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PALABRA ENTRE NOSOTROS

Una morada en el mundo

Apuntes de una conversación de Luigi Giussani con adultos de Milán 1 de octubre de 1994

Luigi Giussani: El domingo pasado, la liturgia de la Santa Misa nos hacía orar de este modo: «Concede, oh Dios, a Tus hijos, escuchar Tu palabra». Sin embargo, escuchar una palabra que nos sea propuesta, dicha, no es un acto mecánico. No, no se trata de un meca­nismo que se realiza automáticamente. La palabra, cuando refleja algo verda­dero, exige la adhesión del corazón, exige que la razón sea mantenida en tensión por el deseo del corazón «de escuchar Tu palabra». Jesús dijo, antes de morir, en su última oración: «Tu palabra, oh Padre, es verdad». Encar­nada en la música sublime que acaba­mos de escuchar, o bien en la áspera palabra que mi voz pronuncia, traduci­da en los términos sugestivos del últi­mo canto, o bien en el nostálgico can­to brasileño, símbolo de hombre que piensa en su mujer: cualquiera que sea el modo en que es traducida, cualquie­ra el modo en que se reverbera, la palabra de Dios es la verdad que se comunica. Si hay vida, si hay historia, si hay mundo, hay verdad. Sin la ver­dad, el mundo, la historia y la vida no serían nada. En realidad, cualquier perspectiva que no afirme la verdad ínsita en estas cosas -que ciertamente se desvelará a todos al final del mundo- quien no admite la verdad, no pue­de impedir que aquello que vive acabe en la nada. Y esto es un sinsentido: se llama mentira. Este es el pecado del mundo tenebroso y perverso, como dice San Pablo en un pasaje, extraído de la Carta a los Filipenses y que hemos leído en la liturgia del breviario esta semana: «Hermanos míos, que vivís en un ámbito tenebroso (sin luz, sin verdad) y perverso» (cfr. Fil. 2, 15), porque no escucha la palabra, cie­rra el corazón a la palabra.
Espíritu de Dios, ábrenos Tú el corazón, para que toda brizna de ver­dad reverberada en las cosas de la vida, de la historia y del mundo nos haga conocer y amar más el misterio último, el destino por el cual nuestra madre nos hizo nacer, y que, en cual­quier caso, inevitablemente, inexora­blemente, nos espera al final: es ver­dadero, como los brazos de un Padre cuyo oficio es la misericordia. Cante­mos, pues, juntos, «Desciende Santo Espíritu», y pidamos: « Veni Sane te Spiritus, veni per Mariarm».

Gerolamo Castigliani: Hace siete días, le llegó una carta a Don Giussa­ni de nuestra amiga Gloria, que está en misión en Kampala, en una casa del Grupo Adulto junto con Rose y otras tres hermanas, dedicadas a cui­dar enfermos de sida en sus casas, en las peores condiciones : «Querido don Giussani, el impacto con África ha sido muy dramático por la pobreza y la miseria en que vive la mayoría de la gente. Nada me es inmediato, y en ciertos momentos he experimentado una incapacidad de estar ante esta gente enferma, sucia, sin el mínimo de condiciones higiénico-sanitarias. Esto me ha abierto inmediatamente a la casa. He comprendido que estoy aquí para siempre, porque no puedo concebirme en préstamo durante un período limitado -en ello pensará el Señor-, sino que aquí he de arriesgar­me totalmente, aquí está mi centro afectivo, de otro modo para mí sería imposible vivir. Les decía a las de casa que tenemos que ser realmente fascinantes las unas para las otras, porque sólo esto nos hará encontrar a la gente del lugar. Una mañana, mientras saludaba a Rose, ella me dijo: «Pide a la Virgen para que hoy no te asuste el ver cómo Cristo se te presentará». Con estas palabras en el corazón, fui con Claudia a la cárcel de menores. Todo me producía horror: el olor, la suciedad, la sarna, los piojos ... Y en ese momento, vol­viendo a pensar en las palabras de Rose, comprendí que la petición coincidía con la posición de mi per­sona, con mi gesto. El estar allí, ante ellos, compartiendo lo poco que podí­amos, coincidía con la petición a Cristo: entre petición y gesto no había ninguna interrupción. Este es exactamente, el clima de la casa. En efecto, de repente comprendí clara­mente que para vivir no podía buscar un espacio individual, constituido de recuerdos nostálgicos o incluso reli­giosos, sino que tenía que rezar mirando a Claudia, a Rose, a Rita, a Silvia, porque aquello que necesito es volver a encontrar continuamente el acontecimiento, esa Presencia que, cuando es reconocida, cambia la mirada y el sentimiento con respecto a uno mismo y a las cosas. Gracias a Dios, es realmente evidente que en casa se nos trata así: cada una siente la necesidad vital de ser regenerada continuamente a través del rostro de la otra, y hay una gran libertad para corregirnos, reclamarnos, perdonarnos, reconfortarnos y, sobre todo, para jugar y divertirnos juntas. Estoy contenta y en paz porque estoy con­vencida de que ésta es la voluntad de Dios y también mi modo de quererte a ti. Quiero vivir la experiencia que tú vives, cuando te inclinas, con misericordia y magnanimidad, te inclinas hacia nuestras personas».

