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PALABRA ENTRE NOSOTROS

¿Qué valor tiene hoy nuestra existencia de cristianos?

Apuntes de la asamblea de final de curso de los adultos, Milán 22 de mayo de 1993

Deberíamos estar arrodi­llados. Nuestro corazón debe estar realmente arrodillado cuando habla con Dios y nosotros, así, en este ambiente, todos juntos, estamos aquí para hablar con Dios, con una conciencia clara de ser pobres, pobres que tienen necesi­dad, gente necesitada. Quien no tiene necesidad no viene aquí.
«Revitaliza el alma en nues­tros cuerpos débiles": haz poten­te el deseo de la verdad, del sen­tido de vivir y, por tanto, de la utilidad de vivir. Haznos útiles en la vida, a pesar de nuestra ins­tintividad que nos haría rodar continuamente como cantos por una pendiente. En vez de cantos que ruedan por una pendiente, debemos ser piedras que constru­yen la morada de Dios entre los hombres, es decir, la casa del hombre. La verdadera casa del hombre está allí donde están el padre y la madre, allí donde su
ser ha nacido: donde todo lo suyo ha nacido. Están el padre y la madre de donde todo lo suyo ha nacido y cuyos ojos y manos, y cuyo corazón le ayudan a introducirse en el camino que será, en un momento determina­do, sólo suyo, y, por ello, res­ponsable. Yo y Dios: sólo de esta bipolaridad puede saltar la chispa portadora de calor y de luz para la humanidad. Invoque­mos al Espíritu, pesando con el corazón las palabras.
Desciende Santo Espíritu. Veni Sancte Spiritus. Veni per Mariam.

Siempre es impresionante, como nos recordaba Alessandro Manzoni en una poesía suya a la Virgen, pensar lo que aquella muchacha de 15 años ha podido decir, y esto es histórico, porque estaba ya escrito hace dos mil años: «Me llamarán bienaventu­rada todas las generaciones» (cfr. Le 1, 48).
¡Pensad con qué mirada debía levantarse por la mañana, y mirar su pequeña casa, mirar a aquel niño que tenía allí delante, la vecindad y las colinas de Nazaret, el cielo y todo lo que no veía! Para la gente, lo que no se ve es como si no existiera. Y lo que existe, ¿de dónde viene? Pensemos en la conciencia que tenía la Virgen y pidámosle que dilate la nuestra. «Veni Sancte Spiritus. Veni per Mariam», a través de la carne y los huesos de esta mujer.

Giancarlo Cesana: En la confusión y en la actualidad del momento presente que afecta no sólo a Italia (pensamos en cuán­tas guerras hay en el mundo), de un momento que es peligroso para el hombre, para el hombre entendido como particular y como colectividad, hágamonos una pregunta, que es la pregunta fundamental a la que todos noso­tros debemos responder: «¿Qué valor tiene nuestra existencia de cristianos, de nosotros que esta­mos siempre llamados a dar razón de lo que vivimos, que nos juntamos para juzgar, con difi­cultad, todo lo que sucede?». A menudo ni siquiera yendo a la Iglesia encontramos las respues­tas. Como decía el filósofo paga­no Saturnino: «Nos encontramos como frente a ritos que existen siempre y que jamás acontecen». Es decir, frente a ritos que no mueven al cambio de la vida. Pero nuestra fe no puede radicar sólo en un devoto recuerdo, en algo que aconteció entonces y que ahora ya no existe: debe radicarse en algo que cambia el presente, que es capaz de cam­biar el presente, que es capaz de transformar nuestra vida. Noso­tros estamos hoy aquí para reen­contrar este algo, o -mejor- a este Alguien. Debemos escuchar dentro de nosotros y entre noso­tros el reclamo que hace el após­tol Santiago: «Tenedlo presente, hermanos míos queridos: Que cada uno sea diligente para escu­char y tardo para hablar, tardo para la ira. Porque la ira del hombre no obra la justicia de Dios. Por eso, desechad toda inmundicia y abundancia de mal y recibid con docilidad la Pala­bra sembrada en vosotros, que es capaz de salvar vuestras vidas. Poned por obra la palabra y no os contenéis sólo con oírla, enga­ñándoos a vosotros mismos. Por­que si alguno se contenta con oír la palabra sin ponerla por obra, ése se parece al que contempla su imagen en un espejo: se con­templa pero, en yéndose, se olvi­da de cómo es. En cambio el que considera atentamente la Ley perfecta de la libertad y se man­tiene firme, no como oyente olvidadizo, sino como cumplidor de ella, ése, practicándola, será feliz» (St 1, 16-25). A esto somos invitados. Pero hay un enemigo del pueblo, es decir, de nosotros, desde el comienzo hasta el fin del mundo,
desde Adán hasta el Anticristo: Satanás, o bien, la mentira y la discordia. Escuchemos todavía qué nos dice Santiago: «Pues donde existen envidias y espíritu de contienda, allí hay desconcier­to y toda clase de maldad. ¿De dónde proceden las guerras y las contiendas entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones que luchan en vuestros miembros? ¿Codiciáis y no poseéis? Matáis. ¿Envidiáis y no podéis conse­guir? Combatís y hacéis la gue­rra. No tenéis porque no pedís. Pedís y no recibís porque pedís mal, con la intención de malgas­tarlo en vuestras pasiones. ¡Adúl­teros!, ¿no sabéis que la amistad con el mundo es enemistad con Dios?» (St 3, 14-16; 4, 1-4).
La discordia, la discordia en las familias, en la comunidad y en la sociedad. Esta discordia que tiene su culmen cultural en la división mecánica entre honestos y deshonestos, como vemos hoy.

