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PALABRA ENTRE NOSOTROS

Una fe ecuménica

Luigi Giussani

Entrevista realizada por Renato Farina a monseñor Luigi Giussani con ocasión de la entrega del Premio Nacional de la Cultura Católica
Bassano del Grappa, 6 de octubre de 1995


Renato Farina: La primera pre­gunta es ésta: don Giussani -qué extraña paradoja-, hace unos días he leído un texto suyo reciente donde niega que la fe sea una cultura, y ahora está usted aquí para recibir el Premio de la Cultura Católica...

Luigi Giussani. Premio absoluta­mente inmerecido, y no lo digo por decir algo. Cuando he visto aquí al doctor Messori me he avergonzado, no de estar aquí, sino de estar aquí en su lugar, en el lugar que él ocupó el año pasado. Estoy aquí con la con­ciencia de mi límite. Pero si hablase sólo de la desproporción que experi­mento al recibir este premio, no esta­ría considerando inteligente a quien me lo ha dado. Éste se me ha conce­dido, a mi entender, por la relación con los jóvenes, por la vivísima, coti­diana, abundantísima relación con los jóvenes que la pasión de la fe me ha hecho y me hace encontrar. Creo que hay que señalar una diferencia entre el título del premio y la motivación por la que me lo han concedido: es más por la relación que he tenido con los jóvenes que por lo que he escrito. En cualquier caso, estoy feliz de poder repetir esta tarde alguna de las ideas que son el alma, todavía hoy, de esta vasta y viva amistad en el mundo juvenil, y no sólo en él (los jóvenes ya han crecido, tienen familia e hijos;¡pero todavía son "jóvenes" que me siguen!).
Nosotros decimos que la fe católi­ca no es cultura en el sentido de que ésta no se presenta al mundo como propuesta de una cultura nueva. El objeto de la fe «acontece», es decir, es un acontecimiento, tanto es así que San Juan dice: «Quien no reconoce que Jesucristo ha venido en la carne es el anticristo» (cfr. 2 Jn, 7). Se trata de un hecho, de un acontecimiento totalizante. Porque si es verdadero que aquel hombre es Dios que nació como hijo de una mujer -que reco­rría los caminos del mundo como los recorremos nosotros, más aún, que osó decir: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fín del mundo» (Mt 28,20)-, entonces se trata de un acontecimiento totalizante, «católico» por su misma naturaleza. «Católico» quiere decir «según la totalidad». Este acontecimiento, efectivamente, abarca al hombre qua talis: que Él esté presente entre nosotros me toma como hombre tal y como soy, según la totalidad de los factores de mi personalidad y según todas sus expresiones.
Por tanto, fe es reconocer una «presencia». Fe es reconocer una pre­sencia, la presencia en un hombre de algo más grande: es una participación en el Misterio que todos por una gra­cia pueden percibir, reconocer, más allá del rostro de las cosas, del rostro efímero de las cosas. «Omnia in ipso constant» (Col 1, 17), decía San Pablo, «Todo consiste en Él»: en Él, hijo de una chica de 15 o 17 años (de la cual vuestro escultor Lino Agnini ha hecho un boceto maravilloso). Santo Tomás tiene al respecto una imagen que simplifica bastante: «Si todo lo que se puede escribir estuvie­ra escrito en un libro -dice él-, yo dejaría aparte la lectura de todos los demás libros y leería este libro. Liber autem est Christus, éste libro es Cris­to» (Cfr. Santo Tomás, In ep. ad Col., c. 2, lec. 1; cfr. Comentario al salmo XXXIX).


Si este libro es Cristo, ¿en qué sentido se dice entonces que la fe se convierte en cultura?