Giorgio Vittadini: ¿Cómo se pue­de no quedar impresionados por el horror que siente Gloria ante hombres destruidos por el sida que mueren solos en los tugurios de Kampala? Pero hay una cosa que impresiona aún más y que contrasta con el horror experimentado: su amor por aquella gente, hombres de otra raza, con los que no tendría nada en común. Lo que caracteriza al cristiano es la cari­dad, esa cualidad por la que se ama al otro porque existe, por su destino, sin provecho, sin nada a cambio, ni siquiera el provecho de que aquéllos a los que ayudamos sientan un apego hacia nosotros de aquéllos. Sólo por su destino. Como hemos aprendido durante estos años, no es caridad si no es por amor a Cristo. Pero el amor a Cristo no es algo extraño al rostro del otro: está dentro de ese rostro, hace amar el rostro.
El cardenal Martini nos dijo, hace unos años, que también entre nosotros, aquí en la Diócesis, hay un mar de caridad. Entre las Familias para la Acogida hay personas que toman bajo su custodia a niños sabiendo que des­pués de años de atención se los pueden quitar. Hay quien adopta a niños enfermos, hay quien pasa sus domingos en la cárcel de menores, haciendo compañía a aquéllos que ya para todos son delincuentes irrecuperables. Hay quien pasa todo su tiempo libre ali­mentando a enfermos de sida en Niguarda (n.d.t. Un gran hospital de Milán), o quien visita a personas enfermas en el hospital psiquiátrico, en Cesano Boscone. O bien, quien, sin más, vive junto con personas psíquica­mente enfermas, como en Coazzano. Son ejemplos de amor al destino, de gente que ama sabiendo que no puede ser correspondida, que ama a quien, a lo mejor, no podrá curarse nunca. Son ejemplos increíbles: si uno no los vie­ra, serían increíbles. Y hacen más cer­cana y creíble la experiencia de tantos santos, del pasado y del presente.
Pero en esta caridad, no hay sólo un amor que no obtenga algo a cam­bio. Está también eso que llamamos conmoción. Gloria y todos nuestros amigos, cuando se encuentran a las personas, perciben que están destina­das al bien, a la felicidad, a la realiza­ción positiva de la vida. Pero también sienten cuántas fatigas, confusiones, obstáculos, enredos y errores impiden a los hombres ser felices, con esa felicidad de la que el deseo es presa­gio. Entonces se identifican con el corazón de quien sufre; es más, se hacen todavía más conscientes de quien sufre; se conmueven, es decir, se mueven con ellos.
Nosotros trabajamos por la piedad de los hombres. Por ello no tenemos tregua. Como no tiene tregua la mujer de Traini, (n.d,t. La mujer de la que se nos leyó una carta en los últimos Ejercicios de la Fraternidad en Rími­ni) que da gracias al movimiento que le ha hecho conocer «el rostro bueno del Misterio que hace todas las cosas». De este modo, nuestros ami­gos que acogen a los parientes de los enfermos crónicos en Milán en una de nuestras casas de acogida dicen: «A nosotros tan sólo se nos pide compar­tir y acompañar un tramo de vida, con el deseo de que el dolor sea recupera­do en su significado más verdadero».
El objeto de esta caridad es la per­sona, no algo genérico. Es la persona individual, el hombre singular - aquél que es amado por Cristo, aquél por el cual Cristo ha muerto y resucitado, aquél que es olvidado por el poder. Es por la persona singular por quien se sacrifica la vida, no por la masa: como los Monaco, una familia de nuestros amigos de la Alta Brianza, que han adoptado a una niña de tres años, con una enfermedad cerebral irreversible, y le han dedicado vida, energía y dine­ro hasta que se ha apagado, a los once años; como la hospitalidad llevada a cabo por toda la familia Zarpellon, durante años en Meda.
De este modo, sucede también que, entre tantas personas objeto de caridad, alguna -signo para todos- se haga, a su manera, consciente, se haga consciente de su dignidad. Como un niño (entre los 350 enfer­mos psíquicos o con el síndrome Down que trabajan, ganándose el pan como todos, en las fábricas de Loren­zo Crosta, en lugar de marchitarse a la sombra de un muro, en casa o en un centro público) que ha dicho: «Yo atornillé un tornillo en este objeto. Alguno lo usará: yo soy útil».
Esta caridad, este amor desintere­sado por la persona singular no es fruto de una generosidad natural. Si así fuese, tendríamos que olvidar demasiado, como el Albert Schweizer que hemos aprendido a conocer leyendo Es medianoche, doctor Sch­weitzer : «He renunciado a la música, a la enseñanza, a todo lo que amaba. Le he dado la espalda a la vida para llegar aquí».
La generosidad no se mantiene en el tiempo, tiene que olvidar algo. Lo vemos demasiado a menudo, cuando, con un aliento demasiado corto, nos cansamos al ayudar a alguien o a algo.
La caridad nace de un juicio, de una concepción nueva. Afrontar el horror de Kampala es posible a partir de un juicio: otro modo de ver la rea­lidad que no vea sólo lo que es apa­rente y que sepa aprehender lo que es la raíz escondida pero verdadera de las cosas, es decir, Cristo. Que sepa, pues, percibir el destino de la persona singular, que es más grande que su conciencia o su salud.
Es necesario ser educados en una mentalidad verdadera si es que se quiere iniciar el camino que Gloria y todos nuestros amigos nos testimo­nian, haciendo el mundo distinto, dejando entrever al amor que Cristo ha traído, Su continuación, signo de Su victoria en el mundo: un cambio completo de mentalidad, de la que nace la caridad como actitud ante el horror del que nos habla Gloria.

