De Norte a Sur, de Oriente a Occidente, el paisaje de Europa tiene una nota común: las iglesias. Pequeñas y grandes, rústicas o refinadas, se levantan del suelo y apuntan todas sus torres hacia un único cielo. El autor recorre los elementos del Románico que plasma en piedra la historia de la gracia en la Europa medieval. El artista románico maneja el orden y la jerarquía de la luz natural, aparejándola con los gruesos muros de piedra para que se concentre la atención al final del eje: el altar. Un bloque de piedra materializa el punto de fuga aparentemente intangible. La materia y el Misterio se encuentran. El Románico nos hace participar todavía hoy de una mentalidad unificada por el misterio de la Encarnación
Los hombres siempre han sido débiles y pecadores, pero hubo un tiempo en el que, al caer la tarde, se dolían de ello y recordaban que era necesario mirar al Misterio para recuperar su humanidad. Entonces dejaban las herramientas del campo e iban justamente allí, a la pequeña ermita recién construida a las afueras del pueblo, junto al camino que se detenía a media ladera. Tenían que darse prisa, porque el sol estaba a punto de ponerse detrás del montículo.
Un conjunto de columnas, no muy altas, recortaban una pequeña puerta en el muro, bajo un arco. Encima de ella, una figura serena les indicaba el camino. Era del mismo color rojizo y ocre de las tierras y campos en los que habían estado trabajando. Entonces, se paraban y contemplaban. Siempre les ocurría lo mismo: había un instante de tiempo para el cual no era posible la prisa, y ese instante se llenaba de un silencio dorado y majestuoso. Finalmente, entraban juntos.
¿De dónde nace esta sensibilidad? ¿Qué significado tiene? ¿Por qué se siente un reconocimiento interior con respecto al espacio en el que nos introducimos? ¿Está capacitado el hombre moderno para interpretar el valor profundo de los signos?
La arquitectura de las respuestas y la de los templos tiene la misma estructura.
La puerta
El simbolismo de la puerta en los monumentos religiosos creados por el hombre gira en torno a las ideas de introducción, presentación o apertura al Misterio.
No es posible entrar en una Iglesia románica sin un instante previo de contemplación del Misterio, que se nos presenta con una extraordinaria composición escultórica presidiendo el tímpano semicircular de la puerta. Aparece la imagen de Jesucristo como Pantocrator o Majestas Domini, en el centro, rodeado por una mandorla y los cuatro evangelistas. El Bien y el Mal están representados en ambos lados, con toda la simbología que la iconografía cristiana ha ido incorporando a su memoria. Partiendo de la imagen del Cristo cósmico y del Dios Creador –en el centro la Creación como único punto o Estrella Polar– a Su alrededor, y según la línea del movimiento, el círculo, se va explicando la Creación. Aparecen los elementos de la naturaleza en su dimensión divina, tal como sucede con el árbol, que siempre tiene un lugar reservado en la entrada.
La victoria y el camino
¿Por qué aparece en la puerta esta composición?
Este ritual es la evolución de las primeras representaciones iconográficas de las basílicas cristianas, donde figuraba, a la manera de los grandes arcos romanos de la victoria, la representación del mosaico de Cristo Salvador presidiendo el transepto o tránsito de la nave al ábside del presbiterio, es decir, en la puerta interior del Templo.
El hombre románico traslada esta iconografía a la fachada: «Yo soy el camino, quien entre por Mí se salvará». Entrar bajo un Cristo románico supone revestirse de la dignidad que se ha recibido de forma gratuita: el inicio del camino para el encuentro con Dios no se produce por una capacidad de nuestra voluntad, sino por la gratuidad que proviene de un Dios que se ha revelado.
Por lo tanto, el Misterio se nos ha presentado (contemplación de la fachada), somos introducidos en Él de forma gratuita (atravesamos la puerta bajo Él) y, dependiendo de nuestra libertad, se adopta una posición de apertura hacia Él (penetramos en el espacio interior).
Un pretendido destierro
Esta transición, en la actualidad, aparece destruida por dos motivos.
Por una parte, el pretendido destierro y confinamiento del Misterio a los templos como continentes vacíos de contenido y alejados de la realidad. Por otra, la distracción generalizada con respecto a todo aquello que implique una identificación o “inquietud religiosa”.
Como consecuencia, la arquitectura traslada estas percepciones hacia unos espacios carentes de significado, recuerdos nostálgicos de algo que en su día fue o aconteció, como un vago y nostálgico recuerdo, repitiendo formas y ritos del pasado, incapaz de implicarse y hablar en el lenguaje actual.
La libertad del interior
La primera sensación que nos invade es la de un espacio sobrecogedor, sin poder identificar con exactitud la naturaleza de tal sentimiento. Sabemos que nos gusta, pero no sabemos por qué. ¿El silencio? ¿La luz o la no luz? ¿Los muros tan gruesos? ¿La altura? ¿El orden? ¿Los arcos?
Resulta increíblemente compleja la respuesta a tales preguntas si no se parte de algo que sí es evidente: existe un reconocimiento interior con respecto al espacio que estamos recorriendo. Se tiene la sensación de que lo que allí está ocurriendo –porque es algo tangible el hecho de que allí ocurre algo– ha sucedido en alguna parte de nuestro interior, o se corresponde con algo nuestro. Nos sorprendemos de la rapidez con la que nos sentimos atrapados por dicho espacio, y nos apoderamos del mismo.
