lla, así no puedes no llegar a tan glorioso puerto», decía Dante. Si quieres llegar a la cima de la montaña y en un determinado momento una pedrera te hace desistir, lo que te permite conti­nuar es la idea de ver el alba en la cima. Análogamente, debemos hacernos personas en las que el ideal tome cada día un cuerpo más estable, de modo que el corazón se sienta cada vez más reclamado. Se llama memoria.
La memoria hace que con el paso del tiempo, el ideal se haga más familiar, como un reclamo y una compañía continuos, y te haga coger gusto. Como respon­dió Jesús a Pedro cuando le preguntó qué ganarían ellos, que lo habían dejado todo para seguir­le: «Quien me sigue tendrá el ciento por uno aquí». Y yo se lo explicaba a los chicos del Liceo Berchet: «Ciento por uno. ¿Com­prendéis lo que significa? Que querré cien veces más a mi ma­dre, a mi padre, a mi novio, a mis amigos ... , cogeré cien veces más gusto a estudiar, seré cien veces más capaz de afrontar las dificultades de la vida». Y aña­día: «Que creáis o no creáis en Dios, en cierto sentido puedo comprenderlo, porque nadie os lo enseña. Pero que no os importe tener cien veces más aquí, no puedo de ninguna manera com­prenderlo». Jesús ha usado preci­samente esta comparación: «Quien me sigue obtiene cien veces más».
Pero en la libertad no hay nada automático, es necesario retomar todos los días lo bueno, lo verdadero y lo justo. Este es el valor de la oración de la mañana y de la noche. No hay nada más humano que retomar por la maña­na el objetivo de la propia vida: es algo grandioso. Lo mismo por la noche, tras la barahúnda de la jornada, hasta que, lentamente, aprendas a retomarlo durante todo el día.
El padre de uno de nosotros, a quien se le ha muerto la mujer, dirigiéndose a un amigo suyo, que había perdido la fe tras la muerte de un hijo, le comentaba: «No, yo la he conquistado ahora, viendo a los amigos de mi hijo, viendo cómo ellos han acom­pañado a su amigo en este triste suceso». Son hechos que no sé encuentran en otro sitio; espere­mos que cada uno de vosotros se haga protagonista de esta humani­dad diferente,-más humana. Todas las razones para afirmar a Dios se reducen a ésta: con Cristo el hombre es más humano. Sólo hay un criterio último: la correspon­dencia con lo humano; y no hay nada que corresponda más a lo humano que esto.

ELISA: Desde hace tiempo deseo ardientemente una vida que sea grande, pero no sé qué es una vida grande. Al mismo tiempo no quiero ser mediocre, porque deseo algo que, en el fondo, no conozco. A menudo pienso que no doy la talla, ad­vierto mis límites y mi peque­ñez de un modo especial. Pero me doy cuenta que cuando miro las cosas con lucidez, lo que he encontrado es verda­deramente grande. Al mismo tiempo estoy minada por algo que insinúa que esto tan grande puede ser una ilusión, y es tristísimo, porque entonces las razones por las que vivo se tambalean. Pero comprendo que es mejor seguir adelante, conti­nuar deseando, aunque sea algo que poco a poco parece que me destruya.
GIUSSANI:
Esta bellísima provocación tuya dice algo muy simple: tú deseas ser grande. Pero, ¿por qué deseas ser grande? ¿Qué es lo que te hace desear ser grande? Un animal no desea ser grande, este deseo es algo propio del corazón del hombre. Esa naturaleza que te empuja a desear cosas grandes es el corazón. Por tanto, síguelo. ¿Qué quiere decir seguirlo? Quiere decir comparar todos los encuentros que haces con aquello que tu corazón te dice y, cuando correspondan, seguirlos. Avanzando así, no sólo no tendrás el miedo de que sea una ilusión, sino que compren­derás que, en efecto, no es una ilusión. Que sea una ilusión es un prejuicio, una sospecha de quien es adolescente, es decir, de quien no está todavía comprometido con la vida. Sigue tu corazón y los encuentros que correspondan a la exigencia de tu corazón y camina.

