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PALABRA ENTRE NOSOTROS

Ese atrevimiento ingenuo que viene de la fe

Luigi Giussani

Comunión y Liberación cumple cuarenta años: entrevista al fundador Luigi Giussani por Michele Fazioli
Publicada en el Giornale del Popolo, Lugano, 6 de enero de 1995


El Movimiento eclesial Comunión y Liberación cumple cuarenta años, como se ha recordado ampliamente en la prensa durante las semanas pasadas. Fue efectivamente hace cuarenta años cuando un sacerdote, profesor de religión, don Luigi Giussani, al subir un día los tres escalones de entrada del Liceo Berchet de Milán, se encontró con un grupo de estudiantes y les preguntó sobre su ser cristiano y sobre el hecho de que fueran tan poco identificables. De allí, de aquel pequeño grupo de estudiantes, arrancó un Movimiento que se convirtió en Gioventù Studentesca y después en Comunión y Liberación y que hoy cuenta con cien mil seguidores en 42 paises del mundo y tiene misiones en Brasil, en Africa o en Siberia. Comunión y Liberación es uno de los Movimientos eclesiales más valorados por el actual Pontífice y es particularmente vivaz en la educación de la fe. En el XL aniversario y con ocasión de la Navidad hemos entrevistado a su fundador, monseñor Luigi Giussani.

Despojemos a la Navidad de todos los aditamentos que no tienen nada que ver con el núcleo de la cuestión y vayamos a lo esencial de la Navidad cristiana, que es memoria y al mismo tiempo presencia de un Acontecimiento: Dios se hizo hombre y habitó en medio de nosotros. Después de dos mil años ¿son aún visibles y encontrables este acontecimiento y esta presencia? ¿Cómo?
Luigi Giussani: San Juan dice en su primera carta literalmente esto: «Lo que hemos visto, lo que hemos oído, lo que hemos tocado, es el Verbo de la vida». La verdad acerca del mundo y de la existencia se hizo carne; tanto es así que fue vista y tocada. Pero, ¿qué sería ahora si no fuese, justamente hoy, visible, audible y tocable? Dice Kierkegaard que «la única relación que se puede crear con la grandeza es la contemporaneidad». Esto significa que algo sólo es grande si está presente. Si no está presente en el presente, no existe. Y añade también que un muerto no puede cambiar a las personas. El recuerdo de un muerto conmoverá a las personas, pero no las moverá, no las cambiará. A partir de esto se comprende cómo hoy, según la fe cristiana, se puede tocar, ver y oir a Cristo constatando en una relación el cambio que la fe vivida opera en esa persona.

Por tanto la fe debe encontrarse como una presencia viva; y entonces, cambia a la persona. Si no la cambia, ¿no es fe?
Se encuentra precisamente en cuanto que cambia. En otro caso no habría ni siquiera un motivo para la fe.

Estamos ahora, en esta Navidad, dos mil años después del nacimiento de Jesús en Palestina. Pero la certeza de aquel Acontecimiento, la fe, ¿está aún presente universalmente? En el mundo hay hoy siete mil millones de hombres, de los cuales mil millones se consideran cristianos. De estos mil el diez por ciento es practicante y de este diez por ciento quizá solo una parte tiene verdaderamente plena conciencia del acontecimiento cristiano. Después de dos mil años ¿no contradice esto la pretensión de universalidad del hecho cristiano?
Uno de los primeros misioneros que fueron al Japón, de entre los primeros jesuítas compañeros de San Francisco Javier, decía ya entonces: «No nos preguntemos si somos pocos: digamos más bien que somos». Es un gran desafío en cuanto reclamo para el corazón del hombre, para la inteligencia del hombre. El hecho cristiano era identificable hace dos mil años en una persona: si dos mil años después todavía me interesa a mí, de tal manera que su indagación no da tregua a mi corazón y a mi mente; si su búsqueda se hace cada vez más profunda y actual; si me llena de esperanza el hecho de que como dirección y perspectiva de futuro, partiendo de la experiencia presente, yo pueda afrontar los problemas con claridad de criterio y de valoración; si aún puedo estar haciendo esto, entonces es que se trata de un milagro. Para la Iglesia el milagro es un hecho (un hecho, y, por tanto, un acontecimiento) que, inexorablemente, remite a Dios, a Cristo. Por ejemplo, oir hablar a las hermanas de la Madre Teresa de Calcuta. Una de ellas encuentra en una cloaca al aire libre a un pobre moribundo, metido en el fango: las hermanas lo cogen, se lo llevan a casa, lo lavan, lo curan. Cuando está a punto de morir, él dice esta frase: «He vivido como un desgraciado, pero muero como un príncipe». Es algo humano, pero es algo que en el fondo sólo es posible encontrar dentro de ciertas circunstancias determinadas por el hecho cristiano.