Giancarlo Cesana: Como hemos oído, la palabra «amor» ha sido ade­cuadamente utilizada como sinónimo, como término equivalente, de la pala­bra «caridad». Pero, ¿sobre qué se funda el amor? Para la mayoría, y también para nosotros con frecuencia, mal educados por la cultura moderna, el cine o la televisión, el amor se fun­da en la presencia de un sentimiento o, peor aún, en una emoción simpaté­tica: se es atraído. Pero la caridad de Gloria, si fuese de este modo, sería imposible. ¿Cómo puede amarse algo que repugna? ¿Cómo puede seguirse a Jesús que ha dicho: «Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Amad a vuestros enemigos»? Por lo tanto, el amor no se puede fundar en un sentimiento positivo, no puede fundarse sólo y exclusivamente en la simpatía, en una atracción instintiva. Como ha dicho Vittadini, el amor se funda en el juicio.
En el juicio: la razón. La razón entendida como apertura a la realidad, no como circuito cibernético o de neuronas, como se enseña en los colegios del Estado, agotando a niños y profesores. La razón entendida como apertura, apertura a lo real; que implica inteligencia y corazón, capa­cidad de comprender según aquello a lo que uno reconoce que pertenece. Y nosotros pertenecemos al Infinito, al Infinito de Jesús, hijo de María.
La razón como apertura a lo real es la capacidad a través de al cual el hombre puede reconocer el valor, es decir, la relación con la verdad, la relación con el destino: el valor es la relación con la verdad, con el destino, con aquello de lo que estamos hechos, la relación con la verdad de realidad y de las personas hacia las cuales el sentimiento podría no ser inmediatamente positivo, inmediata­mente simpatético. El amor se funda en este juicio, en esta razón. El pri­mer acto de amor es el ejercicio del juicio: el ejercicio del juicio en rela­ción con el valor eterno -es decir, con el destino- de aquéllos que nos encontramos. El afecto seguirá a este juicio, el sentimiento positivo seguirá a este juicio, la atracción seguirá a este juicio, porque el afecto es el atractivo suscitado por lo verdadero; por lo verdadero que se descubre pro­gresivamente-por lo verdadero que, ejerciendo el juicio- se descubre pro­gresivamente. El amor es una poten­cialidad nuestra, que sin embargo, es suscitada por la presencia de lo ver­dadero; no se desarrolla de modo endógeno, es decir, mediante nuestra capacidad y fuerza; es llamado.
De este modo, también el senti­miento y la emoción podrán tener una consistencia y una duración más grandes que la superficialidad y la mecanicidad del instinto, al que nor­malmente se reduce el amor. En reali­dad, con mucho, el instinto puede facilitar el amor, pero no es el amor; y la reducción a éste es la negación del amor.
Pero nosotros tenemos un instru­mento donde ejercitamos el juicio, donde somos llamados a ejercitar el juicio, donde aprendemos, por lo tan­to a amar, porque ejercitar el juicio es aprender el amor: se llama Escuela de comunidad. Se nos ha facilitado este ejercicio, es decir, esta tarea, porque hemos sido llamados, introducidos y fascinados para este ejercicio «por algo que está antes», por algo que antes no habíamos previsto, por algo que no es nuestro: por un aconteci­miento. Ha acontecido algo en nues­tra vida: alguien, algo nos ha hecho accesible el misterio de la felicidad, nos ha facilitado el ejercicio del jui­cio.
Nosotros no podemos rehacer este acontecimiento. Si nos despertásemos el lunes por la mañana y fuésemos a la escuela o al trabajo o asistiésemos a la reunión de la comunidad preten­diendo crear el acontecimiento, pre­tendiendo crear lo nuevo, ello supon­dría un esfuerzo que nos agotaría, porque el acontecimiento no es nues­tro, lo nuevo no es nuestro, la salva­ción de nuestra vida no es nuestra (ni siquiera la vida es nuestra: no depen­de de nosotros el que existamos, y seguramente no dependerá de noso­tros el que dejemos de existir). No podemos rehacer el acontecimiento, no podemos reproducirlo con nues­tras manos: no es nuestro. Somos pobres hombres, ¿qué podemos hacer? Podemos repetirlo, repetirlo, del latín petere (pedir): podemos vol­ver a pedirlo, volver a implorarlo. Repetir y pedir de nuevo, pedir de nuevo: he aquí, pues, la Escuela de comunidad, es decir el uso personal y común de un libro que trabajamos juntos, de palabras que nos ayudan más claramente a volver a pedir, a repetir este acontecimiento. Es nece­sario repetir -ni más ni menos-: es necesario aprender de memoria para hacer memoria. Porque es en la repe­tición, es en la memoria donde la novedad, lo nuevo, lo que nos ha fascinado, lo que nos fascina, se asienta, se hace más profundo y vuelve a acontecer continuamente en nuestra vida, es decir, lo reconocemos, por­que ya ha acontecido, ya ha comenza­do, ha comenzado hace dos mil años. Lo que se desvela en el presente ha comenzado en el pasado: está, se trata de reconocerlo.