Me viene a la mente otro pasaje de San Pablo: «Él -Cristo- ha muerto por todos, para que los que viven no vivan ya para sí mismos, sino para Aquel que ha muerto y resucitado por ellos» (2 Cor 5,15). Esta frase, para nosotros, es el insinuarse de una ver­dadera definición de cultura: para quién vive el hombre. Todo se puede reconducir a esta pregunta: ¿para quién vive el hombre? Si el hombre vive para sí mismo, el punto de vista del horizonte cultural se identifica con una autonomía, sea ésta real o ilusoria. Es ilusoria cuando, existen­cialmente, el vivir para sí mismo sig­nifica de hecho ser esclavos del poder y, en última instancia, del Estado. Sin embargo, si un hombre vive por esa Presencia grande, última y cercana en grado sumo -la presencia de Cris­to-, el mundo adquiere mayor amplitud ante su mirada humana y, al mismo tiempo, mayor relieve hasta en sus mínimos detalles, tal y como era a los ojos de Cristo, que miraba lejos, hacia el horizonte de todos los campos, y señalaba la pequeña flor que tenía a sus pies. Las cosas, por tanto, se hacen más verdaderas, es decir (y este «es decir» es muy importante en nuestras conversacio­nes), más correspondientes a las exi­gencias profundas del hombre mis­mo, a las exigencias profundas de aquello que Dios ha creado como hombre, a esas exigencias profundas del hombre que la Biblia llama, con un término bellísimo, «corazón». La correspondencia hace reconocer ver­dadera una cosa en cuanto se presenta como respuesta a las exigencias más profundas del yo. A ella nos parece que se refiere la famosa frase de San­to Tomás, que definía la verdad como «adaequatio rei et intellectus» ( «De veritate», en Summa Teologiae, c. XVI, art. 2): correspondencia, deci­mos nosotros, entre lo real que nos sale al encuentro y la conciencia de sí que el hombre tiene. De este modo se cumple la promesa evangélica del «ciento por uno aquí». «Quien me sigue tendrá la vida eterna y el ciento por uno aquí» (cfr. Mt 19, 28-29). Yo siempre repetía esta frase de Jesús a los chavales en clase, y comentaba: «"Quien me siga tendrá la vida eter­na ... ", admito que esto pueda no inte­resaros; pero si no os interesa "el ciento por uno aquí", ¡sois estúpi­dos!». El mismo San Pablo definía esta subversión radical de la vida, este cambio profundo de la vida, de su vida -porque hablaba precisa­mente de él mismo, con todas sus limitaciones, sus defectos, más aún, con una agudísima percepción de sus propias debilidades, de sus errores: «Yo, perseguidor de los cristianos» (cfr. 1 Tim 1, 13)- cuando escribía a los Gálatas: «No soy yo el que vive, es otro, es Cristo quien vive en mí. Esta vida en la carne ["en la carne" quiere decir: esta vida en su realidad más minuciosamente constatable:"hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados" (Mt 1 O, 30), decía Jesús en el Santo Evangelio] yo la vivo en la fe del Hijo de Dios que me ha amado y se ha entregado por mí» (Gal 2, 20).


Pero, entonces, ¿en qué sentido la fe se convierte en cultura?

La fe, me parece, es fuente de cul­tura precisamente en tanto que se convierte en principio de percepción y conocimiento nuevo del mundo: como origen, como dinamismo que constituye la existencia efímera de la realidad, y como finalidad. Esta nue­va percepción de la vida como tal, de lo real que me toca y con lo que me encuentro, está descrita de nuevo por San Pablo (perdonad que repita tanto este nombre, pero es de quien he aprendido qué es ese Misterio que la Iglesia vertía en mi corazón y mi inteligencia): «En conclusión, hermanos, todo lo que es verda­dero, noble, jus­to, puro, amable, honorable, lo que es virtuoso y digno de elogio, todo ésto sea objeto de vues­tros pensamien­tos» (Fil 4,8). Esta fe que se convierte en cul­tura representa un abrazo nuevo al mundo que trae más belleza y más utilidad, una utilidad más precisa, a todas las cosas. En este sentido, la fe es también sugerencia, evi­dentemente, de una nueva praxis sobre la realidad (espacio, tiempo y hombre), de un significado nue­vo y vivido del hombre. Hay una frase de Romano Guardi­ni que ilustra bien, como ejemplo y como símbolo, lo que yo quisiera decir:«En la experiencia de un gran amor todo cuanto sucede se convierte en acontecimien­to en su ámbito» (R. Guardini, La esencia del Cristianismo, ed. Cris­tiandad, pág 20). Si una chica ama a un chico, todo lo que le ocurre a él -ir a la mili, volver de la mili, encon­trar trabajo, el cansancio en el traba­jo, si está pálido, si se encuentra bien, si no está bien, si se va lejos porque su familia se traslada de casa- tiene que ver con ella: en la experiencia de un gran amor todo queda incluido, como acontecimiento, en su ámbito. Pero, ¿qué amor más grande puede tener el hombre que el que tiene fren­te a la presencia de Cristo, este hom­bre que ha dicho: «El Padre y yo somos una sóla cosa» (Jn 10,30), «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5)? Aquella tarde, durante la últi­ma cena, a la tenue luz de las lámpa­ras, estaban allí, con la cabeza baja, -¿quién sabe?-, o atentos, con los ojos fijos en Él, escuchando a aquel amigo suyo decir: «Sin mí no podéis hacer nada». En cualquier caso, en la experiencia de una relación similar, todo lo que ocurre se convierte en un acontecimiento en su ámbito: vivir y morir, velar y dormir, comer y beber, como dice San Pablo (cfr. Rom 14, 8; lCor 10, 31; 1 Tes 5, 10).


Ésta es la cultura católica. Pero, ¿qué lugar ocupa la capacidad crí­tica en este tomar conciencia de lo real?

