Todo el mundo dice sin vacilar que El Quijote es la mejor obra literaria en español, aunque puede ocurrir que alguien lo diga sin estar convencido, recordando que lo leyó obligado a los doce años y se impacientó de tantos episodios en los que el protagonista sale malparado y achaca todo lo que le sucede a los encantamientos. Una contribución para acercar a los lectores esta joya de la literatura, a las puertas del cuarto centenario de su publicación
Para comprender mejor al calamitoso héroe manchego, el bien llamado Caballero de la Triste Figura, convendría recordar un poco el código del amor cortés, código literario con el que sin duda estaban familiarizados los lectores de su tiempo; sería igualmente oportuno recuperar un poco el género de las novelas de caballerías y leer algún capítulo del Amadís de Gaula, la primera y mejor novela del género que se conserva en nuestra literatura; sería de todo punto aconsejable conocer, al menos a grandes rasgos, la apasionante biografía del autor alcalaíno, clave para entender al digno y estrafalario aventurero.
Por si no es posible ninguna de estas tres cosas, puede ser útil dar algunas pistas. ¿Dónde conviene mirar para comprender el alcance y la importancia de uno de los mitos literarios claves de la cultura occidental, un mito que, como los otros mitos, ayuda a cada ser humano a entender el mundo, y a entenderse uno mismo un poco mejor?
Cautiverio y libertad
Lo primero que hay que decir es que El Quijote sólo podía haberlo escrito alguien que se jugó la vida muchas veces por un ideal; un ideal que Cervantes vio resquebrajarse en la sociedad española a la vuelta de su cautiverio, pero no en él mismo, debido, tal vez, al agradecimiento a los frailes trinitarios que pagaron su rescate.
Cervantes, tras perder la movilidad de la mano izquierda como un héroe en «la más alta ocasión que vieron los siglos», como él mismo se refería a la batalla de Lepanto; tras jugarse la vida al intentar escapar de Argel con un mapa de las principales posiciones de los piratas berberiscos; tras sufrir penuria económica y sucesivas prisiones al desempeñar cargos públicos, necesitó decir cuál era ese ideal: «La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y , por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres» (II, 58).
La sabiduría de Sancho
La genialidad del autor está en exponer su ideal sin echar broncas a nadie, sólo con la parodia, la ironía y un humor finísimo con el que se ríe de sí mismo en primer lugar, poniendo en evidencia las contradicciones humanas. Y también en que creó un personaje que, más allá de su locura, tenía presente este ideal que, sólo otro personaje sin prejuicios como Sancho Panza, irá adquiriendo a través de una relación, de una amistad y una compañía.
Por boca de Sancho, refiriéndose a don Quijote, afirma: «que yo conozco que dice verdad; que si yo fuera discreto, días ha que había de haber dejado a mi amo. Pero ésta fue mi suerte, y ésta mi malandanza; no puedo más; seguirle tengo: quiérole bien, es agradecido... y , sobre todo, yo soy fiel; y así, es imposible que nos pueda apartar otro suceso que el de la pala y azadón. Y si vuestra altanería no quisiere que se me dé el prometido gobierno, de menos me hizo Dios, y podría ser que el no dármele redundase en pro de mi conciencia; y aún podría ser que se fuese más fácilmente Sancho escudero al cielo, que no Sancho gobernador» (II, 33).
Por eso Sancho, siendo rudo, será capaz de gobernar con buen juicio la inventada Barataria: «Primeramente, ¡oh hijo!, has de temer a Dios; porque en el temerle está la sabiduría, y siendo sabio no podrás errar en nada. Lo segundo, has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse» (don Quijote, dirigiéndose a Sancho, en II, 42).
De la imagen al ideal
Sancho también influye en su señor trayéndole a la realidad con su simpleza y su ingenuidad. Y, al mismo tiempo, el tipo más pegado a lo material, más primario, se va haciendo, poco a poco, espiritual sin dejar de ser carnal. De esa amistad surge el reconocimiento del Ideal de la libertad que, al final del libro, Sancho comprende perfectamente.
Patria mía «abre los brazos y recibe también a tu hijo don Quijote, que si viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor de sí mismo; que, según él me ha dicho, es el mayor vencimiento que desearse puede» (II, 72).
Sólo cuando surge el “ideal”, queda destruido el mito de la “imagen” inventada por don Quijote, el mito de una imagen esclavizante.
La realidad y Sancho
Porque lo que le sucede a don Quijote, un rústico hidalgo que roza ya la ancianidad, es que, como en todo ser humano, hay en él un deseo de plenitud y realización, de un motivo para vivir, de una razón por la que vivir los afanes de cada día, que le lleve hacia un destino de felicidad. Y entonces, en su pequeña hacienda manchega se entrega a la lectura de tantos libros fantásticos que le trastornan el juicio y le hacen imaginarse que es un caballero de novela. No un caballero medieval que lucha en la Reconquista o en Las Cruzadas, no. Imagina ser un ente de ficción: algo así como imaginarse ser Superman y caerse por la ventana intentando volar.
La realidad y Sancho se encargan de hacerle desistir de un mito que no le conduce a nada bueno. Poco a poco comprende que el hombre por sí mismo es capaz de muy pocas cosas y que sólo es libre si reconoce la dependencia que le constituye: la dependencia de Dios.
Suple el agradecimiento
«¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! En fin, sus misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres. (...) Las misericordias, sobrina, son las que en este instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis pecados. Yo tengo juicio ya, libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda» (II, 74).
En los mejores pasajes del libro lo expresan tanto don Quijote como Sancho: «porque por la mayor parte, los que reciben son inferiores a los que dan, y así, es Dios sobre todos, porque es dador sobre todos, y no pueden corresponder las dádivas del hombre a las de Dios con igualdad, por infinita distancia; y esta estrechez y cortedad, en cierto modo, la suple el agradecimiento» (II, 58).
Tan sosegadamente y tan cristiano
Cervantes debió de llevarse su más tremendo disgusto cuando leyó el falso Quijote del no menos falso Avellaneda y vio desfigurados a sus personajes, convertidos en un lunático y un comilón. Pero ese descalabro espoleó al verdadero autor de tal modo que no paró de escribir hasta que estuvo terminada la Segunda Parte y, lo más importante, le avivó todavía más el ingenio hasta el punto de darnos los pasajes más irrepetibles. Como este, donde se manifiesta –aparte del humor de Cervantes para dejar bien claro que don Quijote moría y así evitar de paso nuevos falsificadores– la paz del hidalgo anciano en el momento de su muerte: «Hallóse el escribano presente, y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote; el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió» (II, 74).
Aunque por muchos otros motivos El Quijote es la mejor obra literaria escrita en español, basten al menos, por ahora, estos que aquí se dicen.
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