Es en la repetición donde se mani­fiesta y se percibe la novedad: es cierto, de modo más intenso cuando la emoción acompaña el descubri­miento de lo verdadero. Uno advierte entonces que es precisamente de este modo, como que las cosas que nos decimos son verdaderas. Somos movidos y conmovidos, es decir, somos movidos juntos. Por fin se comienza a amar. Nuestra contribu­ción personal al bien de nosotros mis­mos y de todos los hombres no es un
añadido o un comentario, sino que son el conocimiento y el testimonio: es la conciencia que tenemos de aquello que hemos encontrado y, por lo tanto, su transparencia, su testimo­nio. Esta es nuestra contribución per­sonal. Pues, en efecto, ¿quién puede añadir algo al Misterio, o comentar­lo? ¿Quién puede? ¿Qué es lo que hemos entendido? Tan sólo podemos «vivirlo», entre comillas. Tan sólo podemos «vivirlo», reconocer que estamos naciendo continuamene de Èl y de este modo anunciarlo a los demás. Como decía el gran poeta Horderlin: «Él habla le ha sido con­cedida al hombre para que éste atesti­güe que ha heredado lo que es». La Escuela de comunidad es para noso­tros porque es para todos, y no vice­versa. Es una invitación a nosotros y a todos a recorrer con más conciencia el camino de la vida.

Pier Alberto Bertazzi: Ante la evidencia pertubadora del drama y de la necesidad del hombre, Gloria decía en su carta: «Ello me ha abierto de inmediato a la casa: aquí he de arries­garme, aquí está mi centro afectivo».
Aquí, en una casa. La casa es lo que nos indica el condensarse, el coagu­larse de la caridad en una dimensión cotidiana de espacio, su devenir con­creto, físico, en un lugar. Gloria, obviamente se refería a su casa del Grupo Adulto en Kampala; pero casa, de igual modo, la podemos pen­sar bajo la forma de un monasterio, y, sobre todo, en ese signo original, rea­lizado por el Creador mismo, que es la familia. De hecho, aquello que es más decisivo como instrumento para introducirnos en la relación definitiva con el destino, para introducirnos, pues, ya ahora, en la verdad, en la belleza y en la justicia en la relación con cualquier cosa y persona, está establecido. No lo decidimos noso­tros; Otro establece este instrumento. Otro, precisamente aquél que da a nuestra naturaleza el deseo de una estima por el otro, el deseo de una estima que se haga gratuita en rela­ción con la otra persona. Es Él preci­samente quien ha creado la primera figura experimental, que permanecerá durante toda la historia, de un lugar en el que este deseo de caridad se hace estable y esencial: la familia. Y es en el ideal de la familia, en la familia ideal, donde debe inspirarse la forma misma de la convivencia de quien se dedica a Dios, de modo tal que quien vive en la familia encuen­tre en ellos, en quienes están dedica­dos a Dios, un ejemplo vivo y, por lo tanto, un ejemplo cargado de reclamo y lleno de consuelo -tal es la riqueza de vida de la única gran comunidad cristiana; pero, dice la Escritura, «a Dios le gusta jugar en la vastedad del mundo que ha creado».
Es otro, pues, quien nos hace encontrar lo que es, pues, más decisi­vo como instrumento para introducir­nos en la relación definitiva con nues­tro destino. Y la forma de este encuen­tro es la de una compañía precisa, localizada en el inicio, localizable en cuanto desarrollo, localizada en el momento en que nos toca a cada uno de nosotros con un rostro que la hará diferente de todas las demás compañí­as, porque ésta es la que es adecuada para mí, ésta es la que es adecuada para ti. Igual que haría un padre ( «un buen padre», añadiría Péguy), que trata de hacer que la propuesta a su hijo sea la más conforme posible, la más adecuada posible para él.
Esta compañía establecida entre nosotros por el Espíritu de Cristo, una compañía guiada al destino, tiene parámetros constitutivos precisos, tie­ne una estructura, un esqueleto. El parámetro fundamental mediante el cual se constituye la estructura de esta compañía tiene un nombre preci­so y sencillo que decíamos anterior­mente: se llama casa, o mejor, mora­da. Una morada, es decir, un coagu­larse de la compañía, de la comuni­dad, de la caridad en una dimensión real, cotidiana, espacial.
Y de ahí, de la morada, todo parte, todo puede partir de nuevo, todo es incrementado, ordenado, reforzado, todo se enternece. Todo se hace amor y se convierten en posible objeto de amor todos aquéllos que nos encontra­mos por la calle, a quienes nos encon­tramos por casualidad en la escalera, con los que se choca uno en el metro, y, por último, con quienes se comparte ese lugar o ese gesto, para demasiados sin sentido, como es el trabajo. Par­tiendo de esta morada, todo puede convertirse en objeto de amor. La casa, pues, de la que deriva la familia, el monasterio, la casa del Grupo Adulto, es donde uno aprende a ver en el otro el misterio de Cristo. Lo dice de nuevo Gloria en su carta:
«Para vivir no podía buscar un espa­cio individual, constituido de recuer­dos nostálgicos o incluso religiosos, sino que tenía que rezar mirando a Claudia, Rose, Rita, Silvia, porque aquello que necesito es volver a encontrar continuamente el acontecimiento, esa Presencia que, cuanto es reconocida, cambia la mirada y el sentimiento de uno mismo y de todas las cosas». Ahora se comprende tam­bién por qué la comunidad de tu uni­versidad es como una casa o una familia, por qué la comunidad de tu amigos de «jóvenes trabajadores» es como una casa o una familia, por qué tu comunidad de barrio y tu grupo son una casa o una familia, parte de una morada total y más grande, que se llama Iglesia. Son una casa o una familia porque es ahí, entre esos ami­gos, en esa casa, donde continuamen­te vuelves a encontrar -si tu libertad está abierta- el acontecimiento, esa Presencia que, cuando es reconocida, cambia la mirada y el sentimiento de uno mismo y de todas las cosas. La casa: ahí donde ve en el otro el mis­terio de Cristo como rostro, es más, donde uno aprende de las dificultades mismas de la relación -iluminadas por el juicio que la Escuela de Comu­nidad nos ayuda a adquirir- a ver en el otro el misterio de Cristo. «Gracias a Dios -nos dice también la carta- es realmente evidente que en casa nos tratamos así: cada una siente la nece­sidad vital de ser regenerada conti­nuamente a partir del rostro de las otras, y hay una gran libertad para corregirnos, reclamarnos, perdonar­nos, reconfortarnos y, sobre todo, para jugar y divertirnos juntas». Para cada uno de nosotros, la compañía se hace verdadera concretándose en una morada cotidiana y real: una casa, una morada donde todas las cosas son juzgadas de un modo tal que hacen presentir su destino común, su meta común. Por ello, todas las cosas se convierten en ocasión de bien en el presente que transcurre, continua­mente capaces de perdón hacia mí, continuamente capaces de recuperar­me, de provocar alegría en mí, de ser fuente de alegría, de fuerza, de segu­ridad y de amor, cuyo culmen es el perdón.