Giorgio Vittadini: Ceder al enemigo del pueblo, que es la mentira erigida en sistema de defensa y de ataque, ceder a la discordia erigida en sistema de cautela en las relaciones: todo esto tiende a producir en cada uno de nosotros una indiferencia respecto a la realidad, a la reali­dad como tal y, por ello, una indiferencia respecto a la vida.
Esta indiferencia se convierte en ausencia de responsabilidad hacia la vida personal y colecti­va, tal y como está en juego aho­ra, por ejemplo: se convierte en amoralidad. Esta indiferencia se convierte en un rendirse a quien grita más, se convierte en un ren­dirse a quien tiene más poder. Pero tal indiferencia respecto a la realidad tiene como origen, en nosotros, la indiferencia respecto a nuestra experiencia, porque es a través de nuestra experiencia como Dios urge al ánimo y nos llama. La indiferencia respecto a nuestra experiencia hace perder la vida en una confusión en la que todo se convierte en lícito, en la que todo se convierte en enemigo. Todo esto produce un aumento del sufrimiento, que se desborda en la rebelión, en el cinismo, en vez de resituarnos en una colaboración para recons­truir un camino razonable. Y así el sufrimiento cada vez nos domina más y se convierte en la suprema preocupación. Evitar el sufrimiento se convierte para nosotros en el dios.