El mundo de hoy, la cultura de hoy, sostiene, quizá no siempre pero ciertamente con frecuencia, que la fe contradice la razón. Vd. sostiene, en cambio, lo contrario; es decir, que la fe valora al máximo la razón y que en cualquier caso la fe es razonable.
Si la fe es que Cristo se propone al hombre como su Salvación, entonces es una potenciación de la razón, pues debe intervenir toda ella por entero: no una censura, o un silenciador de algún aspecto, o una utilización de los datos humanos según un cálculo preconcebido. Vd. me recuerda un hecho que me sucedió, porque todas las cosas que he aprendido no las he aprendido estudiando teología o enseñando teología en el Seminario y después en la Universidad, sino que las he aprendido de los chicos, al tener que responder a sus preguntas. La primera clase en la que entré hace 40 años, después de haber subido aquellos tres escalones del Liceo Berchet, era la clase de primero E (corresponde a tercero de BUP, ndt.). Iba a subir a la tarima y veo en el fondo, junto a la pared, a uno que alza la mano. Estamos bien, me digo, ya hay una objeción antes de empezar. Y le digo: «Diga». Y él: «Profesor, es inútil que venga a hablarnos de religión. Para hablar hay que razonar. Vd. aplicaría la razón a la fe. Pero estas dos palabras son incompatibles, porque son como dos líneas divergentes. Lo que es verdadero para la fe puede ser erróneo para la razón, y viceversa. No tienen nada que ver. No podemos hablar de la fe porque la fe es un sentimiento que se tiene o no se tiene».
Inmediatamente pensé para mis adentros: este es el primer resultado de la presencia de algún profesor de filosofía. Se me ocurrió preguntar: «Perdone, según Vd. ¿qué es la fe?». Silencio. Entonces pregunté a toda la clase: «Según vosotros ¿qué es la fe?». Silencio, y las sonrisas iniciales desaparecieron. Entonces pregunté: «Según vosotros, ¿qué es la razón?». Silencio también ante esta pregunta. Después de preguntar esto empecé la lección y estuve discutiendo durante toda la hora. Al salir me encuentro al profesor de filosofía que iba a entrar y le digo: «Profesor, estos chicos juegan un poco deslealmente, usan palabras de las que no saben el significado». Y le expliqué la situación. Y él dice: «No, es justo, también la Iglesia lo sostiene». Yo respondo: «Pero ¿cómo? ¡Yo he estudiado teología y no he oído jamás una cosa semejante!». Y me dice: «El Concilio Arausicano II...». Entonces repliqué inmediatamente: «Vd enseña también historia y por ello debería ser Vd. el que me enseñara que las definiciones hay que entenderlas dentro del contexto histórico en que se pronuncian. La Iglesia quería decir que la fe puede decir verdades que la razón no puede demostrar: que existe el Misterio lo demuestra la razón, pero que el Misterio sea Padre, Hijo y Espíritu Santo, sobre esto la razón calla». Mientras tanto toda la clase había salido fuera del aula y los chicos estaban a nuestro alrededor pendientes de lo que decíamos. Yo debía ir a otra clase, pero me urgía que los chicos comprendieran el problema que me preocupaba. Así, pues, pregunté al profesor: «Mire, continuaremos la discusión en otra ocasión; pero por ahora respóndame a esto: yo le juro que existe América, sin haberla visto, sin la hipótesis siquiera de poder verla. En el estado actual de las cosas yo digo que América existe, con la misma certeza evidente con la que veo que Vd está presente ante mí. Igual que veo que Vd. está presente, yo digo que América existe, sin haberla visto nunca y sin siquiera poner como condición que yo la pueda ver algún día. La cuestión es que la existencia de América es atestiguada por millones de personas. La pregunta que le hago, entonces, es si esta persuasión mía es razonable o no». Después de un instante de suspense, el profesor quiso ser coherente y dijo: «No». Entonces le dije: «Gracias. El verdadero problema que hay entre vosotros y yo, el primer problema verdadero, no es que vosotros no creáis y que yo crea. No es la fe. Es un concepto de razón lo que nos separa. La fe me hace activar un concepto de razón más completo que el que tenéis vosotros, porque ya lo habéis oido: para mí decir que América existe es razonabilísimo».