Espacio y tiempo
Grandes lienzos paralelos, corpóreos, rítmicos y altos, soportados u horadados por columnas y coronados por una sucesión de arcos, en una zona de penumbra que nos dirige la vista hacia el fondo, donde un foco de luz que proviene de un punto no visible o atravesando tres ventanas en el ábside ilumina el altar.
Muros unidos mediante bóvedas de cañón o de arista, con un sencillo entramado de madera en los casos de iglesias de una sola nave. La mirada va recorriendo solemnemente la continuidad de los muros porque no hay nada en ellos que lo impida. Y al fondo la luz, siempre la luz. Sillares de piedra que van moldeando los huecos. Y mientras caminamos escuchando cómo el silencio se extiende sobre un suelo de piedra, unas brechas en los muros dejan pasar unos intensos rayos de luz, depositándolos cuidadosamente entre las columnas. La entrada de la luz a través de las pequeñas saetas es algo natural, regular, constante: es la historia de la Gracia.
Luz y penumbra
El artista románico maneja como nadie el ordenamiento y la jerarquía de la luz natural, aparejándola con los gruesos muros de piedra. Sólo abre huecos donde resulta estrictamente necesario, porque nada puede desviar la atención del final del eje: el altar. El punto de fuga se materializa en un bloque de piedra, que tiene un claro significado evangélico: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y los poderes del mal no prevalecerán contra ella». Representa la eternidad de la Iglesia, el principio y el fin. Nada debe llamar la atención en un presbiterio románico más que el altar y, sobre él, el Pan y el Vino. ¡Qué difícil resulta para el hombre de hoy la comprensión de este gesto!
El Cristo pintado al fresco nos recuerda nuevamente la puerta, y uno no puede dejar de volverse y mirar hacia la entrada, para contemplar los últimos rayos de luz de poniente que atraviesan el espacio.
La raíz cultural
¿Cómo es posible que se identifique la Edad Media como un periodo oscurantista, de entorpecimiento intelectual o artístico? ¿No deberíamos profundizar en la raíz cultural que ha hecho posible tal Belleza?
Tal raíz no es otra que la derivada del monacato benedictino preconizado por San Benito de Nursia (480-553). No queda ningún testimonio acerca de las primeras fundaciones, pero no resulta descabellado pensar que los primeros templos cristianos de Roma eran los ejemplos más cercanos y contemporáneos hacia los que el gran santo podía mirar.
Con posterioridad, Carlomagno (768-814) asumió la regla benedictina en su Imperio y la Orden se propagó de forma vertiginosa por toda la Europa centro oriental, la meridional y en general por los territorios del antiguo Imperio romano, transformando la cultura de la época. En el año 820 surgió el famoso plano manuscrito conservado en la biblioteca del monasterio de Saint-Gallen, que representaba el proyecto no realizado origen de las primeras fundaciones monásticas de arquitectura románico-borgoñesa.
Una revolución en el Imperio
Un monje escribió una regla monástica para regular la vida de doce miembros de una comunidad religiosa. Este hecho real, aparentemente sin importancia, originó una revolución cultural en el Imperio más grande de la época, continuación del Romano. (El propio Carlomagno era familiarmente llamado Flavius Anicius Caelus).
Esta revolución cultural va llegando, a través de los caminos de la ruta francesa, hasta Santiago de Compostela, donde la actual catedral románica está levantada sobre los restos de la vieja iglesia de 879-96 construida por Alfonso III en estilo asturiano, y la girola con las capillas radiales ocupa el lugar del templo benedictino del s. IX.
El espacio románico posee una gran carga cultural y humana, coexistiendo una correspondencia total entre lo Sagrado y la realidad de cada instante. Es una arquitectura profundamente racional.
Desde este punto de vista, resulta impensable concebir que un grupo de monjes pudiera reunirse para compartir su vida en un lugar en el que primara la ausencia de belleza.
Límite y gloria
El recorrido explicado es aplicable a cualquier tipo de templo románico, desde las pequeñas ermitas de barrio hasta las grandes iglesias de peregrinación.
Pensemos otra vez en nuestros campesinos medievales. Miraban. Entendían que todo su límite humano estaba salvado por la Misericordia y la Gracia, pero, ciertamente, su vida era dura, muy dura. Si era verdad que el Misterio existía, necesitaban verlo, tocarlo, no solamente para ellos, sino para toda su familia y sus amigos. Era su vida la que estaba implicada. Necesitaban el Misterio conviviendo con ella.
Por eso se juntaron varios. Habían oído que, en algún lugar, al Noroeste, la gente se reunía para caminar hacia Santiago. Reyes y plebeyos, ricos y mercaderes, juglares y trovadores, artistas y sabios, santos y pecadores. Decidieron ponerse en marcha.
Imaginemos la profunda conmoción que sentirían al llegar al final del Camino, al encontrarse con la gran Iglesia, y el Pórtico de la Gloria en la entrada. Estaban acostumbrados a su pequeña ermita, conocían el lenguaje, pero nunca habían visto ni sentido nada igual. Su sentido religioso se transfiguraba en sentido arquitectónico.
La liturgia comunitaria se enriquecía entonces con el ritual del peregrino. Recorrerían la gran Catedral dispuestos a culminar su largo viaje de reflexión, meditación y encuentro con la Iglesia desde la petición que realiza san Pablo: «…que seáis fortalecidos por la acción del Espíritu en el hombre interior, que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el Amor, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el Amor de Cristo que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total plenitud de Dios».
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