Don Luigi Giussani: Es impresionante la palabra dicha por Vittadini, porque verdadera­mente es el corazón de todo su breve discurso: la indiferencia por la vida, el horror al sufri­miento, por el que evitar el sufri­miento se convierte en el dios- ­como ha dicho perfectamente-, de lo que brota, o cubre, última­mente, una indiferencia mortal por todo lo que existe. Tan es verdad que la primera indiferencia es por nosotros mismos: cuántas veces encontramos per­sonas indiferentes hacia sí mis­mas ... ¡cuántas veces nosotros nos encontramos indiferentes hacia nosotros mismos! Lo opuesto a la indiferencia por uno mismo es la pasión por la verdad. Una pasión por la verdad supone que la realidad tenga un signifi­cado, y este significado escapa a cada momento, ningún momento lo puede aprisionar: es algo dis­tinto. La indiferencia por la reali­dad es vencida sólo por una pasión por algo distinto, y, por ello, por el reconocimiento de algo distinto, y por la espera de algo distinto. Otro, como cuando uno -porque es idéntico el fenó­meno a cualquier nivel-, dice «Tú» conscientemente. «Tú» es otra cosa. Nosotros decimos «Tú» fácilmente porque reduci­mos al Otro, tendemos a reducir al Otro a los términos de nuestra imaginación, o de nuestro gusto, de nuestra utilidad. En cambio «Tú» es verdaderamente una palabra que no tiene fondo: es otra cosa. La indiferencia por la realidad -por esto- es lo que el espíritu auténticamente religioso combate encarnizadamente. Y por ello, el espíritu auténticamen­te religioso no tiene como su miedo supremo el miedo ante el sufrimiento, sino que el sufri­miento se sitúa fácilmente en esta misteriosa realidad, misteriosa en su origen. Porque tú puedes ima­ginar al hombre ahí fijo y anali­zar punto por punto la realidad en toda su hechura, pero lo que la realidad es siempre se escapa, más allá de lo que el hombre alcanza. En esta misteriosa reali­dad el sufrimiento es una cosa extraña, como extraña a nuestra naturaleza sí, como extraña - y, sin embargo, está, está dentro, extraña y dentro, y sólo la ima­gen del Dios que se hace hombre y es crucificado puede tener pro­porción con el desconcierto que se produce en nosotros. Pero en el hombre auténticamente religioso no existe el terror ante el sufri­miento, y hasta la muerte llega a ser misteriosamente familiar. Indiferencia por la realidad: podemos decir que nuestra com­pañía quizás tiene como primer objeto no dejarnos indiferentes ante la realidad. Fuera de nuestra compañía todo concluye en suge­rir una última indiferencia más o menos cínica ante la realidad.
Pero ahora don Ambrogio nos introduce en un nivel de refle­xión que nos confortará.

Don Ambrogio Pisoni: Dios, en efecto, ha creado en la histo­ria un pueblo cuyas vicisitudes son profecía de toda esta situa­ción del mundo que, desgracia­damente, sin esta intervención, sería normal. El pueblo de Israel vuelve del exilio para recons­truirse, en contra de todo lo pre­visible. El sacerdote Esdras y el gobernador Nehemías reúnen al pueblo, que finalmente ha reconstruido los muros de Jeru­salén, para proclamar la ley de Moisés, es decir, la regla de la vida. Aquel libro había sido reencontrado casi por casualidad en los subterráneos del templo. Escuchemos ahora, con conmo­ción, la página del libro de Nehemías que hace inmortal este acontecimiento.

Don Luigi Giussani: Com­prendamos: ante los ojos del hombre todo se convierte en rui­nas: cualquier poder se convierte en ruinas. Por eso ha usado la palabra «más allá de todo lo pre­visible». Este pueblo deshecho, destruido, en el exilio, ha sido hecho retornar, porque no ha proyectado por sí mismo el retorno. Ninguno entre ellos podía urgir hasta este punto su esperanza, al menos como ima­ginación. Retornan, están allí, retornan a Jerusalén destruida piedra por piedra, la reconstru­yen, se reconstruyen como pue­blo. Por esto es realmente quizás el punto históricamente más interesante de toda la historia universal antes de Cristo.

Don Ambrogio Pisoni: «Todo el pueblo se congregó como un solo hombre en la plaza que está delante de la puerta del Agua. Dijeron al escriba Esdras que trajera el libro de la Ley de Moisés que el Señor había pres­crito a Israel. Trajo el sacerdote Esdras la Ley ante la asamblea, integrada por hombres, mujeres y todos los que tenían uso de razón. Era el día uno del mes séptimo. Leyó una parte en la plaza que está delante de la puer­ta del Agua, desde el alba hasta el mediodía, en presencia de los hombres, las mujeres y todos los que tenían uso de razón; y los oídos del pueblo estaban atentos al libro de la Ley. El escriba Esdras estaba de pie sobre un estrado de madera levantado para esta ocasión; junto a él esta­ban los jefes del pueblo. Esdras abrió el libro a los ojos de todo el pueblo -pues estaba más alto que todo el pueblo- y al abrirlo, el pueblo entero se puso en pie. Esdras bendijo al Señor, el Dios grande; y todo el pueblo, alzando las manos, respondió: "Amén, amén"; e inclinándose se postra­ron ante el Señor, rostro en tie­rra. Los jefes del pueblo, que eran levitas, explicaban la Ley al pueblo que seguía en pie. Leían en el libro de la Ley de Dios, aclarando e interpretando el sen­tido, para que comprendieran la lectura. Nehemías, que era el gobernador, Esdras, el sacerdote escriba, y los levitas que explica­ban al pueblo, dijeron a todo el pueblo: "Este día está consagra­do al Señor vuestro Dios; no estéis tristes ni lloréis", pues todo el pueblo lloraba al oír las palabras de la Ley. Díjoles tam­bién: "Id y comed manjares gra­sos, bebed bebidas dulces y man­dad su ración a quien no tiene nada preparado. Porque este día está consagrado a nuestro Señor. No estéis tristes: la alegría del Señor es vuestra fortaleza". También los levitas tranquiliza­ban al pueblo diciéndole: "Callad: este día es santo. No estéis tristes". Y el pueblo entero se fue a comer y a beber, a repar­tir raciones y hacer gran festejo, porque habían comprendido las palabras que les habían enseña­do» (Ne 8, 1-12).