Por tanto la fe quiere decir, si he entendido bien, fiarse de uno que da testimonio. Porque alguien podría decir: yo no estaba allí hace dos mil años, en Palestina, no he podido ver ni tocar a Jesús. Sin embargo, la fe continúa existiendo, aquí y ahora.
Cómo continúa la fe es también algo fácilmente comprensible. Pienso en los dos primeros que vieron y encontraron a Jesús, como narra San Juan cuando habla del primer encuentro que tuvieron él y Andrés. Porque el cristianismo es un acontecimiento que tiene siempre la fisonomía de un encuentro. Juan y Andrés le siguieron por curiosidad mientras se alejaba de Juan el Bautista, y Jesús sintiendo que le seguían, se volvió y dijo: «¿Qué buscáis?». Ellos dijeron: «¿Dónde vives?». Y él respondió: «Venid y lo veréis...». Y ellos fueron y permanecieron con él todo el día. No se describe ningún detalle: Juan, el escritor que relata esta historia cuando era viejo, narra los hechos sin describirlos. Fueron allí para escucharle, más aún, a verle hablar aunque no entendieran todo lo que decía. Pero hablaba de tal modo que más tarde dirán: «Nadie ha hablado jamás como este hombre». Se sintieron admirados oyéndole hablar, y nació en aquel momento la pregunta con la que el problema ha entrado en el mundo y, pese a quien pese, se ha convertido en el problema perenne de la historia: «Pero, ¿quién es éste? ¿Cómo consigue hablar así?». Y. mientras tanto, sentían que algo empezaba a cambiar en ellos. Se puede reconstruir el punto de las «notas» de Juan en el que el relato se suspende y todo se da por supuesto. Podemos imaginar la vuelta a casa, en silencio, conmovidos hasta la médula de los huesos. Andrés entraría en casa y su mujer, sin reprocharle el retraso, le diría: «Estás cambiado, esta noche estás distinto. ¿Qué te ha pasado?». Y él, explotando quizá de emoción, la abrazaría de un modo distinto a otras veces.
Pero la misma pregunta resonará de nuevo más tarde. Poco tiempo después, yendo en barca durante una tempestad en el mar, los discípulos, espantados, despertaron a Jesús que. cansado, dormía y le dijeron: «Sálvanos, que nos vamos al fondo». Él miró al mar y la tempestad se calmó.
Y ellos, llenos de espanto, ellos, que le conocían, que estaban con él, que conocían a su madre y a sus parientes, se dijeron: «Pero, ¿quién es éste?». Lo que decía y lo que hacía era tan desproporcionado para ellos que aquella pregunta expresaba su desconcierto: «Pero, ¿quién es éste?». Más tarde expresaron la misma frase sus adversarios, cuando, antes de prenderlo en Jerusalén para matarlo, le preguntaron literalmente: «¿Hasta cuándo nos vas a tener en vilo? ¿De dónde vienes? ¿Quién eres?». Y tenían su registro de nacimiento, se había inscrito en Belén, le conocían tan bien que le odiaban y le combatían. Pero también en ellos nacía aquél interrogante como consecuencia de la desproporción que experimentaban entre su propia medida y lo que él decía y hacía. Esto les producía rabia, mientras que a los discípulos les había despertado una confianza ilimitada en Él. Volviendo a aquel primer día, a aquel primer encuentro que tuvieron Juan y Andrés, ellos se marcharon de su lado aquella tarde con esta convicción: «Si no creo a este hombre, ya no creo ni siquiera a mis propios ojos». Era tal la evidencia de la necesidad y de la confianza, tal la evidencia de posibilidad de abandonarse a la franqueza de su hablar, que lo que le oyeron decir lo contaron. Y así Andrés se encuentra a su hermano Simón e inmediatamente le dice: «Hemos encontrado al Mesías». Y le llevó a Jesús. Y a Simón le sucedió lo mismo. Y Simón se lo dijo a sus amigos. Y los amigos se convirtieron en un grupo unido por la fuerza de aquel conocimiento. Hablan, usan las palabras que le han oído usar a Él, se las dicen a los amigos, a sus mujeres y a sus hijos y éstos a otros amigos más. Así se supera el primer siglo y, como un río, el encuentro con este personaje pasa a otros, hasta que ha llegado a mi madre. Este río, este testimonio ha llegado hasta mi madre y mi madre me lo ha dicho a mí y yo he entendido.

