«Nuestra unidad es el signo de la gran herencia que permite a cada uno, como a la compañía, realizar las obras de la santidad, como obras de una conciencia y de una civilización nuevas, obras que permiten afrontar la realidad de una forma más plena y más útil. Como por los frutos se reconoce al árbol, así por las obras se reconoce la presencia de una dimensión excepcional. Comunión y Liberación: la gente no pude creer en el misterio de la comunión si este misterio no se expresa experimentalmente en la liberación de la propia humanidad -en el ambiente en que estamos- y en el impacto con la realidad. Esta es una exaltación de la doctrina social de la Iglesia».
(de «Comunión es Liberación: para retomar la idea de movimiento», síntesis de un encuentro de universitarios del Movimiento. Agosto, 1987).
La doctrina social de la Iglesia es un aspecto o una dimensión de la doctrina cristiana y particularmente de la doctrina moral cristiana. Podemos decir que es una cara del acontecimiento fundamental de la vida del hombre, que es el descubrimiento de la presencia de Dios en su existencia personal, en la naturaleza y en la historia. ¿Cómo se manifiesta la presencia de Dios en la existencia social del hombre? Ya desde los tiempos más antiguos encontramos en las culturas de los pueblos la palabra «justicia». Dios es justo y es Padre de todos los hombres. Él ama a cada uno, y pide a cada uno que reconozca su presencia en el otro hombre. Esto significa que Dios quiere que cada hombre respete a la persona del otro, sepa reconocerla igual a sí misma en dignidad y en valor, y que no abuse de ella. Los hombres colaboran entre ellos para defender, acrecentar, reproducir su vida en la tierra. Al hacer esto construyen obras y comunidades humanas, la primera de las cuales es la familia, pero a la que siguen todas las distintas organizaciones e instituciones en las que se desarrolla el trabajo del hombre. Esa organización y ese desarrollo de las relaciones humanas obedecen a criterios técnicos de eficiencia. Si un grupo de hombres se junta para construir una casa, por ejemplo, ellos se plantearán seguramente el problema de manera que vean qué modo es más eficaz para la construcción. Cada uno se especializará en una función y así se crearán papeles distintos. Sin embargo, tarde o temprano, aparecerá también otra dimensión del problema. En efecto, podría ocurrir que aquella casa saliera bien y a pesar de esto, aquellos hombres estuvieran destruyéndose en la construcción de la casa, dejándose absorber por sus funciones hasta el punto de olvidar su propia humanidad, es decir, se alienasen. Algunos podrían ser oprimidos por los otros, reducidos a nivel de esclavos en nombre de la eficiencia técnica de la obra. O incluso podrían convertirse todos en piezas de un mecanismo gris e impersonal.
Si el hombre es infeliz en su trabajo, antes o después deja de trabajar o trabaja mal, empieza a pelearse, y al final la construcción de la casa se para, o se la abandona a la ruina. La Biblia cuenta el episodio de una gran torre que los primeros hombres quisieron construir en Babel. Ellos quisieron sustituir a Dios hablando unos en contra de otros, no con el lenguaje de la justicia, aquel lenguaje del reconocimiento recíproco en la dignidad que Dios había enseñado como signo de su paternidad y de su presencia, sino con lenguajes que expresaban la fuerza y el poder de unos sobre otros. La consecuencia fue que dejaron de entenderse, entraron en guerra unos contra otros y al final se dispersaron.
La justicia es, pues, el fundamento de toda convivencia humana. El recordar esta verdad es la primera tarea de la doctrina social de la Iglesia. Pero la Iglesia propone esta verdad según su plena extensión y según la totalidad de sus dimensiones. Ella recuerda que la justicia es el reconocimiento de la presencia de Dios en el otro, conforme a un orden objetivo del corazón del hombre y de la naturaleza del mundo establecido por Dios mismo en el acto de la creación. El poder mundano, sin embargo, defiende la justicia en conformidad con las reglas técnicas del funcionamiento del sistema social. La justicia del sistema puede entonces (y esto se da a menudo) entrar en conflicto con la justicia natural y con los derechos del hombre.
Objetivo de la doctrina social son estos derechos: tanto los derechos de los individuos como los derechos de las comunidades humanas en las que las personas se reúnen para hacer crecer su propia humanidad.
Frente a un sistema social que se hace cada vez más tecnificado y deshumanizador, la Iglesia católica, para hacer crecer con su doctrina social los derechos del hombre, los ha identificado con precisión y apoyado con firmeza. El hombre tiene el derecho a la libertad personal, al trabajo, a formar y mantener una familia, a educar a sus hijos, a vivir según su cultura, a buscar y a servir a Dios según su propia conciencia... Si estos derechos han sido reconocidos y amparados por lo menos en determinados países, e incluso en éstos sólo en parte, esto se debe en buena medida a la acción de la Iglesia católica.