Don Luigi Negri: La presen­cia profética de este pueblo tiene su cumplimiento definitivo en Cristo, que continúa indefecti­blemente en el misterio de la Iglesia. Este año ha sido una gran ocasión para nosotros estu­diar en el cuarto y en el quinto capítulo de la Escuela de comu­nidad (tercer volumen), la natu­raleza de la realidad eclesial, su estructura, sus factores constitu­tivos, sus dinámicas. Es un pue­blo definitivo llevado por Cristo al conocimiento definitivo de Dios, que nace como unidad en el Bautismo («Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3, 26-27) Un pueblo que se rege­nera continuamente, no por la grasa de los sacrificios o por la dulzura de los vinos, sino practi­cando los sacramentos del Señor; un pueblo que no obedece ya a la regla abstracta del libro escrito, sino que obedece a un magisterio viviente, fuente de claridad de juicio y de energía para la acción. Esta es la Iglesia.
Pero, ¿cómo se hace más vivo el contenido de la vida cristiana y la realidad de la Iglesia? ¿ Cómo la realidad de la Iglesia se hace más viva, es decir, movi­miento de la inteligencia y del corazón, experiencia histórica concreta, personal, responsable?
Normalmente en la vida de la Iglesia, esto acontece a través del don que el Espíritu del Señor concede como gracia particular a personas en las que la vida de la fe llega a ser más persuasiva, con mayor afecto, más movilizadora: se llama carisma. El Espíritu del Señor elige temperamentos que tienen características más vivas de compromiso, de conmoción y de comunicación a los demás de la propia experiencia. El caris­ma, por tanto, hace viva la Igle­sia y está en función de la totali­dad de la vida eclesial. Por su naturaleza todo carisma, en vir­tud de su identidad específica, está abierto al reconocimiento de todos los otros carismas. Un carisma vivo y seguido fielmente está en función de la persona. Y esto introduce una palabra des­conocida para el mundo: la pala­bra «obediencia», que es seguir a otro que ha recibido una gracia mayor que la mía. La obediencia hace que la afirmación de Otro se convierta en regla de la vida. La afirmación de Otro es el naci­miento de la amistad. Por esto la obediencia es la virtud de la amistad: lo recordaba en un frag­mento suyo el gran teólogo Bon­hoeffer para aclarar en qué senti­do el cristianismo no es una doc­trina. Escribía: «Una idea de Cristo, una doctrina, un conoci­miento religioso general de la gracia o del perdón de los peca­dos no requiere obediencia, más aún, en realidad la excluye, es su enemiga. Con una idea se tiene una relación de conocimiento, de entusiasmo, quizás también de realización, pero jamás de un compromiso personal de obe­diencia».
Un carisma vivo y seguido fielmente, por tanto, está en fun­ción de la persona, a través de la gran ley de la obediencia. Está en función de la compañía, vive para el bien de la Iglesia y para el movimiento de presencia de la Iglesia para el mundo y para los hombres, es decir, en función de la misión. Querría concluir rele­yendo aquí una frase muy signifi­cativa contenida en la presenta­ción que el cardenal Ratzinger hace del último libro de don Giussani Un avvenimento di vita, cioè una storia. El cardenal escri­be: «Con gusto invito al mayor número de personas a la lectura de este libro. En él se aprende no sólo quién es don Giussani o qué es Cl, sino que más bien se puede volver a aprender el núcleo mis­mo de la fe» (p. 11).