Por tanto Vd dice que todo sucede por un primer encuentro que después continúa en una cadena ininterrumpida, pero es siempre el mismo encuentro que se basa en la confianza que se pone en el testigo.
Se funda en la certeza de que quien da testimonio no engaña.

Sé que Vd se ha enfadado ante el razonamiento del periodista Scalfari (director de La Repubblica, ndt), razonamiento que se resume en una frase: «Nuestro carácter efímero es nuestra eternidad. Nuestra muerte es insignificante. Nuestro corazón es una bomba: el órgano más necesario y más tonto». Y Vd. ha reaccionado.
¿Y quién no reaccionaría? ¿Cómo se puede permitir que alguien destruya de ese modo el significado que todo hombre percibe y vive, del que goza y por el que llora y que encuentra dentro de sí mismo? Un grupo de estudiantes de Bolonia ha respondido con un panfleto al discurso inaugural del Año Académico que ha pronunciado Umberto Eco, según el cual la historia se ha movido sólo porque alguien quería jugar. Oyéndole, pues, da la impresión de que todo ha sucedido por diversión. Entonces, se han preguntado los estudiantes de Bolonia, si todo es un carrusel de engaños, ¿por qué los estudiantes estamos en la Universidad, por qué tenemos necesidad de trabajar, de casarnos, de ganar dinero, de tener hijos? ¿Por qué perder años dentro de esta caja de juegos falsos? Este grupo de estudiantes dice también: nosotros tenemos sed de verdad, tenemos sed de justicia, sed de amor, queremos formar una familia, queremos trabajar, queremos construir; nosotros creemos en la positividad de la evolución que la mano del hombre -y por tanto la mente y el corazón del hombre- obran en la historia.
No sentimos en absoluto como un juego el renacer y levantarse todas las mañanas para retomar el trabajo de cada día. Por esto la frase de Scalfari es una frase para mí delictiva: porque intenta destruir lo que en el hombre se impone experimentalmente de modo muy distinto al que él dice. Por algo la sed de verdad y la sed de felicidad se tratan como problemas capitales, en orden a una vida sana, y por la Iglesia más que por todos los demás.

Vd. habla frecuentemente de nihilismo, como si al rechazar el acontecimiento cristiano el hombre poco a poco acabara destruyéndose a sí mismo.
No soy el único en decir esto. Se pueden imaginar otras posturas que afrontan la situación humana en la realidad con una hipótesis positiva. Los trescientos personajes, jefes de religiones diferentes, que hicieron recientemente una peregrinación en Milán con el cardenal Martini, constituían cada uno un intento de interpretar la relación que media entre el efímero punto humano y su significado estable y eterno. Victor Hugo, en una bellísima poesía de su libro «Les contemplations», imagina a un hombre, sentado en la playa de noche, que mira a la estrella más próxima y se imagina cuantos miles y miles de arcos requeriría un puente que uniera ese estado suyo mortificado por la incógnita última y aquel punto último en el que la incógnita sería despejada, sería aclarada. Todos los hombres, en todas las épocas, lo han buscado de algún modo (de forma distinta, usando su cultura o su ignorancia o el ímpetu de su corazón); pero todos, en un momento dado, frente al resultado último de su búsqueda, después de la distracción con la que se ven justamente atraídos por los pasos del esfuerzo que hacen, se encuentran ante lo que una poesía de Par Lagerkvist dice muy bien: «Nadie responde a la voz que resuena en las tinieblas». Para el corazón del hombre existe como una atracción dentro de la realidad del mundo, pero nadie responde, no hay ninguna voz que pueda responder a esta espera del corazón. Pero, entonces, ¿por qué grita la voz? ¿Por qué grita el corazón, por qué exige, por qué pide? En último término esto es una seguridad, una certeza que sólo puede llegarle al hombre de una presencia mayor que él, que le acompañe en el camino de su vida, que le conforte, que le ilumine cuando se siente perdido y solo. Sin la certeza de una presencia actual de lo divino es demasiado difícil que el hombre pueda dar una respuesta a lo largo del camino a sus porqués. O la da como Scalfari, pero esto es precisamente el comienzo de la destrucción, la tragedia y ya no el drama. El drama es una vida que transcurre entre un YO y un TU, entre un NOSOTROS y un VOSOTROS que se ofrecen permanentemente el uno al otro. La tragedia es la destrucción del YO y del TU, es un modo destructivo de mirar las cosas, de considerar la propia relación.