La mirada sobre la realidad con Su presencia en los ojos exalta la expe­riencia de la correspondencia, nos hace más capaces de percibir la correspondencia entre el objeto con­siderado y el propio corazón. Si se miran las cosas viviendo la relación con aquel Hombre, se ven más, se comprende más si están de acuerdo o no con aquello que nuestro yo espera, con aquello que nuestro corazón exi­ge. Ya en el primer año de enseñanza en el colegio todos repetían la defini­ción de crítica que nosotros entresa­cábamos, tal cual era, de San Pablo: «Panta dokimázete, to kalón katéche­te» (1 Tes 5 ,21), examinad todas las cosas y quedaos -literalmente- con lo "bello". Pero lo "bello" es el esplendor de lo "verdadero". Queda­os, por tanto, con lo verdadero, es decir, quedaos con aquello que corresponde a vuestro corazón. Es la definición de crítica más bella y no he encontrado todavía una más her­mosa.


¿Recuerda algún ejemplo de esta capacidad crítica aplicada o que usted hiciera aplicar a sus alumnos en aquellos años?

Recuerdo mi primera hora de clase en el liceo Berchet de Milán, en 1954; apenas subí a la cátedra, un alumno levantó la mano desde el fon­do de la clase mientras todos me escrutaban atentamente, con ese aire un poco de "tomar el pelo" que sue­len tener los chicos cuando ven un profesor novato. Yo pensé: «¡Vaya, ya hay una objeción y todavía no he empezado a hablar!». Pero dije edu­cadamente: «Diga usted» (el chaval se llamaba Pavesi, lo recuerdo toda­vía: hace veinte años se casó y con esta ocasión me escribió, veinte años después de aquel episodio). Y él: «Es inútil que venga aquí, profesor, a dar­nos clase de religión, porque para dar clase es necesario razonar. Ahora bien, la fe es contradictoria con la razón: la razón y la fe son dos rectas paralelas (¡incluso usaba imágenes!), y por eso no convergen nunca: puede haber una verdad de fe que no lo sea para la razón y una verdad para la razón que no lo sea para la fe ... ». Yo me quedé desplazado por la objeción. Pensé para mí: «Es su profesor de filosofía ... »; era un profesor de la última hornada de la universidad de Pisa que se llamaba Miccinesi. Espe­ré un momento y, tras recobrarme, dije: «Perdone, ¿qué es la fe, qué quiere decir para usted fe?». Todos se miraron y nadie respondió. Yo insistí. Nadie respondió. Entonces me hice fuerte y le presioné: «Perdone, ¿qué quiere decir, para usted, razón?». Miradas todavía más confundidas que antes. Nadie respondió. Ataqué de nuevo: «¡Cómo! ¿No sabéis qué quie­ren decir los términos que usáis y os armáis de ellos contra mí? ¡Antes de nada intentad comprenderlos!». Al final, la hora de clase fue bien, la dis­cusión estaba abierta. Acabé la clase, salí del aula y me encontré precisa­mente con el profesor Miccinesi. Me paré y le dije: «Perdone, profesor, pero estos chavales tienen poco méto­do». «¿Por qué?», dijo él. «Por que me han hablado de la fe y la razón como si fueran dos entidades contra­rias, dos medidas contradictorias o, al menos, como si una no tuviese nada que ver con la otra, y no han sabido ni siquiera definir estas palabras. Entonces que no digan: "La fe no tie­ne que ver con la razón, la razón no puede decir nada sobre la fe, por lo que no podemos hablar, luego la cla­se de religión es inútil; esto es una tomadura de pelo"». El profesor hizo un gesto como si le hubiese pisado y dijo: «¡Pero también el Concilio Arausicano II Jo dice!» (Es un conci­lio lejanísimo, del Alta Edad Media). Le pregunté: «Perdone, ¿usted no es también profesor de historia?». «Sí». «Entonces es usted quien debería explicarme cómo se deben interpretar las afirmaciones -cuando se leen los textos antiguos especialmente, pero en cualquier caso- dentro del con­texto humano, histórico, psicológico, cultural, en el que han sido escritas». Así pretendía yo decir que, en aquel concilio, se había querido afirmar que la fe puede alcanzar verdades que la razón no puede demostrar, a las que la razón no llega. Mientras tanto, toda la clase estaba allí fuera y había hecho un círculo en torno a nosotros. Yo tenía que ir a dar clase a otro sitio y por eso estaba un poco impaciente, pero al mismo tiempo quería dejar un recuerdo a aquellos chavales: y lo dejé. Dije: «mire, profesor, zanjemos la cuestión: yo le juro que América existe como que le veo a usted; inclu­so si estuviera seguro que me iba a morir mañana le juraría que América existe, aun no habiéndola visto nunca y no pudiendo nunca llegar a verla (entonces yo estaba convencido de que nunca la vería: ¡no habría perdido demasiado! No, algo se pierde siempre). Dígame si esta certeza es racional o no». Él respon­dió: «¡Nooo!». Entonces yo me volví a los chavales y les dije: «Chavales, ésta es la diferencia entre vosotros y yo, la que hay entre vuestro profesor y yo: es un concep­to de razón distinto; el pro­blema no es la fe, es un con­cepto de razón distinto». Y sobre esto avanzamos durante muchas horas, pero por fin estaba localizado el objeto de la discusión. El problema que nos angustia -y esto ocurre muchas veces- es la falta de clari­dad sobre lo que somos, sobre lo que es, en particu­lar, la razón, y sobre lo que es la libertad. ¡Entonces no hablemos de la fe! Al menos mantengámonos en una reserva prudente, incluso en un cauto y provisional agnosticismo.

