De la homilía de monseñor James Matthew Wingle, obispo de Saint Catherines, Toronto. La Thuile, 20 de agosto Queridos hermanos y hermanas en Cristo, el privilegio más grande de la vida, de la mía y de la vuestra, es formar parte de este pueblo que lleva el nombre de Cristo. Estoy convencido con todo mi ser de que no hay nada en mí, ninguna capacidad por la que haya merecido un favor tan imponente: ser llamado al encuentro con el Dios vivo. Y no solamente –vosotros y yo– somos llamados a encontrar a Cristo, sino que somos acogidos por Él en una intimidad amorosa y duradera, que abraza nuestra vida por entero. Querría contaros un episodio de la vida de un queridísimo sacerdote anciano de mi diócesis, que he enterrado hace un par de días, antes de venir a La Thuile. Se llamaba Philippe Label. De joven fue moje trapense, pero tuvo que dejar la vida monacal por motivos de salud. Cuando llegó a la diócesis, se recuperó un poco. Para su trabajo pastoral era importante que aprendiera a conducir, por eso comenzó a estudiar para conseguir el carnet de conducir, aunque era ya bastante mayor. Un día llegó una llamada de urgencias desde el hospital. En ese momento el padre Philippe era el único sacerdote que se encontraba en la casa parroquial y decidió conducir, aunque tenía un permiso provisional. Se chocó contra dos coches que estaban parados en la calle, pero llegó hasta el hospital. Poco después le alcanzó la policía y acabó en los tribunales. El juez le preguntó «¿Pero no sabía que con el permiso provisional no puede conducir usted solo?». El padre Philippe contestó: «Señor juez, no estaba solo». El juez le replicó: «Mire padre, la policía ha testificado que usted estaba solo». Padre Philippe: «Cristo estaba conmigo, siempre está conmigo. Sólo que ellos no podían verlo... ». Al final, el padre Philippe no fue multado. El juez quedó sorprendido por el testimonio tan directo de la presencia de Cristo, que ese sacerdote le había puesto delante. Lo que hemos escuchado en estos días –la imposible correspondencia– es una realidad que comprobamos en las circunstancias únicas de la experiencia de la vida de cada uno de nosotros. Por ello hemos sido elegidos y somos llamados por obra y gracia del Espíritu Santo, que la pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo nos mereció. Como fue para Mateo –y la obra maestra de Caravaggio que se encuentra en la Iglesia de San Luis de los Franceses en Roma lo retrata de manera incomparable–, cuando nos alcanza la mirada de Cristo, llena de amor apasionado, también nosotros quedamos absolutamente sorprendidos, somos rescatados de la oscuridad de una falsa identidad y todo nuestro ser queda revelado en los ojos de Cristo. Mi libertad se siente provocada a responder a un amor tan grande. Así descubrimos el horizonte infinito para el que fuimos creados. San Bernardo de Claraval, a quien hoy recordamos, nos dice: «Os pido, hermanos, que estéis alerta en lo alto de las torres, porque este es el tiempo de la batalla. Que todo nuestro hacer esté en el corazón, donde tiene su morada Cristo, con juicio y consejo, pero sin confiar en nuestro hacer ni en nuestras frágiles defensas». Amén.
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