Recientemente ha usado Ud. una analogía, una imagen muy bella, lírica, para expresar que el cristianismo es algo que llega a nuestro encuentro desde el horizonte remoto, aparentemente vacío, y que sin embargo, correspondiendo a la esperanza y respondiendo a la espera del hombre, surge alguien en ese horizonte. Por tanto, al final, monseñor Giussani, el horizonte no está vacío.
¡Qué cierto es esto! Significa reidentificar el acontecimiento cristiano. Usaba esa imagen comentando positivamente la bellísima canción española titulada «Las sevillanas del adiós», que oí por primera vez a todo el pueblo reunido para despedir al Papa que se iba de Sevilla: «Algo se muere en el alma cuando un amigo se va, el barco se hace pequeño cuando se aleja en el mar y cuando se va perdiendo ¡qué grande es la soledad! Este vacío que deja el amigo que se va es como un pozo sin fondo que no se puede llenar». La canción habla de algunos que acompañan hasta la orilla del mar al amigo que se va; el amigo sube a la barca, ésta se aleja, se aleja, y se hace cada vez más pequeña hasta que llega al horizonte extremo que se la traga: y ya no se ve nada. No queda nada excepto la memoria y el dolor de un recuerdo. El cristiano, por el contrario, es un hombre que esté apoyado en el malecón del puerto, que está allí mirando al mar en el que no hay nada, excepto esa última línea que es el horizonte. Pero mientras que para el hombre normal aquella línea del horizonte es el punto en el que todo sucumbe y desaparece, para el cristiano la línea del horizonte es como el enigma, el misterio del que debe brotar, del que debe fluir ante él, debe llegar algo hasta él. Y, de hecho, en un momento dado aparece un punto en la línea del horizonte. La barca, que es un punto, se hace cada vez mayor, cada vez mayor hasta que se ve a un hombre, el barquero, sentado en su interior. La barca se acerca a la orilla, atraca, y el hombre que estaba esperando abraza al que llega. El cristianismo nace así: como el hombre que espera y que abraza al hombre que llega.

Por tanto, la perdida dolorosa del amigo en la línea del horizonte de la canción española se vuelve totalmente del revés y se convierte en espera y abrazo del que llega.
En efecto, si Dios se hace hombre, la hipótesis misma decide acerca de su propia veracidad, pues es inconcebible, impensable, inimaginable para el hombre. No hay ninguna afirmación que el hombre pueda inventar mayor que ésta: que Dios se haga hombre. Unicamente esto puede dalla vuelta a la situación, haciendo que en el mar inmenso, en el horizonte hostil y sin vida nazca algo que agigantándose con el tiempo alcance al hombre de un modo tan exhaustivo tan correspondiente a su espera, que el hombre se llena, se siente protagonista del tiempo y del espacio. El cristianismo genera un nuevo protagonista dentro de la historia.