Don Luigi Giussani: Por tan­to, el mundo no es una gran rui­na. No una gran nube de polvo en la que las cosas se coagulan por casualidad, brevemente, y des­pués se disuelven y cada parte va a su destino. El mundo no es una gran ruina y nuestra vida no es una gran nube de polvo, ¡no! sino que todo, todo se refiere a un Destino, a un Significado últi­mo. Y la fuerza que atrae a cada cosa a este Destino y a este Sig­nificado último se llama regla.
La palabra regla, traducido en términos vivientes, completa­mente humanos, se llama compa­ñía, porque la compañía es una regla para el Destino, una regla viviente para el Destino, para el Significado. Entonces nos levan­tamos cada mañana y sabemos que ninguno de nuestros pasos, ninguna de nuestras fatigas, nin­guna de nuestras iniciativas será inútil. Lo reconocemos, lo acep­tamos: te aceptamos, oh Misterio que hace el día y la noche y que me has constituido desde el seno de mi madre (como dice el Sal­mo 138), me has plasmado en su interior, y me conocías antes de que yo naciese, de que fuese con­cebido. Una regla viviente, es decir, una compañía. El nombre histórico que tal compañía ha adoptado en su plenitud irreducti­ble -ningún enemigo podrá parar su camino- es el de: Iglesia.
Pero, igual que la humanidad vive dentro de cada casa que el amor anima, embellece, que el hálito de este amor templa cada día, así la Iglesia es hecha casa viviente, viva, calurosa, llena de luz y de palabra, de afectividad, de explicaciones, de respuesta, por aquéllos que se llaman movi­mientos. Vale decir, unidad de compañía creada por los caris­mas, por estos dones hechos por el Espíritu a quien Él elige, no por el valor de las personas, sino porque Él elige para que el Designio se cumpla, el Gran Designio que lleva un nombre histórico, más profundo que la palabra Iglesia, que es como su cuerpo misterioso, el aspecto visible, sensible, misterioso: se llama Jesucristo. Esta realidad une, entonces, todos los aspectos de mi vida y me hace decir «yo» con consistencia, me hace decir también «nosotros»: porque yo abrazo a don Ambrogio y soy amigo de don Negri, no porque les conozco, sino porque estamos hechos juntos. Hechos y destina­dos para el mismo Significado último, y llevamos en nosotros y llevamos juntos a cualquiera, a todos y querríamos llevar a todo el mundo, hasta los confines de la tierra, el nombre bendito que explica cada cosa, por el que los cabellos de nuestras cabezas están contados y por el que no cae una hoja sin que El quiera. Ayer por la noche, en las Com­pletas, he releído ese fragmento del profeta Jeremías que me con­mueve todas las semanas, porque las Completas cambian todos los días pero se repiten cada semana. Y un punto fundamental de Completas es la lectura breve, el breve fragmento de la Biblia: «Tú estás en medio de nosotros, Señor [en medio de nosotros tres, Señor, estás tú], y nosotros somos llamados con tu nombre [cristianos]. No nos abandones» (Jr 14, 9). ¿Cómo «no nos aban­dones»? «Yo os digo: pedid y se os dará; buscad y hallaréis; lla­mad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿ Qué padre hay entre vosotros que, si su hijo le pide pan, le dará una piedra; o si le pide un pez, en lugar de un pez le da una culebra; o si pide un huevo, le da un escorpión? Si pues vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu a los que se lo pidan!» (Lc ll,9-13).
«No nos abandones»: no nos abandona Aquel que nos ha crea­do. «Aunque vuestra madre os abandonase, yo no os abandona­ré». ¡Somos nosotros los que no debemos abandonarle! ¿Cómo? ¿Siendo fidelísimos a su ley? ¿Siendo coherentes con sus nor­mas? ¿Observando sus manda­mientos? Sí: pero esto nos hace temblar, porque ¿quién es capaz de ello? ¿Todos los mandamien­tos, y siempre? Señor, ¿quién es capaz? ¡Hazme capaz!
¡No abandonarlo significa pedirlo, pedirlo! Así vuelve con claridad ante nuestros ojos la verdadera figura de nuestra vida de hombres: ser mendigos, men­digos de la verdad, mendigos del amor, mendigos de la felicidad. Y por esto tenemos piedad de nosotros mismos y amor a quien está a nuestro lado, y un amor idéntico a quien está lejos y no conocemos, pero que al final conoceremos. Pensando estas cosas podemos sentir que somos pocos, porque a nuestro alrede­dor ¿quién las piensa?
Pero he aquí qué es lo que dice el pensamiento de uno de los primeros misioneros en Chi­na: «No digáis que somos pocos y que el compromiso es demasia­do grande para nosotros. Decid quizás que dos o tres nubes son pocas en un cielo inmenso de verano: pero de improviso se extiende por todas partes, se ven los relámpagos y llueve. No digáis que somos pocos: decid que somos».
«Somos»: se nos ha dado la gracia de ser, de escuchar, de comprender, de conocer, incluso -lo decimos un poco temblando, Señor-, de amarte. Por esto deci­mos seriamente que amamos a los hombres hermanos, que te amo, y también al hombre que no conozco. ¡No nos abandones, Señor! Digamos la Santa Misa, sobre todo por el pobre don Ric­ci que nos ha ayudado a ser muchos en todas las partes del mundo, porque es su aniversario, pero también para que él se com­prometa con el Señor, que lo ve, a darnos un corazón estable y capaz de invocar, de llamar, den­tro del mundo, al Misterio que lo hace: de invocar a Cristo.