Se puede objetar justamente: no basta indicar los valores, es preciso que haya una construcción real y que exista un sujeto capaz de actualizarl
Sin embargo, la doctrina social, en la forma sintética que acabo de explicar, puede dar lugar a algunas críticas más que justificadas y que han llevado a un casi total abandono por buena parte del clero y del laicado cristiano.
Podemos resumir más o menos así la principal de estas críticas: la doctrina social, en cuanto doctrina, es desde luego apreciable por su identificación de aquellos valores que deberían ser realizados en la construcción social. Sin embargo ella no dice nada acerca de en qué modo debe desarrollarse esta construcción y cuál debe ser el sujeto adecuado par actualizarla. Ese sujeto, dicen por ejemplo algunos «teólogos de la liberación», no es dado por la doctrina social misma, sino por la historia. Según el tipo de análisis histórico que tengamos a nuestro alcance, afirmaremos, pues, que ese sujeto es el proletariado o el partido, u otra realidad más. La auténtica cuestión (dicen) no está en enseñar la doctrina social a las fuerzas históricas reaccionarias que son constitutivamente incapaces de realizarla, sino que está en la individualización de las fuerzas históricas progresistas y el apoyo a su acción para eliminar la injusticia del mundo. Es verdad que, en este proceso histórico, no siempre las exigencias de la doctrina social podrán ser respetadas; tal vez en la lucha por el bien muchas cabezas deberán romperse y muchos derechos humanos violados. Al final, sin embargo, la realización del fin lo justificará todo. Mientras tanto, la predicación de la doctrina social corre el riesgo de quedarse en algo inútil si se la predica a las clases reaccionarias, o incluso dañina si se la predica al sujeto histórico progresista, porque podría convertirse en un obstáculo y en un estorbo parsa el desarrollo de una tarea histórica.
Las primeras tres grandes encíclicas de Juan Pablo II, la Redemptor Hominis, la Dives in Misericordia y sobre todo la Laborem exercens, se pueden leer, en cierto sentido, precisamente como respuesta a esa objeción y por lo tanto como una formulación nueva, más adecuada y madura, incluso, de la misma doctrina social.
Permítaseme decir, en este contexto, que el movimiento de Comunión y Liberación, en su intuición original y en su concreta experiencia de la vida, anticipa en actu exercito esta nueva posición.
En el fondo se trata de esto: la doctrina social de la Iglesia pertenece claramente al orden de la creación; pero ese orden está profundamente unido al orden de la Redención y encuentra en ésta su comprobación verdadera. La doctrina social se dinamiza radicalmente si es concebida como conciencia de un sujeto en camino dentro la historia. No es un error plantear la cuestión del sujeto; sin embargo ha sido un error el no ver cómo este sujeto es constituido por Dios mismo en la historia, y es la Iglesia misma. La doctrina social es así una de las dimensiones de la conciencia eclesial. La Iglesia es el sujeto del cambio del mundo y de la construcción de la justicia. La Iglesia, naturalmente realiza esta dimensión en la apertura a cualquier tensión humana hacia el bien que haya nacido incluso fuera de ella, y en la valoración de cualquier intento verdadero de realización de la justicia. La Iglesia no es otra cosa que aquel trozo del mundo que se pone en camino hacia el juicio de Dios y empieza ya a dejarse transformar por Él.
La Iglesia misma es el sujeto de la doctrina social cristiana, en cuanto tiene la conciencia de ser un sujeto en camino en la historia.
Pero la organización social no es una tarea específica de la Iglesia, si la consideramos en un aspecto eclesiástico, por el hecho de que celebra los sacramentos y predica la palabra. El ser sujeto de la construcción social implica algo más que la afirmación del depositum fidei. Implica decisiones contingentes que desde luego, no son garantizadas por el depositum fidei. Implicar es desenvolverse en el ámbito contingente histórico que es típica y esencialmente laico. ¿Cómo puede entonces la Iglesia ser sujeto en este ámbito? No lo podría ser si ella estuviese sólo constituida por la jerarquía y por su aspecto eclesiástico en el sentido estricto del término. Pero éstos son sólo unos aspectos de la experiencia de la Iglesia. La Iglesia, dice el Concilio Vaticano II, es un pueblo en camino dentro de la historia. Los cristianos, en los distintos ambientes y en los distintos lugares de la historia, constituyen un cuerpo orgánico, un sujeto social que vive en una determinada situación. Aquí los cristianos realizan elecciones que sí son contingentes en su contenido, pero necesarias y esenciales para el camino pedagógico de la Iglesia y del hombre en la historia. Existe, pues, una dimensión laica de la Iglesia, que es esencial en su ser sujeto histórico, visible y concreto. La doctrina social de la Iglesia es precisamente la conciencia que ella tiene de su dimensión social e histórica. Si pensamos en esto hasta el fondo inmediatamente se sacan determinadas consecuencias.