Pero cuando hoy este acontecimiento cristiano al que usted se ha referido desde el comienzo (y que está tan bien representado en su imagen del horizonte) no siempre se percibe con plenitud, ¿no tiene la Iglesia alguna responsabilidad?
Sin duda; y en la medida en que con frecuencia la Iglesia no ha sugerido la forma coherente en que debía presentarse como ideal de educación del pueblo. La Iglesia nace como presencia continua del acontecimiento de Cristo y, por consiguiente, debe nacer siempre como nació el acontecimiento de Cristo: un encuentro que tiene una persona con otra persona, un ámbito humano en el que la propia subjetividad se ve completamente traspasada por el estupor de algo nuevo, más justo, más bello, más bueno, más paciente, más conveniente (en el sentido casi comercial del término, pues también Jesús usó esta palabra: «Os conviene hacer lo que yo os digo»). La Iglesia ha oscurecido frecuentemente la fuerza de este encuentro al permitir que se redujese su naturaleza y su estructura a teología, a construcción intelectual, que además tiene el inconveniente de ser distinta para cada teólogo y por ello, en la medida en que estos teólogos adquieren fama, confunden las ideas del pueblo en lugar de clarificar el camino que hay que tomar. Todo aquello que, por parte de los teólogos, no es un intento justo de investigar para mejorar el conocimiento del dogma, se convierte en niebla confusa para aquellos que les siguen, al verse debatir entre opuestas, o en todo caso
Lo más grande que Cristo ha hecho para la educación de la humanidad es establecer una autoridad: la autoridad del Papa; autoridad objetiva, no interpretable por otros, ni siquiera por los teólogos; no creadora de leyes, sino mediadora de su mensaje divino para los hombres
distintas, interpretaciones de Cristo. De hecho, lo más grande que Cristo ha hecho para la educación de la humanidad es establecer una autoridad: la autoridad del Papa; autoridad objetiva, no interpretable por otros, ni siquiera por los teólogos; no creadora de leyes, sino mediadora de su mensaje divino para los hombres. Y esta autoridad infalible no se estableció para que fuera un hombre excepcional el Papa que se pusiera al mando del rebaño, sino porque Dios tiene tanto poder que puede regir infaliblemente el modo en que uno determina los programas adecuados para el caminar del hombre.
La otra tentación es la reducción moralizante, el moralismo, es decir, la lectura del acontecimiento cristiano como reflexión y tentativa moral.

Esto lo dijo muy bien Juan Pablo I: «La desgracia del cristianismo actual es el haber sustituido el estupor por el acontecimiento cristiano con reglas». Por tanto, ¿la moral antes que la fe, cuándo en realidad debería ser lo contrario?
Exactamente. Pero si el primer defecto (el intelectualismo) es una tentación más inmediata para el individuo. según la genialidad que tenga, este segundo defecto está favorecido por el poder, por el poder del Estado, cuando el Estado se convierte en poder y no en servicio, sea del color que sea. Y esto sucede cuando se quiere gobernar también el alma del hombre, del pueblo. Entonces se subrayan ciertos valores que la cultura de la época hace que resulten obvios, configurando no ya la imagen del ciudadano sino la del hombre, y por tanto importantes, mientras se censuran otros; y después se juzga a los hombres conforme a esta enfatización parcial. Por otra parte, no es que la Iglesia no mantenga las leyes morales y el decálogo de Dios, conocido ya en el Antiguo Testamento. Pero el problema es que su naturaleza, en concreto, si se identifica y codifica como un conjunto de leyes, da lugar a muchos equívocos, especialmente cuando la sociedad presiona de manera despótica en la cultura que define el clima de las escuelas, universidades, periódicos y medios de comunicación de masas en general. Por el contrario la moral de la Iglesia se expresa, sí, en leyes a las que la vida debe adecuarse, pero estas leyes nacen del asombro y del amor que produce el encuentro originador de la fe. Todo el que tiene esta esperanza, decía san Juan, la esperanza que nace viendo a Cristo como le vieron Juan y Andrés, se purifica como Él es puro. Es mucho más una mirada imitadora, es mucho más una mirada deseosa de seguir la perfección entrevista en el asombro original, que no el análisis de la naturaleza y del comportamiento humano para establecer qué es lo mejor que hacer.

Hemos dicho antes, monseñor Giussani, que el movimiento fundado por usted, Comunión y Liberación, surgido hace 40 años de aquel pequeño grupo de estudiantes del Liceo Berchet de Milán, ha tenido una afiliación enorme, que incluye hoy a cien mil personas en todo el mundo. A esta presencia fervorosa se le ha dirigido y se le dirige frecuentemente una crítica: que es un poco elitista, un poco ghetto tranquilizador y, sobre todo, integrista. ¿Qué tiene que decir a esto?
Si por integrismo se entiende una búsqueda de la verdad que sea intransigente con la objetividad del método y al mismo tiempo dolorosamente coherente con aquello que resulta evidente al investigador, entonces estoy contento de que me llamen integrista. Pero el integrismo debería ser que «lo que pienso yo, tienes que pensarlo tú también», una imposición formal a los otros, una exigencia de que los demás admitan mi postura como la única, un impedir a los demás la libertad de investigación y la responsabilidad de conclusiones. Ahora bien, esto es exactamente lo contrario de nuestra actitud.

