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PALABRA ENTRE NOSOTROS

Haciendo el cristianismo

Luigi Giussani

Apuntes de la Jornada de Clausura del año social Milán, 1 de Junio 1991 por Luigi Giussani

La prisión de la distracción
En la medida en que olvidamos esto, resulta cierta la frase de Kafka «Yo llevo perennemente los barrotes dentro de mí»: caemos dentro de los barrotes de una prisión; el hombre ya no es libre, no es él mismo.
Esto nos sucede -todos los días- porque no esperamos nada, a no ser la afirmación áspera de lo que nos apremia en cada momento. No se espera nada, no se pide.
Dice también Pavese: «Se olvida únicamente aquello que ya se había olvidado cuando sucedía». Nuestro delito es "no hacer caso de aquello que hace que seamos, vivamos, y hacia lo cual caminamos. Por eso se trata de una mentira: se olvida, se niega algo que está sucediendo. Nuestra distracción es una mentira.
Me escribe con sinceridad uno de vosotros: «No consigo imaginar que Alguien me ame antes que nada, antes incluso de que yo lo sepa, lo reconozca y lo acepte. Siempre tengo la pretensión de poner en ello de mi parte». Esta carta refleja la actitud de todos nosotros: tenemos siempre la pretensión de «poner de nuestra parte» para ser nosotros mismos, y, sin embargo, de este modo nos perdemos a nosotros mismos. ¡Nosotros hemos sido amados, debemos aceptarlo y damos cuenta de lo que nos ha sucedido y nos sucede instante tras instante, porque en cada instante soy querido!
Esto soy yo: alguien que es querido, amado, abrazado, sostenido, continuamente alimentado y, cuando decae, continuamente perdonado. Así se afirma nuestro verdadero sujeto, que cambia continuamente hora tras hora, de día en día, de año en año, acercándose cada vez más a él mismo, haciéndose cada vez más verdadero.
Nos encontramos al final de un año y podemos hacer un verdadero balance; nunca se hace un balance si no es para impulsarnos a andar un camino más grande.
Si este año hemos hecho el cristianismo, entonces habremos cambiado nosotros y también algo de lo que nos rodea. «Cambiar»: o el tiempo es un vacío que se queda en cenizas o es una vida que crece, un cuerpo que se desarrolla, una construcción que se realiza, el ser que se afirma. Hoy queremos detallar el valor de la palabra «cambio».
Juan Pablo II, en su discurso del 13 de Mayo pasado en Fátima, ha dicho que «la Iglesia atraviesa los siglos no como una reliquia histórica, sino como una Persona viva, que se encarna y toma cuerpo en ella [la persona del Dios hecho hombre, Cristo, se encarna y toma cuerpo en la Iglesia, en nuestra compañía], garantizándole juventud eterna [ese hilo de leticia, esa raíz de esperanza, esa posibilidad de alegría que hay en cualquier situación de nuestra vida; el hombre solo no puede ser él mismo, porque el hombre es relación con algo más grande que él]».

Nada es imposible para Dios
Dice el evangelio de san Marcos : «Jesús, mirando a su alrededor, dice a sus discípulos: "Qué difícil es que los que tienen riquezas [los que ligan el significado de su tiempo y de su existencia a algo que puedan poseer; Cristo hablaba a gente que no tenía una perra en el bolsillo] entren en el Reino de Dios". Los discípulos quedaron sorprendidos al oírle estas palabras. Mas Jesús, tomando de nuevo la palabra, les dice: "¡Hijos, qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil que un camello pase por el ojo de la aguja, que el que un rico entre en el Reino de Dios". Pero ellos se asombraban aún más y se decían unos a otros: "Y ¿quién se podrá salvar?" Jesús, mirándoles fijamente, dice: "Imposible para los hombres, pero no para Dios; porque todo es posible para Dios"» (Me 10, 23-27). Esto significa que es imposible para el hombre ser él mismo, pero no es imposible para el hombre llegar a ser él mismo en la compañía de Dios. El hombre es un ser que ha sido querido y hecho para ser amado por Dios, el Misterio que hace todas las cosas. Este amor que me tiene el Misterio me constituye; cuando digo «yo», incluso distraído, digo esta relación.
San Juan, en su primera Carta, dice: «Queridos, en esto se ha manifestado el amor que Dios nos tiene: en que Dios ha enviado al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él [podamos ser nosotros mismos por medio de él]. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos ha amado y nos ha enviado a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados [nuestro mal]» (1 Jn 4,9- 10).
Somos amados; con mayor ternura que la que vosotros tenéis al abrazar, besar y cuidar a vuestros hijos. Somos queridos; más que lo que cada uno ferozmente apegado a su amor propio pretende imponerse.
Dice Pavese en su Mestiere di vivere: «¿Por qué cuando consigues escribir de Dios, de la alegría desesperada de aquella tarde de diciembre en el Trevisio, te sientes sorprendido y feliz como quien llega a un país completamente nuevo?». Es la novedad que debe entrar -en nuestro modo de concebirnos y pensar en nosotros mismos: justo como entrar en un país nuevo: el país de nuestro yo. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, hayamos amado el ser, hayamos amado el vivir, sino en que la fuente del vivir, nos ha amado a nosotros.