Es otro mundo, otro mundo que hemos de construir, y del cual somos, por ello, los primeros testigos. Testi­gos de esa unidad normalmente imposible, que se convierte, sin embargo, en experiencia y hace posi­ble que nos soportemos los unos a los otros, hace posible la paciencia de los unos con los otros, la misericordia de los unos con los otros, la totalidad del compartir, la magnanimidad en todo cálculo. Nosotros hemos sido llamados a iniciar la realización y la construcción de este mundo nuevo. La casa es donde la relación con Cristo se establece en todas nuestras acciones, en todos nuestros gestos, y nos hace de ese modo constructores de una realidad nueva.
En un último pasaje de la carta de Gloria, quería citar lo siguiente: «Tenemos que ser realmente fasci­nantes las unas para las otras, porque sólo esto es lo que puede hacernos encontrar a la gente». Fascinantes las unas para las otra, es decir, tener fas­cinación por la vocación que cada uno de nosotros tiene para la cons­trucción del mundo. Sólo esta fascinación nos hace estar llenos de fasci­nación también por los otros, como atestigua este ejemplo de hace unos días: «Tiziana, te ruego que me des siempre la posibilidad de mirarte, porque yo estoy hecha para estar con­tenta como vosotras lo estáis. Estoy agradecida por vuestra presencia porque he entrado en vuestra casa cansa­da por la jornada que había transcurri­do y cargada con los miles de proble­mas habituales, y ahí, con vosotras, me he visto constreñida a poner la mirada sobre aquello que es esencial, porque entre vosotras ha sido posible tocarlo y mirarlo. Y además, ¡de qué modo te quieren las de tu casa!».

Gerolamo Castiglioni: La Iglesia de Dios se declina en la parroquia, del mismo modo que la morada más gran­de de la parroquia es toda la Iglesia, que es para todo el mundo, porque la razón de ser de la Iglesia es la misión. Es importante subrayar el valor de la parroquia, entendida, como indica el término mismo paroikía, como mora­da cercana, como morada para el hombre, como gran casa en la que explota la perspectiva de lo eterno, en todo el universo, a partir de los ambientes de vida del hombre. ­
Pienso, en este momento en una parroquia de Milán en la que la pre­sencia del «Circolino», puesta en pie por algunos de nuestros amigos, ha hecho de esta parroquia un punto de referencia para millares y millares de personas. La parroquia, si quiere ser verdadera morada para el hombre, tiene que concebirse como el instru­mento de la presencia de Cristo en el ambiente. Sin embargo, prevalece la organización eclesiástica, que tiene ocupadas a las personas por así decir «comprometidas». A propósito de esto, sería necesario releer lo que dijo el cardenal Ratzinger en el Meeting de Rimini, el uno de septiembre de 1990, sobre la «autoocupación» de la Iglesia. Aunque han pasado algunos años, este juicio sigue siendo enormemente actual.
La parroquia debe ser concebida y vivida como instrumento de la pre­sencia de Cristo en el ambiente. Casi lo leo en vuestros ojos: nosotros, diciendo esto, decimos algo verdade­ro, pero que no es vivido de este modo. Es útil recordar, respecto de esto, el post-scriptum del libro de Don Giussani que hemos leído este verano, El sentido religioso del hom­bre moderno, en concreto, el pasaje en el que se cita una famosa poesía que dice: «Es verdad ya. Mas fue tan mentira, que sigue siendo imposible siempre». Comenta Don Giussani: « Cuando uno intuye el hecho cristiano como verdadero, es necesario, ade­más, el coraje de reconocerlo como posible, a pesar de la imagen negati­va que podamos tener alimentada por las mezquinas maneras en que ha sido traducido en la propia vida y en la vida de la sociedad». La educación de nuestro movimiento, cuando se vive sin reducciones, nos abre de par en par a una libertad creadora, nos abre a la unidad de la Iglesia, nos invita a superar mezquindades y a valorar lo cercano. Pensemos en lo que podría suceder en una parroquia en la que hay siete grupos de Frater­nidad, imaginemos que se produjese un verdadero reconocimiento de fe entre el párroco y los miembros de la Fraternidad, un reconocimiento de fe, no de papeles: ¡Qué posibilidad de mutua edificación y de participación común en las tareas!