Otra cosa: ¿qué es ese «atrevimiento ingenuo» con el que Vd define su Movimiento a los cuarenta años de su nacimiento?
Esto pone en evidencia que no somos integristas. El «atrevimiento» deriva de la naturaleza última del acontecimiento, de la certeza de que el encuentro realizado es el encuentro con la Verdad, con la Verdad de la Tierra Incógnita, como escribían los geógrafos antiguos en torno a la tierra conocida, es decir, del Misterio. El cristianismo es el encuentro con el Misterio dentro de una relación humana.

¿Y la ingenuidad?
La ingenuidad es la sencillez con la que queremos ser coherentes con este encuentro. El atrevimiento se apoya en la certeza. La ingenuidad es un acto de humildad y de amor.

Ha hablado Vd de la cadena de encuentros que han llevado desde aquel encuentro que tuvieron Juan y Andrés con Jesús hasta el encuentro dentro de una compañía ahora. Pero, ¿cómo puede verse concretamente, como puede tocarse con la mano este encuentro que revive continuamente?
Quiero responder citando una carta que me ha enviado Andrea, un joven enfermo de SIDA, dos días antes de morir. Leo un pasaje: «Le escribo únicamente para darle las gracias; gracias por haber dado un sentido a mi árida vida... Mi vida, ahora oculta y estéril...ha cobrado repentinamente un sentido y un significado que expulsa los malos pensamientos y los dolores; es más, los abraza y los hace verdaderos haciendo de mi cuerpo larvoso y pútrido un signo de Su presencia. Gracias, don Giussani, gracias porque me ha comunicado esta fe o, como Vd. lo llama, este acontecimiento. Ahora me siento en paz, libre y en paz. Cuando Ziba (un amigo) recitaba el Angelus ante mí, yo blasfemaba en su cara, le odiaba y le decía que era un cobarde, porque lo único que sabía hacer era decir aquellas estúpidas oraciones ante mí. Ahora, cuando intento balbucearlo con él, comprendo que el cobarde era yo, porque no veía la verdad que tenía delante a un palmo de mi nariz... Gracias, porque con lágrimas puedo decir que morir así tiene ahora un sentido, no porque sea más bello -tengo mucho miedo a morir- sino porque ahora sé que hay alguien que me quiere y que incluso yo puedo quizá salvarme y que también yo puedo rezar para que mis compañeros de habitación encuentren y vean lo que yo he visto y he encontrado».
Justamente al mismo tiempo, me llegó otra carta de una madre de familia, esposa de un profesor universitario, también en el umbral del declive final debido a la extensión de un mal espeluznante, un cáncer. Desde la vertiginosa situación humana en la que se encuentra, indicaba con estas palabras la novedad impresionante de su cambio radical: «Te doy las gracias a ti y al Movimiento porque me habéis permitido conocer el rostro bueno del Misterio». El corazón del que oye -o lee- esto vive el ininterrumpido silencio último del asombro.
La abundancia, la grandeza, el resultado admirable de los cambios provocados por el encuentro con nuestra compañía, que representa el Acontecimiento ofrecido de nuevo, el clima mismo de nuestra compañía, en el que sensiblemente convergen estos cambios que se multiplican, todo esto da una seguridad a la intuición de la verdad que permite afrontar de manera diferente cualquier cosa de la vida. Incluida la muerte. La muerte o, más tranquilamente, la vida cotidiana. Los padres me escriben cartas a centenares en las que me preguntan «¿qué ha hecho, que habéis hecho con mi hijo? Ahora nos trata bien. Ha cambiado».

Gracias, don Giussani, por esta entrevista navideña, dirigida a la Suiza italiana. ¡Feliz Navidad!
También yo deseo una feliz Navidad a todos los amigos suizos. Y quisiera recordarles el caso de un cambio (porque se puede llamar así) que les interesa, que interesa a todos y cada uno. Es el caso de vuestro obispo. Desde que la enfermedad mortal le agredió (no inmediatamente mortal, pero por su propia naturaleza mortal), ha cambiado mucho. Cuando le vi por primera vez después de que la enfermedad se declarase vino hacia mí y me dijo: «El tiempo apremia» Ha cambiado tanto en su dedicación, en su sacrificio, en su aceptación, en la sencillez de su fe, él, que es un gran teólogo, que me parece, a mí que soy extranjero, que en su diócesis ha sucedido un milagro: un cambio visible, objetivo, en toda su diócesis. Recemos por él.




 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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