Usted ha dicho: la fe genera una cultura, una cultura nueva. Ahora ha introducido el término «razón». Entonces, ¿qué relación tiene la fe con la racionalidad?

La fe cumple, salva la razón. La cumple porque la razón aspira a algo que no llega a aferrar, a explicarse. La fe salva la racionalidad, que es su gran premisa. La racionalidad es una premisa de la fe, es como el campo inmediato en el cual entra en tensión el acontecimiento de Cristo. Nosotros, de hecho, hemos definido siempre la racionalidad como ese nivel de la naturaleza en el que la naturaleza toma conciencia de sí misma; pero toma conciencia de sí según la totali­dad de sus factores. Ahora bien, fac­tor de la realidad es también ese «punto» -que llamamos «de fuga», ese «punto de fuga»-, en el que el mundo se convierte en signo de otra cosa y por el que el conocimiento de cualquier realidad señala la inextirpa­ble exigencia de algo distinto más allá de los factores racionalmente individuables y demostrables. La ratio, la razón, no descifra el Misterio sino que revela el signo de su presen­cia en toda experiencia humana. «Bajo el azul añil del cielo/ algún pájaro del mar se va,/ no descansa jamás,/ porque todas las imágenes/ llevan escrito: "más allá"» («L'agave su lo scoglio» en L'opera in versi, Einaudi, Torino 1980, pág 70) decía Montale en una poesía que nuestros chicos han estudiado a menudo. El gran poeta noruego Par Lagerkvist, en una bella poesía de madurez, expresa sintéticamente una visión del mundo que contiene un extraño grito. Hay un grito dentro de las cosas, y no hay nadie que oiga este grito: «No hay nadie que oiga la voz/ resonando en las tinieblas; pero ¿por qué existe la voz?» ( «Se credi in Dio e non esis­te un Dio», en Poesías., Guaraldi NCE, Rimini 1991, pág. 63). Es incomprensible, es inexplicable; pero «¿por qué existe la voz?». Nadie logra oírla y descifrarla. ¿Por qué existe? Está más allá de nuestras capacidades. Cada uno de nosotros, en toda experiencia consciente, auto­consciente, percibe la presencia de esta voz como un «punto de fuga», un punto que se escapa del perímetro de la experiencia. Por eso la fe, atesti­guando la presencia de este Misterio activo entre los elementos descifra­bles de la razón, completa la raciona­lidad de la mirada, entendida como experiencia singular o como concep­ción del todo.


Respecto a la racionalidad esta­mos de acuerdo.

¡Menos mal!

Hay otra categoría que usted retoma a menudo en sus obras y en lo que usted comunica, y es que la fe cristiana es un acontecimiento -como hemos dicho- y es «expe­riencia». Recuerdo que yo tenía un profesor en la Universidad Católica que decía: «¡Cuidado, cuidado! ¡Aquí caemos un poco en el modernismo!»...

Son las primeras acusaciones, superadas por todas las demás...


Entonces, ¿en qué sentido es experiencia?

Si la fe es un acontecimiento en el presente, ¿cómo se puede percibir este acontecimiento, captarlo, leerlo, vivirlo? ¡A través de la experiencia! Se llama "experiencia": si es un tanto, una experiencia. De otro modo no se sabría ni siquiera que existe. Habría que recordar aquí al gran exé­geta Heinrich Schlier, que en su libro Líneas fundamentales de una teolo­gía paulina afirma que en todo acon­tecimiento que el hombre quiera dis­criminar, es decir, juzgar, es necesa­rio que el hombre participe en él según la naturaleza del acontecimien­to mismo. Si Cristo es un aconteci­miento, la forma de su presencia exi­ge que nosotros seamos factores que penetran, participan, reaccionan, juz­gan, reconocen, aceptan, abrazan y aman este acontecimiento. Esto con­firma la racionalidad. Según una expresión de Jean Guitton que él mis­mo me repitió hace unos meses en Madrid, «"razonable" designa a aquel que somete la propia razón a la expe­riencia» (Jean Guitton, Arte nuova di pensare, Ed.Paoline, Milano, 1986, pág 71 ). Porque la experiencia es el emerger de lo real. Es necesario por ello someter la razón a la experiencia: es la razón la que debe leer, como una discípula, la experiencia, y no al revés. De otra manera sería un prejui­cio. De aquí deriva todo el apriorismo del mundo moderno, que ya no per­mite al hombre ni siquiera reconocer el sitio donde está sentado, la cama donde está tumbado, la mujer con la que se ha casado.
Además de confirmar la racionali­dad, decía, la fe, como toda experien­cia, constituye un punto de partida nuevo para una vida moral, para una aventura moral que no teme a la muerte y ni siquiera a los propios errores, por los que sólamente tiene dolor.


