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PALABRA ENTRE NOSOTROS

El ideal y la compañía

Conversación de Luigi Giussani con un grupo de universitarios Febrero, 1994

Cuando dijiste que «la compa­ñía puede ser una utopía pusiste el acento sobre la persona, pero no creo que quisieras devaluar la compañía.
No, al contrario. El Movimiento nació haciendo descubrir la compa­ñía a estudiantes que vivían práctica­mente en la soledad y el individualis­mo a ultranza. Una compañía entre estudiantes, estable, organizada, sis­temática: esto es lo que sucedió pri­mero con G.S. (Juventud Estudiantil) y después con C.L. Por eso lo que he querido no era devaluar la compañía sino hacer una llamada para descu­brir las razones de una compañía que sea verdadera.

Dijiste también que la compañía «es producto de la dimensión ver­dadera que tiene un nuevo tipo de hombre» y que «entra en la defini­ción del yo». ¿Cómo hay que entender la relación entre el yo y la compañía?
Puede darse un significado de la compañía poco claro, que determine un modo de realizarla equívoco. ¿Qué es una compañía? ¿Compañía de qué? ¿Para quién? Para el hom­bre, sin duda. Pero entonces, ¿por dónde puede entrar el equívoco? El equívoco se introduce cuando la compañía, que es para el hombre, de alguna manera decide sobre el hom­bre, está por encima de él, se con­vierte en un «ideal» para el hombre. Normalmente son la televisión y la prensa y la economía las que determinan el «ideal», presentando y proponiendo de diversos modos sus ídolos. En cambio, la com­pañía es para el hombre; y, sin embargo, se puede convertir en el elemento por medio del cual la tele­visión, la prensa y los mass-media dominen al hombre.
El ideal del hombre viene de dentro del hom­bre; cualquier ideal que no brote del hombre mis­mo lo aliena. Si yo, como hombre, viviese para este vaso, el vaso sería un ídolo, sería objetiva­mente mi ídolo, y, en relación conmigo, produciría un vaciamiento del valor de mi persona, alienándo­me y haciéndome esclavo de él. Ante el ídolo uno siempre es esclavo; sin embargo, respecto al ideal verdadero somos buscadores, viatores, es decir caminantes deseosos. En la búsqueda del ideal, el hombre se realiza cada vez más a sí mismo; se da cuenta, con sorpresa, de lo que tiene dentro de sí, opta por lo que le corresponde, da pasos según sus posibilidades y el ímpetu de su deseo. El ideal del hombre brota en el hombre mismo, pues constituye su misma esencia. Esta esencia, la madurez supre­ma y la plenitud del hombre, es el ideal. Indica la perspectiva del desarrollo y el camino del hombre hacia su felicidad, que es precisamente la plenitud, la madurez, la satisfacción total de sí mismo, la capacidad de dominar totalmente la realidad y las cosas. Pero mi plenitud nace en mí, se desarrolla conmigo, toma forma en mí, decide sobre mí. «Yo»: ésta es la gran palabra, sin la cual no existe humanidad, sin la que no existiría la humanidad. Si la compañía es para el hombre, es entonces un fenómeno de relaciones entre hombres que se ayudan a caminar hacia destino, hacia el ideal.
El equívoco consiste en invertir la cuestión, haciendo de la compañía el término dominador, el horizonte dominador, la forma dominadora del hombre, de manera que el hombre se convierte en su esclavo. En vez de que la compañía sea para el hombre, el hombre es para la compañía.
Toda la cultura actual, nacida del intento moderno de afirmar la autonomía absoluta del individuo, ha terminado miserablemente anulando al individuo en la compañía, es decir, en la socie­dad, que, a través de los mass-media, está dirigida por el poder. Por eso, el equívoco consiste en que la compañía puede significar la traición total del yo, en lugar de ser el camino que el yo recorre hacia su destino, la ayuda que se le brinda al hom­bre para caminar hacia su destino.