FRANCESCA: Quisiera que clarificases el significado de la compañía. Y después que expli­cases cómo puede la Iglesia tomar posiciones tan rectas y afirmar verdades inmutables, dado que vive en la historia y, por tanto, puede estar condicio­nada por factores externos. La tercera pregunta, en cambio, tiene que ver conmigo: yo aho­ra me doy cuenta de que estoy más segura de muchas cosas y, por ello, asumo posiciones un poco polémicas con los otros; pero a la vez tengo miedo de quedarme sola y, a causa de esto, prefiero quedarme callada, siendo así incoherente.
GIUSSANI:
Nuestra amiga dice que es polémica, expresa un concepto distinto del que tienen los demás; pero otras veces tiene miedo de actuar así, porque teme quedarse sola y, por tanto, mien­te. ¿Es justo mentir para no que­darse sola? No, por eso di siem­pre lo que te parezca justo, trata de dar las razones de ello y esta­te atenta a las respuestas. Pero no te calles nunca por miedo a que­darte sola, porque se queda solo quien no tiene ideas, quien no tiene razones o quien quiere permanecer solo aposta, es decir, quien es malo. Dicho esto, el significado de la compañía es una consecuencia. La compañía es un camino que se hace juntos hacia el destino común. Es este común destino quien nos asocia y sólo donde esto se hace consciente se genera una verdadera compañía. Por eso Dios, al hacerse hombre, ha pedido una única cosa: que la gente se una por el destino co­mún.
Es la realidad de la Iglesia, hecha de pobres hombres, a los que, sin embargo, Cristo ha ase­gurado: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Por eso la compañía con Él, es decir, la Iglesia -precisa­mente por estar fundada sobre Él- puede saber y definir cosas que el hombre no puede saber; de los contrario, sería necesario responder a tu objeción sostenien­do que no es cierto que Cristo esté. Pero si entre nosotros está el Señor, entonces lo que nosotros sabemos a través de Él es cierto. De hecho, la actitud más impre­sionante de quien vive la fe en la compañía es la tranquilidad, la serenidad. Por el contrario, la cultura dominante se comporta como la zorra de la fábula de Esopo: como no logra alcanzar las uvas, dice que están verdes.
Es decir, se escandaliza de esta certeza; al no ser capaz de gene­rarla, se irrita por ello.
Una vez en clase hice la si­guiente afirmación: «Estos son folios». Una afirmación cualquie­ra. Pero un estudiante levantó la mano: «Profesor, usted no debe decir que son folios, no debe estar seguro de ello. Usted debe decir que parecen ser folios». Esta es la terrible mentalidad escéptica que nos rodea. El desti­no de los cristianos en este mun­do de ciegos es afirmar la certeza de la verdad.
En el fondo, no hay nada que atraiga más hacia la fe que la certeza a la que conduce, porque la razón está hecha de certezas. Tanto es así que, ateniéndonos a la frase del ejemplo, no puede expresarse más que con el verbo en indicativo: «son».

GIOVANNI: ¿Cómo puedo comprender mi misión, mi vocación, el modo en el que se me da el vivir la misión?
GIUSSANI:
Es una pregunta muy madura. La misión es la expresión de la razón que está dentro de la mente y del corazón. Dar sentido a la vida coincide con esta pregunta: ¿cuál es mi misión, en función de qué o -lo que es lo mismo- cómo debo servir a mi destino?
Preocúpate sólo de una cosa: amar el ideal en su concreción, porque Ideal, Dios, Cristo, Des­tino son sinónimos. Ama tu desti­no, pide a Dios tener claro y amar tu destino. Después, a través de las circunstancias, Dios te mandará donde deba mandarte. No te corresponde a ti elegir tu misión. No tengas miedo, te la indicará Él. La vocación no la elige el hombre, se la da Dios, haciéndosela encontrar dentro de un cierto cauce. Pero es necesario amar el destino, es decir, amar la razón del vivir; Dios exige esa razón.
Os agradezco lo que me habéis hecho aprender con estas pregun­tas, todas bellísimas, lo que signi­fica que tenéis una vida viva en vosotros. No tengáis prisa y no tengáis miedo. No tengáis prisa porque hay tiempo, no tengáis miedo porque está la compañía.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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