Recientemente, su Eminencia, el cardenal Martini, después de que Pier Alberto Bertazzi y yo le enviásemos la relación anual sobre la vida de la Fraternidad en la diócesis de Milán, nos escribió estas palabras: «Doy gracias a Dios por todos los dones que concede a la Fraternidad; es el conocimiento de estos dones lo que permite una mayor colaboración para gloria de Dios». Nosotros querríamos que esta magnanimidad estuviese presente en todos los colaboradores de su Eminencia, en todos los párrocos de la diócesis. Por nuestra parte, el deseo de la gloria de Dios y el amor apasionado a su Iglesia nos hacen ser humildemente conscientes de que un carisma convertido en movimiento favorece la educación dentro de la institución, cuidando el impacto del acontecimiento de Cristo con la realidad histórica en la cual estamos llamados a vivir. Nosotros amamos verdaderamente a toda la Iglesia y a todos los hombres vivien­do sin reduccciones el carisma del movimiento. Por último, no resulta superfluo recordar la necesidad de una referen­cia a los responsables del «Ejecutivo Diocesano», para favorecer una crea­tividad lo más misionera posible, y, por lo tanto, capilar. La presencia no puede ser delegada en la comunidad, sino que acontece cuando tu persona entra dentro de las razones del acontecimiento y desea vivirlas. ­

Luigi Negri: ¿Qué proponemos a los hombres que nos encontramos cotidianamente en los ambientes en los que vivimos? Pero sobre todo, ¿qué proponemos a los jóvenes que nos piden, a lo mejor sin ser cons­cientes, razones adecuadas para vivir en un mundo que se manifiesta como totalmente desesperado o, como se nos ha recordado citando a San Pablo, tenebroso y perverso? ¿Qué les pro­ponemos? Nuestra presencia propone una vida -personal y social- totalmente cambiada y hecha verdadera, por estar tocada por el aconteci­miento de Cristo.
El fin de nuestra vida, de nuestro traba­jo cotidiano, de nues­tro compromiso en los ambientes, es la gloria de Cristo, es decir, el reino de Cristo, el mundo humano salva­do por la potencia de Su muerte y resurrec­ción: el mundo de los hombres salvado por la potencia de la muer­te y la resurrección de Cristo. La gloria del Señor, el construirse y el revelarse del hom­bre nuevo y del mundo nuevo en el que todo se hace adecuadamen­te conocible y vivible: éste es el fin de nues­tra vida cotidiana.
De este modo, nosotros participamos, personalmente y como compañía eclesial, en la gran y única misión de la Iglesia, la de comunicar a Cristo al corazón del hombre; misión a la que nuestro bau­tismo nos capacita y que Juan Pablo II, en la Redemptor Hominis, ha defi­nido hoy como más necesaria que nunca: hacer presente a Cristo en el mundo, para que la gloria de Cristo entre, como ha dicho recientemente Don Giussani, en gestación en la his­toria. He aquí la palabra más grande y más humana para el cristiano; incluso se podría decir, la palabra que sólo el cristianismo ha podido inventar: la historia. Porque la historia puede ser redimida, porque la historia ha sido redimida y, por tanto, puede ser vivida de un modo nuevo, libre y respon­sable. El cristiano vive en la historia y la ama, porque en ella puede entrar, crecer, madurar y expresarse esa rea­lidad nueva que es la gloria de Cristo. Como han atestiguado los primeros cristianos, la historia no es ni un mecanismo, ni un lugar de encuentro o choque entre ideologías. La historia es, ante todo, el lugar donde los cristianos son llamados a expresar su cre­atividad, es decir, la claridad de su juicio y el fuego de su caridad. Es una creación que debe ser indomablemen­te reemprendida por toda generación cristiana, cada día, por cada cristiano, en un mundo nuevo. En el librito rojo de Gs, Huellas de experiencia cristia­na, publicado en 1960, se afirmaba textualmente: «La comunidad cristia­na crea inexorablemente una nueva civilización», es decir, una imagen del moverse social que, al mismo tiempo, alcanza a las relaciones más capilares y, por ello, más personales.
Aquí aparece, como trasfondo de mi intervención, el gran sujeto de esa continua epopeya humana que es la misión de la Iglesia de crear aquello que Juan Pablo II ha llamado «La civilización de la verdad y del amor». El sujeto de esta epopeya es el pueblo cristiano que nace del bautismo, vive de la compañía cotidiana en la fe, esperanza y caridad, extrayendo de los sacramentos la fuerza de Cristo resucitado -como nos enseña la Edc de este año en sus bellísimas páginas dedicadas a los sacramentos.
