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PALABRA ENTRE NOSOTROS

El mayor sacrificio es dar la propia vida por la obra de otro

Luigi Giussani

1. EN UNO DE LOS HIMNOS de laudes cantamos: «Que un nuevo huésped se añada a nuestro encuentro concorde». Concorde: el verdadero sujeto protagonista de historia es solamente una unidad de pueblo. La palabra concordia tiene un valor ético, moral; es necesario tener presentes estos dos aspectos en la reno­vación cotidiana de nuestro compromi­so, de nuestra memoria, y profun­dizar en ellos. Recordemos que la palabra memoria indica un presente, la conciencia de algo presente que comenzó en un pasado. La memoria es una penetración de la historia; y el Benedictus indica la trayectoria de esta historia. «Un nuevo huésped se añada»; el valor metafísico y onto­lógico de nuestra concordia consiste en la profundidad que asume nuestra unidad por la presencia grande de Cristo, que es lo único que sabemos. Nosotros recibimos tal gracia que, en nuestra ingenuidad, logra­mos superar todas las contradicciones de nuestra distracción y nuestros pecados, y percibir día tras día la presencia grande de Cristo. Recibimos tal gracia que quienes quiera y como quiera que seamos, pode­mos repetir sincera e ingenuamente que no conocemos otra cosa que a Cristo. Pues, en efecto, nuestra concordia no conoce otra cosa que a Cristo. De este valor ontológico de la compañía brota con fuerza su valor moral: es un fru­to de libertad. Nuestra concordia es fruto de la libertad: fruto de Su presencia como raíz, pero también fruto de nuestra libertad para reconocerla y prestar consentimiento.
De esta observación nace la fórmula moral que resume más intensamente y que mejor sugiere la praxis de nuestra vida: «El mayor sacrificio es dar la vida por la obra de Otro». Esta frase es análoga a la que dijo Cristo: «Nadie ama tanto a sus amigos como el que da la vida por ellos» (cfr. Jn 15,13). Pero, más profundamente aún -como afirma todo el Evangelio de San Juan-, esta frase recuerda la misma experien­cia de Cristo, que da su vida por la obra del Padre.
Dar la vida por la obra de Otro es algo que, dicho de manera no abstracta, quiere decir para noso­tros que todo lo que hacemos, toda nuestra vida, es para el movi­miento. Decir que lo que hacemos es para el incremento del caris­ma, en el que nos ha sido dado participar, es decir algo que tiene una cronología, una fisonomía que puede describirse e incluso fotografiarse; que indica nombres y apelli­dos y, en el origen, un nombre y un apelli­do. Si dar la vida por la obra de Otro no indica un nombre y un apellido, se disipa su historicidad, se deprime su concreción y ya no se da la vida por la obra de Otro, sino que se da por la interpretación de uno mismo, por sus gustos, sus cálculos o su propio punto de vista.
Dar la vida por la obra de Otro; este «otro», históricamente, fenoménicamente, en cuanto apariencia, es una determinada persona; por lo que se refiere al movimien­to, por ejemplo, soy yo. Y al decir esto es como si desapareciera todo lo que es mi yo (porque el «Otro» es Cristo en su Iglesia); queda como un punto histórico de referen­cia y todo el flujo de palabras, todo el torrente de obras que ha nacido a partir del primer momento en el liceo Berchet. Perder de vista este aspecto es perder el funda­mento temporal de la concordia, de la utili­dad de nuestro obrar; es como abrir grietas en los cimientos.

2. Nada más ser pronunciada, la pala­bra «yo» se esfuma, se pierde en la leja­nía; porque el factor histórico que puede describirse, fotogra­fiarse, indicarse por su nombre y apellido está destinado a desaparecer del escenario en el que comienza una historia. Cada cual tiene la respon­sabilidad del carisma; cada cual es causa del declive o del incremento de la efi­cacia del carisma; cada quien puede ser un terreno en el que se dilapida el carisma o bien un terreno en el que éste da fruto. Por eso, éste es un momento en el que la toma de conciencia de la responsabilidad de cada uno como urgencia, lealtad y fide­lidad, es gravísima. Es el momento de que cada uno asuma su responsabilidad con el carisma.
Oscurecer o disminuir estas observaciones quiere decir oscurecer y disminuir la inten­sidad de la incidencia que tiene la historia de nuestro carisma en la Iglesia de Dios y en la sociedad de hoy; una incidencia que es muy grande y que está destinada a serlo mucho más todavía.
La esencia de nuestro carisma puede resumirse en dos cosas:
- ante todo, el anuncio de que Dios se ha hecho hombre (el estupor y el entusiasmo por esto);
- que este hombre está presente en un «signo» de concordia, de comunión, de unidad de una comunidad, de unidad de un pueblo. Podríamos añadir una tercera cosa funda­mental para describir definitivamente nues­tro carisma: que sólo en Dios hecho hom­bre y, por consiguiente, sólo a través de la forma -de algún modo- de Su presencia, puede el hombre ser hombre y la humanidad humana; de ahí nacen la moralidad y la misión.