En sus últimos escritos tiende a sustituir la palabra «cultura» por otra que considera más adecuada. Usted afirma que, en el ámbito de la fe, la cultura debería ser llamada más cristianamente con el témino «ecumenismo» o «ecumenicidad». ¿He entendido bien?

¡Estupendamente! Explico en qué sentido he establecido esta identidad. El deseo de un conocimiento cada vez menos inadecuado de Cristo como algo familiar -Cristo quiere decir Dios que se ha hecho familiar a nosotros- abre el alma a una indó­mita búsqueda en su relación con todas las cosas, con todo lo existente; y, sobre todo, con lo existente en cuanto búsqueda -es decir, hambre y sed- del sentido del tiempo y de la historia, del significado de todo. Y cuanto más el hombre parte hacia esta búsqueda con Su presencia en los ojos, cuanto más parte cierto y grato del encuentro con Él, tanto más en toda relación aporta, con una hipó­tesis magnánima de trabajo, una voluntad de positividad, tanto más se mueve en toda búsqueda humana por una voluntad de verdad y de utilidad, y exalta -en fraterna compañía-­aquel reducto de verdad de sí mismo -es decir, de la verdad de Cristo que el hombre posee por gracia-, que en distintas proporciones está presente en cualquier manifestación de la his­toria humana. En cualquier manifes­tación encuentro una parte de mí mis­mo. Por todo ello, la fe nos hace par­tir a la búsqueda del pequeño o gran reflejo de verdad, es decir, del reflejo que Cristo deja de sí en cada uno de los que, de algún modo, Él ha encon­trado. Este diálogo sin límites se extiende y afirma corno la mejor con­tribución a una coexistencia creativa; es señal de una civilización que ven­ce la barbarie de una división contra­dictoria, cuyas fórmulas de conviven­cia son la violencia y la guerra. Este diálogo «ecuménico» tiende a traer la paz, al realizar un continuo abrazo de lo que es distinto mediante un interés activo por el aspecto de verdad que está en todos -no por una tolerancia en última instancia ficticia sin un reconocimiento apasionado de nada-, pero, ante todo, al reafirmar a Jesucristo, la personalidad de lo Verdadero reconocido como Presen­cia. Así pues, a nuestro entender, un sinónimo adecuado del término «cul­tura» en la experiencia cristiana es la palabra «ecumenisrno». Por eso me alegro de que se me haya concedido un premio de la cultura católica. No está en contradicción con la primera observación hecha: estoy contento porque supone el reconocimiento del corazón ecuménico de nuestra expe­riencia.


Y todo esto, ¿se llama Comunión y Liberación?

Pues sí. ¡Comunión y Liberación! Voy a recordar sencillamante que Comunión y Liberación es la forma que emergió tras el 68 como síntesis de la expresión de nuestra fe: la afir­mación de Cristo como Salvador de la historia del hombre. No Salvador del paraíso: ¡el paraíso ya está salva­do! ¡Salvador de esta historia del hombre, del hombre en la historia! Esta salvación está destinada a reali­zarse plenamente en el último día del tiempo; pero ya es activa y constata­ble en un tiempo humano abierto a la eternidad de Dios. Llegados a este punto debería explicar el concepto cristiano de «mérito», que señala una acción que, por gracia del Espíritu y buena voluntad (¡porque el hombre, pobre hombre, actúa como puede: está lleno de debilidad y de imperfec­ción!), una acción-digo- que nace con la ayuda del don del Espíritu, realiza la relación con lo eterno. Uno de nuestros chicos que ahora está en Moscú, nos escribía en un carta: «Os recuerdo, amigos, la densidad del instante».
En el 68 sosteníamos dirigiéndo­nos a los demás: «También nosotros deseamos, como vosotros, un mundo humano libre. Pero si el hombre es esclavo y, de hecho, homologado por el poder, ¡no puede lograr darse la libertad verdadera!». En aquel momento se decía que todo estaba homologado en tanto que aplastado por el poder («¡Somos esclavos del poder!»). Entonces nos preguntába­mos, ¿cómo podremos alcanzar la liberación? El hombre no puede darse la libertad verdadera. Así en la vio­lencia que se vuelve necesaria para llevar a cabo los propios intentos, el hombre sustituye un poder con otro, una homologación por otra homolo­gación.
En cambio, sólo de algo que viene desde fuera, desde más allá -el más allá, marcado por aquel punto de fuga, por la apertura enigmática que se encuentra en cualquier experiencia nuestra, por la espera que está en cada espera de nuestro corazón­ puede venimos la ayuda que nos per­mita empezar a caminar de nuevo.


¿Puede esbozarnos, en pocos rasgos, la situación y los problemas de la cultura católica italiana en este siglo?