Pertenencia
La forma de este cambio está encerrada en una palabra que pronunciamos frecuentemente sin reflexionar: pertenencia.
En uno de nuestros últimos encuentros, D. Ricci me decía: «Muchas veces no consigo más que decir: ofrezco». «Ofrezco» es todo lo que el hombre puede decir. «Ofrezco» quiere decir: te reconozco, Cristo, reconozco que soy hecho por ti, que soy alimentado por ti, reconozco que soy retomado por ti, que estoy destinado a ti, reconozco que te pertenezco. Esta es la gran palabra: te pertenezco; por eso, el único gesto verdaderamente humano es «te ofrezco». Así lo escribía nuestro amigo Frascarolo, cuando ya no podía hablar: «Cuando consigo hacerlo, ofrezco todo esto por nosotros». San Ireneo decía: «Christum totam novitatem attulit, semetipsum afferens», «Cristo trajo toda la novedad de la vida al ofrecerse a sí mismo».
Dice la liturgia: «Resplandezca nuestra vida ante el mundo como anuncio de los cielos nuevos y de la tierra nueva». Cielos nuevos y tierra nueva no son un sueño, no están por encima de las nubes. Los cielos nuevos y la tierra nueva son la realidad, la existencia vivida por un sujeto consciente, es decir, por un sujeto que reconoce su pertenencia y dice: «ofrezco».
Este es el anuncio, del que sólo podemos hacernos eco a través del ofrecimiento.
Cada uno de nosotros ha sido llamado a introducir en el universo este mensaje.
Así pues: el cambio de nosotros mismos se resume por entero en la palabra «ofrezco». La alternativa a esto es vivir «metido entre barrotes», como esclavos o como fieras, pasivos o violentos, a la merced de los demás o presuntuosos o intentando esclavizarlos; en cualquier caso, dominados por la ferocidad. La forma del cambio, la liberación de la ferocidad, es reconocer que pertenecemos, a Cristo.

Un mundo nuevo
Este cambio de nosotros mismos nos lleva también al cambio de lo que nos rodea. En este cambio se expresa la energía de una juventud sin fondo, para la que no cuentan lo años transcurridos según la carne, como ha dicho el Papa en Fátima. La persona viva soy yo que cambio porque reconozco que soy querido y amado por Dios para el cual «nada es imposible. Vivir, a nosotros, nos resultaría imposible; nos reduciríamos a rodar como piedras, a movernos como animales, a desesperarnos con intuiciones y deseos sin posibilidad de realización.
«El mensaje social del Evangelio -escribe Juan Pablo II en la Centesimus Annus- no debe ser considerado como una teoría, sino ante todo como un fundamento y un motivo para la acción. Movidos por este mensaje algunos de los primeros cristianos distribuían sus bienes entre los pobres testimoniando así que, no obstante las diferentes proveniencias sociales, era posible una convivencia pacífica y solidaria. Con la fuerza del Evangelio, a través de los siglos, los monjes cultivaron la tierra, los religiosos y religiosas fundaron hospitales y asilos para los pobres, las cofradías, así como también hombres y mujeres de toda condición, trabajaron por favorecer a los necesitados, a los marginados, convencidos de que las palabras de Cristo: "Cada vez que hagáis esto a uno de mis hermanos más pequeños, a mí me lo hacéis", no deberían quedarse en un pío deseo, sino que debían traducirse en un compromiso concreto de la vida.
Hoy, más que nunca, la Iglesia es consciente de que su mensaje social obtendrá credibilidad por el testimonio de las obras.
antes que por su coherencia y lógica internas» (n.57).