Por eso, por el amor que tenemos a la historia y al pueblo cristiano, sujeto de la gran epopeya humana, nosotros hemos amado desde los inicios la his­toria de la Iglesia, que es la historia del pueblo cristiano; y, sobre todo, nos hemos sentido cosanguíneos, especialmente cosanguíneos, con aquéllos que, viviendo su fe en el mundo, contribuyeron a crear lo nue­vo en la historia, una novedad objeti­vamente registrable en la misma his­toria. Esto explica nuestra preferencia cultural por el gran movimiento benedictino, que al inicio del medievo creó la gran civilización católica medieval. Por ello querría terminar con una cita del historiador que desde hace años nos ha guiado en esta con­tinua y profunda lectura de la historia de la Iglesia como historia de la pre­sencia y de la misión del pueblo cris­tiano, el historiador inglés Dawson, que a propósito del movimiento benedictino escribe: «Fue la fatiga disciplinada e incesante de los mon­jes la que frenó la marcha arrolladora de la barbarie en la Europa occidental y que recomenzó el cultivo de la tie­rra, la cual había sido abandonada y despoblada en tiempo de las invasio­nes. En un famoso pasaje sobre la misión de San Benito, Newman escri­be que el santo "encontró el mundo social y material en ruinas y su misión fue reordenarlo; no con méto­dos científicos sino con medios natu­rales; ni empecinándose en la preten­sión de hacerlo en un tiempo determi­nado, ni usando un remedio extraor­dinario, ni por medio de grandes ges­tas; sino de un modo tan sereno, paciente y gradual que a menudo se ignoró este trabajo hasta el momento en que se lo encontró acabado.
Se tra­tó de una restauración mas que de una obra caritativa, de una corrección de una conversión. El nuevo edifi­cio, que él ayudó a nacer, fue más un crecimiento que una construcción. Hombres silenciosos se veían por el campo o se entreveían en el bosque: cavando, labrando y construyendo; y otros hombres silenciosos, que no se veían, estaban sentados en el frío claustro, fatigando sus ojos y concen­trando su mente para copiar y reco­piar penosamente los manuscritos que salvaban. Ninguno de ellos pro­testaba, ninguno se lamentaba, ningu­no llamaba la atención sobre lo que se hacía, pero poco a poco los bos­ques empantanados se convertían en eremitorio, casa religiosa, caserío flo­reciente, abadía, aldea, seminario, escuela y, finalmente, ciudad"».

Luigi Giussani: La carta de nues­tra queridísima Gloria nos ha hecho repasar todo el desarrollo de nuestra fatiga espiritual, inteligente y afecti­vamente comprometida, que repre­senta nuestra vida común y, por tanto ­y ante todo, nuestra vida personal.
Ella nos dice ante todo que la única cuestión es querer, amar. ¿Cómo se podría partir de querer el bien sin admitir y reconocer que el bien está en el fondo de todo ser, está presente en todo momento y, más aún, ha llegado a su sujeto de un acontecimiento en el que ha muerto por nosotros? ¿Cómo se puede querer el bien sin admitir que en el origen de todo, momento a momen­to, está el Padre que todo lo sostiene?
De este modo Gloria nos ha recor­dado indirectamente el compromiso con la verdad: cuando iba a la casa de Gudo siempre me planteaba cuestio­nes inherentes a la Edc. ¡Ella la hacía en serio! No había una línea que, si no resultaba clara, no fuese objeto de demanda. Razón tras razón, paso tras paso: esto es el camino cristiano, por­que la razón es el Espíritu que se abre en nosotros, que nos abre, se reverbe­ra en nuestra oscuridad y la llena de luz, de modo que caminamos «de luz en luz», como decía San Pablo.
¡Pero qué atención, qué tensión hace falta, qué afecto hay que tener, para escuchar y para comprender! ¡Escuchar y comprender! La inteli­gencia comprende cuando está soste­nida por el afecto.
Lo vemos también entre nosotros: si hay antipatía no comprendemos nada del otro, entendemos de una manera lo que es de otra, nos ofendemos por palabras que tenían un signi­ficado bueno.
Este es el valor que siempre hemos subrayado de esas relaciones estables entre nosotros que se llaman, en una palabra, comunidad, o mejor -como ha dicho Bertazzi- casa, a imi­tación del proyecto que Dios ha des­velado haciendo al hombre, poniendo al hombre en una familia. Es lo mis­mo: casa, familia, o morada, como ha dicho Bertazzi, que indica más la rea­lidad en la que se vive, las relaciones cotidianas, con paciencia, con com­prensión; donde todo es para noso­tros, donde todo nos acoge, donde todo nos invita a la esperanza, donde todo nos mitiga las heridas, donde todo lo que es nuestro, todo lo que somos es acogido.
Así descubrimos el valor de ese trozo de Iglesia que es, vige, allá donde nosotros estamos, que se llama parroquia, es decir, la realidad del amor de Dios cercano a nuestra casa. Parroquia quiere decir «vecino a casa». Y allí, incluso la comunidad, la amistad entre nosotros se alimenta de los sacramentos, se alimenta de la escucha de la palabra de Dios. Qué grande se hace esta imagen de la parroquia cuando se vive como Igle­sia. Una parroquia no puede vivir sola, no subsiste: es un trozo de Igle­sia allí donde yo habito.
Y a la Iglesia no se la entiende si no es en el gran contexto del mundo entero. La Iglesia es la realidad a la que Dios ha confiado el sentido del tiempo. Ella porta y transmite, año tras año, siglo tras siglo, de hombre a hombre, el sentido del tiempo, es decir, el sentido de la historia. Fuera de la Iglesia todo se hace añicos y todo se pudre, tal y como algunos capítulos del profeta Isaías describen de un modo impresionante. Por ello, a la inversa, cada uno de nosotros está llamado a ser «reconstructor de casas destruidas», reconstructor de humanidades destruidas. A nuestra amiga Gloria, con su seriedad inten­samente afectiva, la vemos allí, meti­da en aquel inhóspito lugar, como a una reconstructora de humanidad. Lo que Jesús ha hecho repercute allí, se reverbera allí, con ella. Pero también donde yo estoy, también donde estás tú, todos los días, nosotros somos, cada uno de nosotros es todos los días la bondad de Jesús, Su voluntad de bien para el hombre: «Se giró y vio a todos los que le seguían y tuvo piedad de ellos porque eran como un gran rebaño sin pastor». Nosotros formamos parte de Su leadership de la humanidad en busca del bien, en busca de lo verdadero, del amor, de la justicia, de la felicidad.