Seré brevísimo. ¿La situación y los problemas de la cultura católica ita­liana en este siglo? Resumo: una teo­logía precisa, ortodoxa, en un mundo cultural católico casi inexistente, incluso después de los grandes refle­jos del ocaso de la segunda mitad del XIX, como Rosmini, Manzoni, Fogazzaro, Vito Fornari, y algún otro. Lo que domina el mundo moderno, más que una anti-religiosi­dad, es una pasión religiosa, es decir, el manifestarse de una pasión por la búsqueda y por la eventual afirma­ción de un sentido de la vida, es decir, de un Misterio que dé sentido a la vida [«Existe una meta -decía Kaf­ka-, pero no un camino», (Il silenzo delle sirene. Scritti e frammenti, Fel­tri nelli, Milano, 1994, p.91)]. Una pasión religiosa, a mi entender, marca todo -¡todo!- el mundo moderno. Pero no es una pasión cristiana. La pasión cristiana, efectivamente, es la maravilla, la fascinación, la atención a un hecho particular acontecido en la historia: un hombre que se ha dicho Dios. No hay ninguna atención a este hecho en la cultura moderna, tanto es así que incluso la teología católica ha cedido al final, en buena medida, al «bultmanismo» y a la teología de la «muerte de Dios».
Por tanto, el aislamiento en la con­ciencia de un interés más auténtica­mente religioso que genuinamente cristiano, intentó apagar mis entusia­mos de seminarista, serio discípulo de severos maestros. Para recuperar el tono en medio de mi tormento, no sirvió un maritainismo interpretado minuciosamente en el sentido contra­rio de Le paysan de la Garonne. Mientras tanto, la poesía italiana, el arte, propugnaban una interpretación nihilista de la realidad. Creo que la poesía más bella de la primera mitad del siglo en Italia es ésta de Montale: «Tal vez una mañana andando en un aire de vidrio,/ árido, volviéndome, veré cumplirse el milagro:/ la nada a mis espaldas, el vacío tras/ de mí, con terror de borracho./ Después, como en pantalla, acamparán de repente/árboles, casas, colinas del consabido engaño./ Más será ya demasiado tar­de: y yo me iré callado/ entre la gente que no se vuelve, con mi secreto» («Forse un mattino» en L'opera in versi, o.e., pág 40). Lo efímero de las cosas: hoy están, mañana ya no. Y el descubrimiento de que todas las cosas son nada: «El vacío tras de mí, con terror de borracho». Pero la misma, idéntica, experiencia que se describe en Montale es la experiencia del mís­tico, del místico religioso cristiano que, viendo las cosas tan concretas -el rostro que se quiere aferrar, el cuerpo que se puede abrazar, el cielo y la tierra tan evidentes en su gran espacio-, dice: «¡Qué grande es el mundo, qué poderosa la realidad! La realidad es permanente, nada puede vencer a la realidad. Mañana todo lo que veo hoy, ya no existirá. ¡No que­dará nada! Entonces toda la realidad es signo de la palabra de Otro. Es a Otro a quien yo estimo, amo, escu­cho, sirvo, reconozco continuamente y cada vez más. Otro: es el Misterio el que está detrás».
El místico ve en cada cosa al Misterio que crea la cosa, que la está haciendo en el ins­tante, al igual que una madre que mira a su hijo y piensa que la mano de Dios lo está haciendo en ese ins­tante. Yo preguntaba a los chavales en el colegio: «¿Quién tiene razón? ¿Tiene razón Montale o tiene razón el místico?». Tiene razón el místico, ¡porque las cosas existen! No se pue­de explicar una cosa que existe redu­ciéndola a cero, diciendo que no exis­te, diciendo que es nada. Cuarenta años después (en los años 60-70) la educación católica se identificaba con el intento de educar en los valores más comunes y sociales y, por ello, se convertía en un óptimo potencial de ayuda al Estado. Por la preocupa­ción de esta nada aséptica decidí abandonar la enseñanza teológica, especialmente los amados estudios sobre el pensamiento protestante americano y sobre el pensamiento ruso del siglo XIX, para dar a cono­cer qué es la fe y la vida de la fe a los jóvenes estudiantes.


Entonces, se dirigió a los jóvenes estudiantes. De aquellos primeros años ¿puede contarnos un hecho, una batalla emblemática de su posición cultural?