El testimonio de las obras
El testimonio de las obras es un «canto de vida nueva», como decía la Redemptoris Missio. Uno de nosotros me decía el otro día: «¡Vosotros no sabéis lo que significa tener a Cristo como socio de la empresa!»; y no era una frase vacía, ¡porque si Cristo tiene que ver con toda mi vida, también tiene que ver conmigo como director de empresa!
No se trata, por lo tanto, de taparse bajo unas siglas, sino de ser hombres responsables y formados.
Un modo nuevo de poseer la realidad y el mundo, una nueva compañía humana, deben ser la expresión de esta persona viva -viva porque Cristo, el Misterio de Dios, la quiere y la ama- a través de las obras. Obras nuevas deben expresar este vivir totalmente poseídos por el Misterio de Cristo.
Giovanni Battista Montini, el futuro Pablo VI, decía: «De la amistad con Cristo a la acción, y de la acción a la amistad: es uno de los aspectos de la vida católica. Allí donde esta corriente circulatoria de caridad se produjo florecieron las obras y tuvieron -ya fueran grandes o pequeñas, exitosas o fallidas- valor apologético [demostrativo], virtud representativa; y, por el contrario, allí donde esa corriente se estancó, se oscureció el esplendor de las obras y se atenuó su eficacia».
Estamos llamados a crear un mundo nuevo precisamente con esta «corriente circulatoria de caridad», con esta amistad activa y creadora.
Nuestra fe tiene un enemigo: hacer del poder humano un dios, bien sea el pequeño poder de la vida familiar o el gran poder de la vida pública y social.
En la Centesimus Annus Juan Pablo II afirma: «si se nos pregunta de dónde nace esta concepción errónea de la naturaleza de la persona y de la subjetividad de la sociedad, hay que responder que la primera causa es el ateísmo; precisamente es en la respuesta a la llamada de Dios contenida en el ser de las cosas, donde el hombre se hace consciente de su dignidad trascendente. Todo hombre debe dar esta respuesta, que constituye el culmen de su humanidad, y ningún mecanismo social o sujeto colectivo puede sustituirle en ello. La negación de Dios priva a la persona de su fundamento y, como consecuencia, induce a organizar el orden social prescindiendo de la dignidad y responsabilidad de la persona [del amor a la persona]» (n. 13).
¡Quién sabe si esta creación de obras como expresión del reconocimiento del amor de Cristo que nos genera en cada instante, no conseguiría cambiar el tono de nuestra vida y hacemos capaces de dirigirnos contra lo que de otro modo es el dios de nuestra jornada: el poder, el árido poder ejercido en el grupo de amigos, utilizado en la vida familiar o en la vida colectiva!

El manifiesto
Por eso, el «manifiesto» de Pascua nos llama con mucha seriedad mediante las palabras de Péguy: «Este mundo moderno no es solamente un mundo de mal cristianismo, eso no sería nada, sino un mundo incristiano, descristianizado. El desastre, precisamente, es que nuestras mismas miserias ya no son cristianas». Nuestras miserias ya no son juzgadas cristianamente; la mirada que nos dirigimos a nosotros mismos, en el lugar de nuestra vocación, ya no es cristiana. No hay otro lugar de la vida más que el de nuestra vocación, sea la que sea; porque el lugar de nuestra vida es el lugar donde el Ser está en relación con nosotros y nos sostiene sobre la nada, dándonos una tarea. El lugar de la vocación es el lugar del yo, el lugar donde Dios se hace sentir y nos llama a través de las circunstancias interiores y exteriores, y donde uno acoge a Dios, o bien le responde que no.
Por eso precisamente «el desastre» no son nuestras miserias; sino el hecho de que nuestras miserias ya no tienen la capacidad de producirnos dolor, porque ya no se juzgan delante de Cristo; la pobreza de nuestra vida no se mira con la conciencia de que somos pecadores. La conciencia de ser pecadores lleva consigo la mirada de la Magdalena a Cristo, la mirada del niño a su madre, una mirada amorosa: la mirada amorosa a una presencia.
El desastre consiste en que nuestras mismas miserias ya no son cristianas, en que nuestro modo de juzgar la relación entre la situación vocacional a la que hemos sido llamados y nuestras miserias, la mirada que dirigimos a nuestro cansancio y a nuestra incapacidad ya no es una mirada cristiana, ya no sucede delante de Cristo.
«También eran malos los tiempos bajo los romanos. Pero vino Jesús. Y no perdió sus años en gemir e interpelar a la maldad de la época. El zanjó la cuestión. De manera muy sencilla. Haciendo el cristianismo. No se puso a recriminar ni a acusar a nadie. Él salvó. No incriminó al mundo. Lo salvó.».
El mundo de nuestra persona, el mundo de la jornada de ayer, el mundo tal como se nos presenta en la jornada de hoy... ¡no paramos de recriminar a nuestro mundo! Pues bien, debemos salvarlo. ¿Cómo? Mirando a Cristo y diciendo «Sí, Señor», en la obra que estamos llevando a cabo.
He aquí una experiencia: «Mi compañera de trabajo, después de trabar amistad con nosotros, ha decidido bautizar a su hija de cuatro años y me ha dicho textualmente: "toda la vida he estado buscando la justicia y la moralidad dentro de mí, y ahora me he dado cuenta de que la única moralidad y la única justicia están en la relación con el infinito. Quiero poner a mi hija en ese Otro, porque de otro modo sería como matarla. Me he dado cuenta de que he sido aferrada por ese Otro y jamás podré morir, jamás podré tener ya como horizonte total mi pobreza absoluta"».