Los más fieles entre nosotros saben bien que todo esto es, desde hace cuarenta años, nuestro deseo cotidiano, nuestro programa cotidia­no, súplica cotidianamente dirigida a Dios, especialmente en el Ángelus, esfuerzo cotidiano -ascesis- reem­prendido a sabiendas de los propios límites y conscientes de una fatiga que es parte de la cruz de Cristo. Mi fatiga es parte de Tu cruz, oh Cristo. ¡Qué mayor nobleza podía heredar, qué mayor gracia!
Sabemos bien lo que dice -ya casi es nuestro amigo- el gran poeta Eliot en los Coros de "La Piedra". «Sin significado no hay tiempo [es una masa informe e indescriptible, no definible]. Hubo un momento en el tiempo que dio significado al tiempo
[no hay otro, no hay otra fuente de significado para el tiempo: es la muerte y resurreción de Cristo, Dios hecho hombre]. Entonces pareció como si los hombres debieran avanzar de la luz a la luz, en la luz del Verbo [de este Verbo hecho hombre], a tra­vés de la pasión y el sacrificio salva­dos a pesar de su ser negativo; bestia­les como siempre, carnales, egoístas como siempre, interesados y obceca­dos como siempre lo fueron, pero siempre luchando, siempre reafirman­do, siempre reanudando la marcha por el camino iluminado por la luz; a menudo deteniéndose, vagueando, desviándose, retrasándose, volviéndo­se, pero sin seguir jamás otro camino». ¡Sin seguir jamás otro camino, cuarenta años sin seguir jamás otro camino! Decenas de millares de jóve­nes: sin seguir jamás otro camino. Siempre en lucha, con la conciencia cada vez más lúcida de la propia debi­lidad, del propio límite humano. La palabra «lucha» es nuestra palabra. Esta es nuestra concepción de la vida, es decir, de la moral. Es la vida como moral: lucha o, como decían nuestros padres, ascesis; la verdadera ascesis, el esfuerzo por llegar a ser mejores. La vida como ascesis, la vida como lucha por el bien, es introducida en el mundo sólo por Cristo, porque todas las otras concepciones son, en mayor o menor medida, deterministas: el éxito del tiempo es mecánico, es un éxito mecánico. No, es una lucha de la inteligencia que ilumina a la fatiga de la voluntad. La vida como ascesis la introduce en el mundo Cristo; y la introduce tal como es para Gloria en Africa: una lucha.
Por eso en el cuarenta aniversario de nuestro comienzo os hemos man­dado la tarjeta que se os distribuirá hoy y que no está de más leer tam­bién ahora: «A medida que vamos madurando, nos convertimos en espectáculo para nosotros mismos y, Dios lo quiera, también para los demás. Espectáculo de límite y de traición, y por eso de humillación y, al mismo tiempo, de seguridad inago­table en la gracia que nos es dada y renovada todas las mañanas. De aquí procede ese atrevimiento ingenuo que nos caracteriza, que hace que [atentos aquí, porque este es el juicio que nosotros damos sobre la vida y sobre el mundo: existe un mundo como nada, es decir, ya no existe nada, si no es verdad esto que sigue] conciba­mos cada jornada de nuestra vida como un ofrecimiento a Dios, para que la Iglesia exista [la Iglesia, la afirmación de la felicidad como des­tino para cada hombre que viene a este mundo] en nuestros cuerpos y en nuestras almas [ dentro de mi familia hoy, dentro de la relación con el que encuentro enfermo de sida hoy, den­tro de la relación con mis compañe­ros de instituto o de trabajo hoy, en mi estar parado por la enfermedad hoy) a través de la materialidad de nuestra existencia». No hay ninguna separación entre la materialidad de nuestra existencia, entre el aspecto más material de nuestra existencia y Cristo que está con nosotros, y nues­tro espíritu abrazado por Cristo. Este fragmento es la expresión sintética de nuestros sentimientos, signo de la plena conciencia de nuestra fragilidad humana, que nos une a todos los hombres, y de la certeza en Cristo, que nos diferencia de todos los demás hombres, y por tanto de la alegría y del optimismo que explica el inagota­ble repetirse de nuestros intentos: siempre en lucha. El cambio de las relaciones, nos ha dicho Gloria, es la caridad que nace de profundizar en un juicio sobre la verdad de las cosas, que crea, que tiende a crear inmedia­tamente convenios humanos, mora­das humanas, desde la familia hasta el monasterio, y que encuentra en la Iglesia su acogida más educativa. La Iglesia, que en su incidencia en la historia encuentra su primer y mayor premio: la Iglesia es vilipendiada, pero el tiempo pasa y la Iglesia es redescubierta y exaltada como la úni­ca esperanza en la que apoyar las pro­pias energías. Así, cuando a los quin­ce años -estaba en el seminario- que­ría irme misionero, escribí a Su Emi­nencia el cardenal Schuster para que me dejase ir, él me respondió con estas palabras: «Deus te sospitet», Dios te ayude. Es el augurio que os hago a cada uno de vosotros para todo este año: «Deus vos sospitet», Dios os ayude.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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