3. Existe una identificación personal, una ver­sión personal que da cada cual del carisma al que ha sido llamado y al que pertenece. Inevitablemente, cuanto más res­ponsable se va haciendo uno de él, más pasa este carisma a través de su tempera­mento, a través de esa vocación irreductible a cualquier otra en la que consiste su misma persona. La persona de cada cual tiene una concreción propia, la concreción de su mentalidad, de su temperamento, de las circunstancias en las que vive y, sobre todo, del movimiento de su libertad.
Por ello, cada uno puede hacer lo que quiera del carisma y de su historia: reducir­lo, parcializarlo, acentuar ciertos aspectos de él menoscabando otros ( convirtiéndolo así en monstruoso), plegarlo al propio gus­to vital o al propio cálculo, abandonarlo por negligencia, testarudez o superficiali­dad, dejar que revista acentos en los que nuestra persona se encuentre más a sus anchas, más a su gusto, y le cueste menos esfuerzo.
Al identificarse con la responsabilidad de cada cual, el carisma asume una flexión variada y aproximativa en la medida de su generosidad personal. La aproximación se mide por la generosidad, en la que se funden la capacidad, el gusto, el temperamen­to, etc ... El carisma se declina según la generosidad de cada uno. Esta es la ley de la generosidad: dar toda la propia vida por la obra de otro.
Este tercer punto llega a imponer la gran cuestión: cada uno de nosotros, en cada uno de sus actos, en cada una de sus jorna­das, cada vez que se pone a imaginar, cada vez que se propone algo o que se pone a actuar, debe preocuparse de confrontar los criterios de su obrar con la imagen del carisma tal y como brotó en los orígenes de la historia común. La confrontación con el carisma tal como nos ha sido dado, tiende a corregir la singularidad de cada versión, la traducción de cada uno, y sirve para corre­gir y suscitar continuamente. Así pues, este confrontarse con el caris­ma es la mayor preocupación que se debe tener (metodológica y prácticamente, moral y pedagógicamente) desde el punto de vista del método, la práctica, la moral y la pedagogía a seguir. De otro modo el carisma se convierte en pretexto y motivo para hacer lo que uno quiere; encubre y respalda algo que queremos nosotros. Y, así, nos transformamos en unos radicales impostores porque decimos que estamos haciendo Comunión y Liberación y, en lugar de ello, lo que hacemos es lo que nosotros queremos de Comunión y Libera­ción. La mentira, en el lenguaje de San Juan, es sinónimo de pecado; por eso es una traición.
Para limitar esta tentación, que tenemos todos y cada uno de nosotros, debemos hacer que la confrontación con el carisma, como corrección y continuo resucitar del ideal, llegue a ser un comportamiento nor­mal. Tenemos que convertir esa confronta­ción en costumbre, habitus, virtud. Esta es nuestra virtud: la confrontación con el carisma en su originalidad.

4. Llegados a este punto volvemos a lo efímero, porque Dios se sirve de lo efíme­ro. Retorna la importancia de lo efímero: hoy por hoy, la confrontación en última instancia con esa determinada persona con la que todo ha comenzado. Yo puedo ser disuelto, pero los textos que dejo y la con­tinuidad ininterrumpida -si Dios quiere- de las personas indicadas como punto de refe­rencia, como interpretación verdadera de lo que ha sucedido en mí, quedan como instrumento para corregir y suscitar de nuevo; se convierten en el instrumento de la moralidad. La línea de referencias indi­cadas es lo más vivo del presente, porque un texto puede también interpretarse; es difícil interpretarlo mal, pero puede ser interpretado.
Dar la vida por la obra de Otro implica siempre la existencia de un nexo entre la palabra «Otro» y algo histórico, concreto, tangible, sensible, que puede describirse y fotografiarse, con nombre y apellidos. Sin esto se impone nuestro orgullo, este sí efí­mero, pero efímero en el peor sentido del término. Hablar de carisma sin historicidad es no hablar de un carisma católico.


Traducido por José Miguel Oriol

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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