En efecto, el Creador comenzó la compañía con estas palabras: «No es bueno que el hombre cami­ne solo hacia su destino, porque no puede lograrlo; es mejor que tenga un compañero junto a él. Y Dios creó a la mujer». Por eso, la relación hombremujer, que constituye el comienzo en sentido absoluto de la compañía, tiene la finalidad de ayudar a uno y a otra en su camino hacia la felici­dad. En la mentalidad de hoy, por el contrario, la relación entre el hom­bre y la mujer se concibe exclusiva­mente como relación sexual; y así todos acaban sometidos a una obse­sión dominante, cayendo en la esclavitud de algo que no es sino un aspecto de un fenómeno más gran­de.
También una compañía de ami­gos puede dominar al yo, reducien­do lo que es el hombre a una fisono­mía que nos hemos construido y que se reproduce de manera puramente mecánica.
Por ejemplo, quedar en la disco­teca es un fenómeno en el que las relaciones que allí se dan normal­mente tienen una forma absoluta­mente mecánica, en cuyo origen está el instinto: el instinto en el sen­tido literal del término, como el de los animales, que determina accio­nes mecánicas. Son relaciones que, tras una libertad aparente, tienen el mismo carácter mecánico que las de los ejércitos, por ejemplo, hitleria­nos, los únicos que la televisión comunista, con el consenso demo­cristiano, nos ha presentado en estos años. Es como en el ejército: estás en la fila, marcas el paso, repites ciertos gestos, respondes «sí, señor» para no ir al calabozo ni verte marginado.
Una compañía que, al perder su significado ver­dadero, traiciona al hombre, es siempre fruto de un mecanismo automático que la reproduce continua­mente en cuanto fenómeno. Ese mecanismo auto­mático se inicia por una chispa, el instinto, que puede incendiar un gran bosque: el instinto de poder, de posesión, entendido como lujuria, como explotación y como usura, por usar las expresiones de nuestro queridísimo Eliot.
Por el contrario, una compañía que es para el hombre y que, por lo tanto, es un instrumento que le acompaña hacia el destino, es una compañía construida por el hombre.
Pongamos un ejemplo.Voy a la universidad el primer día, no conozco a nadie porque vengo de otra ciudad, estoy solo en la facultad de farmacia, y me pongo a mirar un cartel. A mi lado hay un tipo que también mira: no huele mal, tiene un aspecto que me agrada, nos presentamos y nos hacemos amigos. El hacernos amigos ha sido pro­vocado por mí. Luego me dice: «¿Conoces a mis amigos?». Respondo: «No, no conozco a nadie». «Ven», me dice, «que te los presento». Tenía que haber cinco pero sólo aparece uno, calvo, alto y flaco que se ríe con aire sofista. Somos tres. Char­lando, uno dice: «¿Habéis visto ese cartel? Es injusto, escribamos un panfleto de réplica». Pero otro objeta: «Aquí no es costumbre que los estu­diantes hagan panfletos». «Bueno, pues empece­mos a hacerlo nosotros», dice el primero; «ponga­mos un cartel junto a la puerta del rector en el que se diga que las cosas que se dicen en el otro cartel carecen de juicio. Sostenemos lo contrario y expo­nemos las razones». Y así hacemos un gesto común. La gente pasa por delante y se maravilla de nuestro cartel (nunca había sucedido algo así en esa universidad); es el tema de conversación de los estudiantes cuando van a comer. Luego el rector llama a uno de nosotros y le propina una reprimen­da. Nos encontramos por la tarde y preparamos otro panfleto para el día siguiente, en el que escri­bimos: «Es injusto que el rector se queje porque nosotros hayamos expresado nuestro parecer; que nos diga las razones contrarias, o bien nosotros seguiremos exponiendo las nuestras». «Me gus­tan», pienso, «me han gustado». Después, al hablar, esta satisfacción aumenta y al poco tiempo se crea una familiaridad entre nosotros, expresa­mos ideas comunes, damos juntos nuestras razo­nes: esta es la compañía. Nace del yo y perdura en el tiempo.