Homilía de la Misa
No hay mayor consuelo ni reto más tremendo que la última palabra que hemos escuchado: «Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Entonces se comprende lo que ha dicho san Pablo cuando hablaba de la gran esperanza a la que nos ha llamado, de la comprensión de la gloria encerrada en la here­dad que Dios nos da, y cuál es la extaordinaria grandeza de su poder: todo, en efecto, lo ha sometido Dios a los pies de Cris­to. Le ha constituido sobre todas las cosas como cabeza de la Igle­sia, la cual es como su cuerpo, su plenitud, que se realiza entera­mente en todas las cosas. Todo es suyo, todo consiste en Él. Os aseguro, hermanos míos, que el penetrar estas palabras da el aspecto de gozo mayor a la vida de un hombre, y nosotros esta­mos llamados a vivir este gozo: da una experiencia de felicidad, porque todo se percibe como dirigido y poseído por el orden por el que ha sido hecho. Todo es suyo: Él está con nosotros todos los días precisamente por­que está en la raíz de cada cosa, y cada cosa brota de esta raíz, florece de esta raíz, hecha de Él. He dicho que adentrarse en la comprensión de esto representa una experiencia de gozo y de ale­gría mayor que la que el hombre tiene al mirar a la mujer que ama o a la que tiene una madre al mirar a los hijos que tiene delan­te. Mayor: porque mujer, hijos, hombre, amigos, hombres, desti­no de las cosas, sucesos del mundo, son como nada, como un soplo que el viento extiende por la faz de la tierra sin esta refe­rencia sustancial a Él. Él, Cristo, este hombre nacido de la Virgen, es todo, pero no como una forma de decir sino que en el consiste todo. Es inútil que yo ahora intente -repitiéndome continua­mente- subrayar una cosa que no sólo creo, sino que la larga vida me ha conducido, por gracia del Espíritu, también a comenzar a ver. A ver, es decir: hacer objeto de experiencia de los ojos, del corazón, de las manos. «Lo que mis manos han tocado, lo que mis ojos han visto, lo que mis oídos han escuchado del Verbo de la vida, del Significado de la vida... »: así comienza la primera carta de san Juan a los primeros cristianos. Él está presente entre nosotros de un modo experimen­table por nosotros. Pero no quiero, insistiendo, repetir palabras, sintiendo que vuestros corazones se extravían ante una propuesta que no pare­ce asumir todavía una fisonomía precisa. Quiero simplemente deciros una cosa: Él -dice la pri­mera lectura- se mostró a ellos vivo.
Mientras estaba en la mesa con ellos, desveló su Designio. Dijo cuál era el Designio del mundo: que Él era el Designio del mundo, mientras estaba en la mesa con ellos. Que Él esté con nosotros todos los días hasta el fin del mundo quiere decir que está en la raíz, está dentro, está contenido, apremia, nos llama, nos urge, nos señala lo que debe­mos hacer, nos llama a un amor desde el interior de todas las cosas que hacemos. Levantarse por la mañana y pensar esto es una cosa grandiosa. ¡Imaginaos a la Virgen cuan­do por la mañana se despertaba y tenía allí a aquel niño en el que estaba el misterio de Dios! Todas las mañanas nosotros nos despertamos aferrando los vesti­dos, desayunando, colocando la silla y después damos los pasos necesarios para llegar hasta el coche, o al tranvía: en cada ins­tante de nuestra vida, en cada expresión de nuestro ser, en la raíz está Él, el Misterio de Cristo que urge, a través de lo que hacemos, a un conocimiento del cual lo que hacemos es signo.