La primera es que la doctrina social llega a ser algo vivo y fascinante cuando es leída y aplicada en conexión con su sujeto adecuado. Éste es (como hemos dicho) la Iglesia, pero la Iglesia en su forma de movimiento. Podríamos usar, en lugar de la palabra movimiento, la palabra pueblo o nación. Una nación es una convivencia humana encaminada hacia la realización de la justicia, animada por una cultura, cuyo corazón es la fe, al menos cuando históricamente el deseo de justicia que constituye aquella historia ha encontrado la fe y se ha reconocido en ella.
Así, las naciones de Europa han nacido del bautismo y en él tienen su consistencia. Sin embargo, la palabra «nación», en sí misma, es todavía insuficiente, porque la vocación cristiana de la nación vive si es continuamente alimentada, es decir, si continuamente vuelve a nacer de sus orígenes. Los movimientos son, en cierto sentido, una nación en statu nascenti, que renueva la conciencia de la nación que ya existe y que vive, bien en el momento en que se constituye, bien (y tal vez aún más) cuando su conciencia se debilita: una nación necesita de esta presencia de la Iglesia como movimiento.
Por tanto, los movimientos son, en cierto modo, el primer sujeto o la primera referencia de la doctrina social, la categoría de movimiento es la respuesta adecuada a la cuestión ¿cuál es el sujeto de la doctrina social? La renovación de la conciencia del hombre, producida por la fe, le mueve a cambiar el mundo y su modo de existir dentro de él, bien en la dimensión personal (moralidad), bien en la social. La doctrina social no es sólo una implicación del orden de la creación, sino también la forma de la conciencia del hombre redimido: entonces se hace activa y factor de la historia.
Una segunda consecuencia es que la doctrina social no es sólo un conjunto de principios, que pueden tranquilamente quedarse en el cielo de una abstracción lejana de la realidad, sino también un conjunto de esfuerzos para leer la historia. Por tanto es necesaria una interpretación de la historia contemporánea que ayude a situar la lucha por la justicia en el contexto de los esfuerzos y de las expectativas de nuestro tiempo. Al igual que en la consecuencia mencionada anteriormente, aquí se trata de la interpretación, en la doctrina social, de la dimensión histórica. El sujeto es un acontecimiento que se verifica en la historia. No es un error la insistencia de la «teología de la liberación» sobre el hecho de que el sujeto del cambio no habita en el cielo de los principios, sino en el barro de la historia. El error ha sido el no ver que la Iglesia está en el barro de la historia, caminando en él. Cuando la Iglesia piensa en los signos de los tiempos lo hace reflexionando sobre sí misma en el tiempo, y lo hace mirando su propia historia y su camino como factor dinámico de liberación que construye la ciudad del hombre, siempre en un vaivén (que es humano, muy humano) de victorias y de derrotas, de adelantamientos y retrocesos, de testimonios heroicos y de traiciones. El modo con el que planteamos aquí estas exigencias es diferente de aquello que, a partir de una propuesta parecida, han hecho otros en estos años. En efecto, no se trata de hacerse indicar un análisis histórico de cómo hay que obrar, sino que se trata de aprender a leer la historia a partir del acontecimiento de la fe. Sólo así se podrá llegar a aprender realmente de la historia.
Una tercera consecuencia es que la doctrina social es una obra común del sujeto eclesial. Ella crece en la confrontación, ante todo, con los principios fundamentales de la antropología cristiana, con las aportaciones de las distintas ciencias humanas, con las experiencias de los hombres comprometidos en la construcción de la sociedad. El magisterio, por un lado, reafirma los principios, por otro los hace concretos al ofrecer unos puntos de referencia para la reflexión y para la acción, aprobando, corrigiendo, animando o volviendo a proponer el movimiento de ese sujeto en camino. En este punto, y para terminar, se plantea el problema de cómo hay que proceder para hacer concreta esta doctrina. El primer paso es construir el sujeto adecuado, esto es, la Iglesia como movimiento, es decir, desarrollar la fuerza de transformación de la vida y del mundo que es propia del sacramento del bautismo. Es éste el método y, en cierto sentido, también el contenido fundamental de la doctrina social cristiana: la manifestación concreta de la vida de comunión como factor de liberación del hombre.
Se puede decir que el Concilio Vaticano II ha planteado a toda la Iglesia el problema del método, del modo con que el contenido objetivo de la doctrina cristiana se convierte en dimensión auténtica de la vida de la persona. La novedad de la doctrina social cristiana, en su renovada formulación, empezada por la Laborem Exercens, está marcada, precisamente, por el redescubrimiento de la dimensión del sujeto de esa doctrina y por el método de la construcción de ese sujeto. Es así como se comprende también la connaturalidad y el encuentro entre la doctrina social y la categoría de movimiento.
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