Misión
Nuestra vida debe convertirse en «la obra» por excelencia, es decir, en testimonio. Una nueva compañía humana debe brotar de nosotros, dilatarse con una conciencia nueva llena de ímpetu, y comunicarse a todos aquéllos con los que tratamos.
Es la misión, aquello a lo que Cristo nos ha destinado. «Misión -ha escrito Juan Pablo II en su mensaje al tercer coloquio de los movimientos celebrado en Bratislava- significa sobre todo comunicar al otro las razones de la experiencia misma de la propia conversión [del propio amor a Cristo]».
Es una fuerza comunicativa que nos viene dada por la aceptación consciente de Aquel que se nos ha revelado.
El cardenal Martini en su última carta, ¡Alzate y ve a Nínive la gran ciudad!, dice: «La "novedad" de la llamada "nueva evangelización" no debe buscarse en nuevas técnicas de anuncio, sino ante todo en el entusiasmo recobrado de sentirse creyentes y en la confianza en la acción del Espíritu Santo que "cada día añade a la comunidad nuevos salvados"... Hace falta volver a sentir la fuerza del mensaje, escuchándolo de nuevo en su frescura original, viviéndolo en la liturgia, expresándolo en la caridad, testimoniándolo en los encuentros cotidianos... Hace falta suscitar en el mayor número de los bautizados de la parroquia la capacidad y el compromiso de mantener abiertos los canales de la relación personal, tanto en el interior de la comunidad como en los lugares y ambientes donde uno vive y trabaja».
Esto es vivir el ímpetu de la misión, es decir, -como continúa el Cardenal- «evangelizar por contagio... de persona a persona, de grupo a grupo, del grupo a los individuos que son contagiados por la fe gozosa de una comunidad».
Nosotros debemos participar en el dolor del mundo revistiendo interiormente todo nuestro obrar, de cualquier género que sea, con el amor a Cristo, de modo que se convierta en testimonio.
«Oh Espíritu Consolador -dice el Oficio de Lectura de Pentecostés-, fuente de todo bien profundo, da concordia perenne y perfecta alegría a esta comunidad que vive en Cristo. Nosotros debemos trabajar en esta tierra como si ya reposáramos con Cristo en el cielo. Pues nosotros ya estamos unidos a nuestro Salvador».

¿Hemos amado?
Por tanto, al término de un año de trabajo, al término de un año más de vida, debemos preguntarnos si hemos amado; y para nosotros amar significa reconocer que somos amados. Sólo si reconocemos que somos amados comenzamos a amar también nosotros en los pequeños ámbitos de la vida cotidiana. Quisiéramos, en ciertos momentos impulsivos, ser capaces de cambiar el mundo, pero quien cambia el mundo es Cristo, según los ritmos que señala el Padre. Estos ritmos se llevan a cabo en la microscópica entidad de nuestros pasos cotidianos, de nuestras relaciones cotidianas, en la pureza de los objetivos que cotidianamente intentamos alcanzar. Sustituyamos la palabra pureza por la verdadera palabra: amor a Cristo y al hombre.
¿Qué clase de movimiento sería el de mi vida contigo si no fuera el moverse -titubeante, incierto, incoherente- de la aceptación profunda del amor que Dios me tiene a mí, en la cual consiste mi amor a Dios y a los otros con los que vivo en casa, en la compañía, en el lugar de trabajo, en el contacto fugaz de la calle? Un amor a los demás como el de Cristo.
¡El Señor nos haga capaces de esto! Que no haya un solo momento en el que pensemos en Cristo, en los hermanos, en la pobreza y miseria de los hombres, en el destino del hombre y del mundo, sin que sea con el deseo de la felicidad de todos que es Cristo, y que se realiza en el reconocimiento y la compañía.
Esta es la Iglesia que «atraviesa los siglos no como una reliquia histórica, sino como una Persona viva que se encarna y toma cuerpo en ella garantizándole una juventud eterna». Señor, tú garantizas la juventud eterna.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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