Descubrir de qué modo cada cosa es signo de Él, descubrir cómo cada cosa lo revela, nos acerca a Él, nos hace entrever su rostro, es parte de la plenitud de su ser: éste es el Misterio cristia­no en sus términos naturales, en sus términos temporales. Este es el misterio cristiano que todos estamos llamados a descubrir y a vigilar y a recibir, cada vez más asombrados. Cristo ascendido al cielo quiere decir Cristo que se ha vuelto a situar finalmente en la raíz de todas las cosas, porque todas las cosas son suyas, Él está en la raíz de todas las cosas, Él las posee desde el fondo, desde el fondo me posee a mí en este momento en el que hablo como puedo y desde el fondo te posee a ti en este momento en el que me miras y escuchas como puedes.
No es una exageración. Sería pura palabra toda consideración sobre Dios, sería puro pensa­miento -como ha dicho Bonhoef­fer en el fragmento citado- sería pura palabra o puro pensamiento toda cosa que dijésemos o imagi­násemos sobre Dios, que no par­tiese de su identificación profun­da, radical, infinita con el paso de la nada al ser de todo lo que hace­mos o de todo lo que somos.
Estamos inmersos en Él. Mucho más que un niño en el seno de su madre, que apenas concebido es una gota de sangre inmersa en el cuerpo de su madre. Estamos inmersos en Dios. No hay alternativa: o la nada o este estar poseídos que después se convierte, por imitación, por participación, en pose­er a Dios. Estar poseídos por Ti, oh Cristo, y poseerte, oh Cristo.
Que el final del trabajo de este año nos haga abrir una pers­pectiva nueva, una perspectiva que está contenida en cada frag­mento de nuestra Escuela de comunidad. Porque cada página de la Escuela de comunidad dice esto, dice sólo esto, en última instancia dice esto.
¿Qué hay, qué existe, sino Dios y todo lo que hay en Dios y consiste de Dios?
Todo es sagrado. Por esto también mi mal se convierte en instrumento de un bien. Todo coopera para el bien, para aque­llos que lo reconocen. Nos levantamos cada mañana por el bien, por este bien. Nos levanta­mos cada mañana porque te reconocemos, oh Cristo, en todo lo que hacemos, presente en todo lo que hacemos. Es verdad que el modo de ver­te y de tocarte es distinto al modo de vemos y tocarnos entre noso­tros: es algo más profundo, hay algo mucho más profundo. De esto más profundo nazco yo y de él soy hecho en este momento.
Pero es esto que me hace reconocer, con bendición y grati­tud, a mi padre y a mi madre y a mis amigos y a todos los que a través de mi palabra aceptarán mirar un poco más atentamente a lo que ellos son y a lo que todo el mundo es: gloria de Cristo, testimonio de Cristo. Todo grita su nombre. Como la famosa fra­se de Jacopone da Todi: «Amor, amor, todo lo proclama». En el lugar de la palabra amor es nece­sario poner la palabra Cristo: Cristo, Cristo, todo lo grita. Y todas las cosas juntas gritan. Esto funda la unidad de mi yo, la unidad entre esta mañana y ahora, la unidad entre nosotros cercanos, la unidad entre los que están lejos, la unidad entre el inicio y el final del mundo. La unidad: fuera de ella sólo que­dan ruinas.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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