La compañía concebida como el desarrollo automático de un instinto, por el contrario, siempre está destinada a deshacerse. Incluso la compañía entre el hombre y la mujer, si nace del instinto, está destinada a acabar, quizá no de un modo lla­mativo con el divorcio; están juntos pero no son una sola cosa, no caminan juntos, aunque en algún momento puedan encontrar alguna satisfacción.
Una compañía que se base sólo en el instinto y en unas relaciones mecánicas, como ya les decía a mis estudiantes del Berchet, nunca es una amistad verdadera y está destinada a hacerse cenizas antes después.

Me doy cuenta de que la vida en compañía es una lucha, un drama, un esfuerzo grande. Si la compañía se convierte en utopía, como has dicho, cuando «la persona la identifica con cier­tos momentos de reposo y de satisfacción», casi diría que estoy a salvo de esta tentación.
No, no estás a salvo. Una lucha, aún cuando sea dura y dramática, no es irracional sólo si tiene una finalidad que valga la pena. Y una finalidad vale la pena cuando tiene que ver con tu deseo de felici­dad, cuando tiene que ver contigo, que dices «yo» de una manera consciente, melancólica o jovial.
El mero esfuerzo de soportar la compañía cae con mucha facilidad en el moralismo. Pero si, por el contrario, la soportas -en su pesadez, en su hábi­to de olvidarse de mí (excepto cuando necesita algo de mí), en su tendencia a humillarme- por una finalidad, entonces vale la pena y uno se hace grande.
En Moralidad, memoria y deseo (pp. 34-37), un libro que deberíais leer o releer, se describe una situación extraña. Un individuo entra en una igle­sia porque es domingo. Entra así, por costumbre, y esa vez resulta que además está cansado. Se sienta entre aquella gente ( es una iglesia grande). Sobre él pesa una gran extrañeza. Como es un tipo filó­sofo empeora la situación pensando (en estos casos siempre se empeora al pensar): «Es injusto que esta gente venga a la iglesia si Dios no les importa nada, porque están aquí sin participar; hay unas cuantas señoras que desafinan y cantan sin saber lo que dicen, hombres que, tiesos como palos, no saben qué hacer en el Sanctus ni en la Consagra­ción, están cohibidos, saben que es un momento importante, pero no saben qué hacer. Dios, yo, en cambio, te reconozco, incluso el error de esta gen­te me hace reconocerte». La actitud de este indivi­duo tiene el ideal de una relación con Dios personalista, es singular, es decir, que surge de la poten­cia de su individualidad. El ideal para ese hombre es estar lo más solo posible entre tanta gente: ¡rezando a Dios se siente más grande cuanto más bobo es! En efecto, es como una campana rota. Por el contrario, otra persona entra en la misma iglesia, le alcanza la corriente de aire cargado que se pro­duce en ciertos momentos en las asambleas, y experimenta un sentimiento de disgusto, allí entre tanta gente. Ha entrado en la iglesia a rezar, y tras algunos momentos de incomodidad, dice: «Señor tú me has hecho a mí y has hecho a éste que tengo al lado, a cada uno de los que tengo al lado, me haces a mí como les haces a ellos, nos haces jun­tos, un mismo gesto tuyo nos hace empujándonos a todos, quizá de un modo todavía inconsciente, hacia un destino bueno que eres tú. Acepto a toda esta gente como es, acepto reconocerte y servirte en medio de toda esta gente y te digo: Padre nues­tro, que todos te reconozcan, que todos te com­prendan; perdóname lo que he hecho, perdónanos lo que hemos hecho y ayúdanos». ¿Es más grande el primer hombre, que se concentra en la silla, replegándose, alejándose lo más posible de las figuras que le rodean, o este segundo para el que la medida de su horizonte son los que tiene delante, las mil personas extrañas? Es como si extendiera los brazos y los abrazase a todos, y, si en vez de ser mil fueran diez mil, sería todavía más grande. La compañía le ayuda a ser más él mismo. Creo que normalmente tratamos a la compañía como el primero de los dos casos de este ejemplo. Casi nadie comprende, casi nadie llega ni llegará nunca a comprender el segundo caso, es decir, no com­prenderá nunca las dimensiones del yo. Porque delante de diez mil personas digo «Padre nuestro» e, incluso si estos diez mil se pusieran en contra mía para aplastarme, al decir «Padre nuestro que estás en los cielos» los estaré abrazando mientras me aplastan. Esta es la verdadera dimensión del yo humano, ésta es la grandeza. Es la grandeza que el emperador Nerón advirtió aturdido al día siguiente de la matanza de los cristianos, cuando miraba en el anfiteatro los restos de los cuerpos y, acercándo­se a uno de aquellos rostros, dijo: «Todavía sonrí­en».