¡Responder a esta pregunta me viene "como anillo al dedo"! La pri­mera batalla que hicimos, en el segundo, tercer año de Gioventù Stu­dentesca, fue contra las asociaciones unificadas de instituto. Pero, ¿por qué hicimos esta batalla? Porque el insti­tuto, es decir, en definitiva, el direc­tor, pretendía dictar todas las condi­ciones para una educación y para la ocupación del espacio del instituto según su concepción: de izquierdas, si era de izquierdas, de derechas, si era de derechas. Nosotros, en cambio, decíamos que el tiempo libre, es libre: queremos usarlo para una edu­cación según nuestras convicciones; por eso, o nos dais espacio en el insti­tuto también a nosotros (como a los de izquierdas o a los de derechas, según las apetencias del director), o bien nosotros obstaculizamos, com­batimos estas asociaciones. ¿Qué sucedió? Sucedió que un famoso pro­fesor de moral de una universidad ita­liana, también él director de un liceo clásico milanés, cuando vino el car­denal Montini nos acusó porque,
estando en mayoría en el instituto, podíamos -yendo a votar- hacer­nos con la asociación; y esto, para él, director católico, habría sido como dejar su corazón tranquilo, porque ya no habría batallas. Sin embargo, diji­mos: «¡No, nosotros no vamos a votar!». Y no fuimos a votar, aun siendo mayoría. Le hice una observa­ción a aquel director: «Incluso si un solo hebreo sobre mil católicos estu­viera aquí en el instituto, no podemos hacer una ley educativa común para todos, no podemos establecer un uso del tiempo libre igual para todos. Para un hebreo son necesarias ciertas precauciones, ciertas atenciones, que para mí, católico, deberán ser distin­tas». Por eso presentamos batalla. Ahora, cincuenta años después, se ha llegado a un Proyecto Educativo de Instituto (PEI) que nos tiene intran­quilos. No nos deja tranquilos la hipótesis de trabajo de una centraliza­ción directiva del planteamiento cul­tural del instituto por el cual, en cada instituto, debe haber una especie de "Soviet": se trata de un centralismo estatal trasladado a cada instituto.


Aquí hay mucha gente esta tar­de; después iremos a casa, cultiva­remos un poco sus palabras ... entonces, ¿qué tarea indicaría vd. a los presentes, muchos de los cuales son creyentes? Quiero decir hoy, 6 de octubre de 1995.

A vosotros que habéis tenido la audacia de esta iniciativa para mí imprevista, me permito, como viejo partidario que soy, ¡pero de la parte justa!, reclamaros a dos puntos, daros dos recomendaciones.
Primero. La actividad de un hom­bre bautizado, que ha sido, dice San Pablo en una misteriosa frase, «reves­tido de Cristo» (Gal 3, 27), es decir, cambiado como naturaleza (y uno no se da cuenta cuando es pequeño, pero si permanece y es educado, de mayor se da cuenta de que piensa diferente de los demás, ve de forma distinta que los demás, percibe de manera diferente que los demás, ama distinto que los demás incluso a la propia mujer). La actividad de un hombre bautizado está definida por su inten­cionalidad misionera, por su pasión misionera. ¿Por qué Cristo te ha esco­gido y bautizado? Para que tú le des a conocer a los demás, comenzando por tu padre y tu madre, los hijos, hasta llegar a cualquier persona. La nobleza del hombre cristiano está en la conciencia vivida de ser enviado por Cristo al mundo de sus hermanos, todos iguales como punto de partida y como destino: todos iguales como punto de partida y todos destinados a la misma meta última. Pero, ¿cuántos conocen la verdadera naturaleza de las cosas, la verdadera naturaleza de su destino?
Lo segundo que os recomiendo es ... un «milagro»: ¡haced un mila­gro! No es un desafío absurdo: haced un milagro. La idea de milagro, tan usada y amada por nosotros, se ha utilizado mucho últimamente en toda la prensa. Todos hablan de milagros. De hecho, en todos, la palabra suscita esa vaga impresión que normalmente, apresuradamente, impide la defini­ción. En nuestra Escuela de Comuni­dad, que es la filigrana de nuestra catequesis, definimos el milagro como «un acontecimiento, por tanto, un hecho experimentable, a través del cual Dios constriñe al hombre -de algún modo- a prestarle atención a Él, a los valores de los que quiere hacerle partícipe; es un acontecimien­to, un hecho experimentable, a través del cual Dios reclama al hombre que se dé cuenta de Su Realidad. Es un modo con el que se impone sensible­mente -¡ sensiblemente se impo­ne!- Su presencia» (cfr. L.Giussani, ¿Por qué la Iglesia? Tomo II, ed. Encuentro, Madrid 1993, págs 137-139). Dios se ha hecho familiar al hombre -hemos dicho-; por eso puede entrar en juego cuando quiere, cotidianamente, también de un modo excepcional. ¡Que vuestro testimonio se mate­rialice en un milagro! Más precisa­mente, en ese milagro tan soñado por todo revolucionario, como humana­mente imposible de realizar: la unidad fraterna, comunional, de pensa­miento y de búsqueda, de afirmación de la verdad y de moralidad como indomable intento de plasmar toda la realidad que se torna así familiar. Una inmensa experiencia nos espera, a la luz del acontecimiento de Cristo, si permanecemos «juntos». El mila­gro es pensar y actuar unidos, es expresión, por tanto, de ese nuevo ser que nos hace a cada uno de nosotros parte del otro: «¿Pero no sabéis que sois miembros los unos de los otros?» (cfr. Rom 12, 5; Ef 4, 25). «¡Miem­bros los unos de los otros!». El traba­jo, que es la intervención sobre la for­ma y sobre el designio de las cosas, sobre el tiempo y el espacio, constitu­ye una inmensa liturgia de la que todos participan con conciencia uni­taria, gloria de la verdad de Cristo en el mundo. Y, en este sentido, los milagros se multiplican. Allá donde se vive la fe en unidad, en un cierto espacio común, los milagros se multi­plican realmente. Entre Milán y Pavía está el pueblo donde nació San Ricar­do Pampuri, que era un pequeño médico municipal, que ingresó en los hermanos de San Juan de Dios en los últimos tres o cuatro años de su vida porque quería hacerse santo -¡como si no lo fuera ya desde antes!-. Pues bien, murió hace sesenta y cinco años, fue olvidado durante los primeros veinte: desde que hemos llegado a aquellas zonas, con nuestra frágil, pero real, voluntad de vivir la fe jun­tos, todas las semanas tenemos mila­gros en el sentido literal de la palabra (hace quince días han ocurrido dos milagros; ¡por amor de Dios!, ¡no estoy definiendo! ¡ estoy diciendo que son milagros! Una mujer -éste es uno de los dos últimos milagros-, madre de una de nuestras chicas de la Uni­versidad, se había hecho una serie de radiografías de las que resultaba que tenía la espalda llena de metástasis; las compañeras de esta chica han ido juntas a la Misa dominical en la igle­sia donde se venera a San Pampuri, han rezado el rosario durante una semana yendo allí todos los días -el pueblo está a veinte kilómetros de Milán-; el lunes de la semana siguiente, la mujer fue sometida nue­vamente a los exámenes radiológicos: ¡nada! ¡No había nada! El estupor de los médicos era, para nosotros, bien comprensible).