En la intervención de Assago, Punto de vista sobre la política, insistías mucho sobre el sentido religioso, sosteniendo que eso es lo que hace que los hombres se unan. Pero, ¿no es el aconteci­miento cristiano lo que hace que se unan los hombres?
Vuelvo a usar una expresión que utilicé en aque­lla ocasión: el deseo del destino. En efecto, los hombres poseen en común la espera del destino, el camino hacia el destino, y es esto lo que les reúne. El destino es el infinito, el misterio, y nadie ha visto nunca esa cima, como dice San Juan. La compañía es el descubrimiento de gente que está caminando hacia esa cima. Un hombre en camino que ha perdi­do la senda se encuentra a un grupo de gente y les pregunta: «¿Adónde váis?». «Vamos al Mont Blanc», le responden. Entonces se une al grupo y va con ellos. La compañía es una ayuda para llegar al destino, al ideal.
El yo es ese nivel de la naturaleza en el que ésta se hace consciente de sí misma, de aquello para lo que está hecha: sabe que tiene un destino y sabe que debe recorrer un camino para llegar a él. El yo es esto. No hay otra definición del yo que salve tan adecuadamente la libertad y la inteligencia. La compañía es lo que favorece esta conciencia del yo: no aliena, no suprime el yo, como tienden a hacer en cambio los mass-media, las modas y los pasatiempos.
Ahora bien, el sentido religioso es la conciencia del destino propio y el deseo de alcanzarlo. Al tener todos el mismo destino, nos unimos, com­prendemos que estamos juntos. Leed, en los Primi Poemetti de Pascoli las poesías: Los dos huérfa­nos, El ciego y, la más bella, la más fácil, El hogar. Son páginas que todos deberían leer y conocer, en las que el deseo de algo más grande que nosotros une, hace que nos descubramos como hermanos. Todos los hombres, en mayor o menor medida, reconocen con conmoción los ecos de esta humanidad. Pero el hombre que, junto a otros, busca su destino, se siente solo en esta búsqueda aunque esté rodeado por otros que le dicen: «Con­suélate, también nosotros buscamos el destino». Éste es el único consuelo: un consuelo que en últi­ma instancia es impotente. Pero no todo es así. En efecto, en una verdadera compañía, los hombres al caminar hacia el destino, comprenden que hay algo, que en última instancia hay una hipótesis positiva, aunque sea muy vaga y confusa. Nadie sabe definir esa positividad: en efecto, los hombres están buscando continuamente un misterio, pero mueren sin haberlo encontrado ni conocido. Ima­ginémonos que en esta compañía, en un momento determinado, mientras empiezan a despertarse al alba, uno de ellos se levanta antes que los demás y dice: « Yo soy el camino hacia el destino, yo soy el destino». Literalmente así, a quemarropa, sem­brando desconcierto y confusión. Los jefes del grupo dicen enseguida: «No le hagáis caso; habla a lo loco, blasfema». Sin embargo, la gente está sor­prendida, lo miran, pero al poco tiempo siguen a los jefes porque a fin de cuentas aquel individuo tampoco parece ofrecer nada. Le piden: «Cura a mi hija, tú que has curado a la hija del vecino. Hazme ver, como has devuelto la vista al ciego de nacimiento». Y él nada. No hace todos los mila­gros, no quita todos los dolores, no sana todas las deficiencias. Pero hay una cosa que sí hace. Uno ha matado a su hermano por la noche, mientras nadie le veía; ha sentido que las gotas de sangre de la garganta de su hermano le salpicaban en la mano hasta el alba. Cuando aquél se levanta a hablar, a decir esa frase («Yo soy el camino al destino, la verdad, la vida»), le mira y comprende que Él sabe lo que ha pasado. Cómo se las ha arreglado para descubrir­lo, dado que estaba lejos en la oscuridad, es algo que no com­prende. Pero percibe que lo ha descubierto, que ha comprendido y entonces hace como si fuera a huir presa del terror, temiendo que le condenen a muerte. En ese momento, alguien le pregunta al hombre que había pronunciado aquellas palabras: «¿Cuántas veces hay que perdonar?». «Siem­pre», es su respuesta. Lo mismo que me sucedió a mí una vez, cuando era un cura jovencísimo en una parroquia de Milán durante la Pascua. Se acerca un hombre al confesionario y se queda de pie, sin hablar. Le miro. Él, provocado por mi acción, dice: «He mata­do». Aún no sé como le dije: «¿ Cuántas veces?». El intuyó lo que había detrás de mi pregunta: «¿cuántas veces?». Intuyó que podría haberme dicho «mil veces» y que yo habría adoptado la mis­ma actitud que si me hubiese res­pondido «una vez». Prorrumpió a llorar y se inclinó para abrazarme, llorando: había intuido el perdón.
Es análogo al acontecimiento de aquel hombre que se levanta y empieza a decir: «Yo soy el cami­no, la verdad y la vida». Y: «Per­donad siempre». El individuo que sigue a la compañía, viendo y escuchando a ese hombre, com­prende que es distinto de todos los demás, comprende que se encuentra ante una pre­sencia excepcional. Ese hombre mismo explica el carácter de su excepcionalidad: « Yo y el Padre somos uno, yo soy Dios, yo soy el camino, la ver­dad y la vida: todo lo que buscáis soy yo».
En el primer caso (sentido religioso) y en el segundo (presencia excepcional) se da la misma exaltación del yo. En el primero, el yo reconoce que está hecho para algo. En el segundo, es tan realista y sincero que reconoce una presencia que corresponde a aquello para lo que está hecho. El hombre que se puso en pie corresponde a la sed de felicidad y de verdad para las que está hecho. Por esta razón ama, con su pobreza y su desgracia, con su temperamento desgraciado, con todos sus erro­res, esa presencia imprevista, ama la verdad y la vida, ama el destino, ama esa realidad indefinible e incomprensible que se llama perdón, misericordia. En el primer caso todavía tantea, cojea, busca a tientas en la oscuridad. En el segundo caso, camina derecho, de modo luminoso, gracioso, sorprenden­te, como dice San Juan en el primer capítulo de su evangelio. Juan y Andrés fueron a casa de Jesús; están allí mirándole hablar. Después vuelven a su casa, y son distintos. La mujer de Andrés se da cuenta y le pregunta: «¿Qué te pasa?». Sin decir nada, la abraza, de un modo como antes nunca la había abrazado.
El cristianismo cambia la vida humana así: los términos de la vida siguen tal cual, pero con un asombro irreductible, el asombro de Jesús.

En la Escuela de Comunidad se dice: «Por definición el mensaje divino que la Iglesia nos propone debe pasar a través de lo humano, es decir, a través de un límite, de algo finito». Querría preguntar: ¿cómo se puede evitar el dejarse determinar por el límite de uno y el de los demás en las circunstancias concretas de cada día?