Ahora llego a la pregunta que todo buen periodista debe hacer: ¿Y la política? ¿Qué es para Vd. la política? ¿Qué lugar ocupa en sus preocupaciones?

La política, siendo una consecuen­cia del entrelazarse de las relaciones de los hombres, con la naturaleza, con el tiempo y el espacio, es parte integrante del objeto que tiene el ries­go religioso cristiano. La política valora lo contingente, blandiendo las provocaciones más carnalmente cer­canas e implicatorias, como el rostro de la propia mujer, de los hijos, del padre y de la madre, antes y más todavía que el propio. Se materializa en un intento lleno de tan enérgica esperanza en la justicia, que con demasiada frecuencia termina por hacerla tiránica -como constatamos hoy-, en el esfuerzo desesperado e ingenuo de lograr un orden, a fin de que el mundo resulte mejor para los hombres. Se puede releer al respecto un pasaje del poeta Eliot, que es el verdadero profeta de nuestros tiem­pos; en los años 30 describía ya las cosas tal y como ahora están ocu­rriendo. «Donde no hay templo no habrá moradas,/ aunque vosotros tenéis refugios e instituciones,/ pre­cari os alojamientos mientras se pague el alquiler,/ sótanos hundidos donde cría la rata/ o viviendas sanitarias con puertas numeradas/ o una casa un poco mejor que la de vuestro vecino;/ cuando diga la Extranjera: "¿ Cuál es el significado de esta ciu­dad?/ ¿Os apretáis juntos unos con otros porque os amáis unos a otros?'',/ ¿Qué contestaréis?: ¿"Vivimos todos juntos para ganar dinero unos de otros"?, o ¿"Esta es una comunidad"?/ Y la Extranjera se marchará y volverá al desierto./ Oh alma mía, estáte preparada para la venida de la Extranjera,/ estáte pre­parada para aquella que sabe hacer preguntas./ Oh fatiga de los hombres que se apartan de Dios/ volviéndose a la grandeza de vuestra mente y la gloria de vuestra acción,/ a las artes e invenciones y empresas atrevidas,! a proyectos de grandeza humana absolutamente desacreditados,/ reduciendo la tierra y el agua a vuestro servi­cio,/ explotando los mares y perfo­rando las montañas,/ dividiendo las estrellas en comunes y preferidas,/ ocupados en diseñar la nevera perfec­ta,/ ocupados en elaborar una moral racional,/ ocupados en imprimir tan­tos libros como sea posible,/ conspi­rando por la felicidad y tirando bote­llas vacías,/ volviéndoos de vuestra vaciedad al entusiasmo febril/ por la nación o la raza o lo que llamáis humanidad;/ aunque olvidéis el cami­no al Templo,/ hay Una que recuerda el camino a vuestra puerta;/ de la Vida quizá podéis evadiros; pero no os evadiréis de la Muerte./ No rene­garéis de la Extranjera.» (n.d.t.: T.S. Eliot: Poesías reunidas 1909-1962, Alianza Editorial, Madrid, 1981. pp. 177-178).


Por último, ¿nos puede indicar lugares de sus escritos en los que se refleja, hoy, de forma más clara e intensa, el juicio sobre nuestro tiempo? Le pido, en definitiva, una especie de deberes para casa.

Recomendaría la lectura de los capítulos décimo y decimocuarto de El Sentido Religioso (Ed. Encuentro, Madrid 1988). Después me diréis vuestras impresiones. Lo otro que me permitiría señalar es la introducción al libro En busca del rostro humano.

Gracias.

Gracias.

(traducido por José Clavería, Carmen Giussani, María de los Ángeles Martínez)

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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