Casi diría que, paradójica­mente, no es necesario amar al otro: hay que amarse a uno mismo. En el mandato evangélico «Ama al prójimo como a ti mismo», el paradigma no es amar al otro, sino amarse a uno mismo. Amarse a sí mis­mo quiere decir que hemos sido hechos para la felicidad. Esta conciencia es como un palo que sostiene todo, como una columna. Este es el punto de partida. Cuando prediqué por primera vez, en Bresso subí temblando al púlpito, la iglesia estaba llena y empecé a hablar del Sagrado Corazón de Jesús. Empecé a ver cómo la gente se dividía por manchas, como si fueran colores. Había un grupo que, según avanzaba mi discurso, ensancha­ba y dilataba la expresión de la cara, es decir, esta­ban cada vez más atentos; en cambio, otro grupo se retraía con aire desinteresado, pero sin darse cuenta. Yo estaba impresionado por este fenóme­no y durante los primeros minutos me distraje de las palabras que tenía que decir, sorprendido por ello. Después, gracias a Dios, me vino una hipóte­sis para explicarme lo que estaba pasando. Los que se retraían lo hacían porque mi tono de voz, los armónicos de mi voz, la capacidad de mi gar­ganta y el temperamento que expresaba por medio del tono de mis palabras, del modo de acentuar las palabras, del italiano que usaba, era duro, era feo, no les gustaba. Mientras que a los otros lo que yo decía, a medida que avanzaba, les ensanchaba el corazón. La afirmación: «El Misterio es el hori­zonte último del camino de la vida» la puedo hacer de un modo o de otro, pero, si es verdadera, es verdadera del primer modo y del segundo, es igualmente verdad tanto si yo hablo con énfasis oratorio como si hablo con temor, con una pobre voz. Así mismo el texto de la Escuela de Comuni­dad dice que la gente que tienes alrededor puede tener todos los defectos posibles e imaginables (los que más molestan son los defectos físicos y el temperamento), y sin embargo estar afirmando algo justo de un modo idéntico a como lo hacen los amigos que te gustan. La relación es por enci­ma de todo con lo justo, antes incluso que con los amigos. Este es otro elemento para indicar el equívoco posi­ble de la compañía: se está juntos por lo que es justo, no por cierto agrado o por cálcu­lo. Las características del vehículo dejan intacto el valor de lo que se vehicula.

¿Cómo puedo realizar los gestos que me propone la compañía (p.ej. la Escue­la de Comunidad, la Misa, el Ángelus) sin perder tiem­po?
Pon el Ángelus, la memo­ria del primer momento en el que todo sucedió, en el que todo comenzó. Una mañana te encuentras con que ya estás en la última parte del Ángelus sin haberte dado casi cuenta de que habías empeza­do, porque estás distraído. Todavía peor, lo has dicho de mala gana. Pero lo que has dicho es algo justo, que una vez o alguna vez has reconocido como tal. Pero si es justo, no es un error decirlo: nunca se pierde tiempo en decir o hacer algo justo. Es razonable seguir diciendo el Ángelus, aun cuando te hayas habitua­do. Te has habituado porque la primera vez que empezaste a decirlo comprendiste que era justo; por eso has seguido rezándolo. Puede que llegues a repetirlo distraído, pero no es pecado; es un uso justo del tiempo, en la medida de lo que puedes hacer siendo un pobre hombre. Si una cosa te repugna, pero la haces igualmente porque sabes que es justa, eso no es perder el tiempo sino adqui­rir virtud.
Quiero concluir esta conversación recordando lo que siempre he dicho en mis años de enseñanza, primero en el Berchet y luego en la Universidad Católica. La finalidad con la que hablo no es ense­ñar lo que pienso, sino provocar para que se entien­da el método con el que se llega a la respuesta, el método con el que se llega a conocerla.
El hombre es el que camina y el método -según su etimología griega- es un camino.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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