Se pueden repasar las raíces del cansancio de Occidente y de su nihilismo aburrido mediante algunos de los personajes que han protagonizado las narraciones de la literatura contemporánea. Y se puede también buscar la mejor tradición occidental a través de la obra de T. S. Eliot: una contribución para amar la vida
Hace apenas un mes y desde estas mismas páginas desenmascarábamos, con dolor y radical convicción, la mentira de la frase con la que los terroristas del 11-M nos injuriaban: «Nosotros amamos la muerte más de lo que vosotros amáis la vida». La hiriente declaración, conocida el 13 de marzo, es un arma arrojadiza a la que se añade la frase del segundo de los comunicados de Al-Qaeda, conocido el sábado 3 de abril de 2004, que se denomina a sí mismo batallón de la Muerte y que amenaza con convertir España en un infierno y hacer fluir nuestra sangre como ríos. El tercero de estos comunicados, conocido el 15 de abril de 2004, se lo atribuye Bin Laden, y vuelve a amenazar nuestro país con nuevos atentados. Ciertamente son declaraciones que hablan del mal que padecemos desde hace un mes y cuyas consecuencias han dejado pérdidas y heridas terribles.
¿Cómo amamos la vida?
Pero, si ellos aman la muerte, nosotros ¿cómo amamos la vida? El siglo XX nos ha dejado un legado difícil, ha sido un siglo terrible jalonado por cruentas guerras, además en el seno de estas circunstancias dramáticas la conciencia europea y occidental ha reaccionado mostrando una dolorosa lesión. Salvando excepciones, ha experimentado agotamiento respecto a la propia tradición, perplejidad ante la realidad a la que han mirado como si se tratase de un escaparate, es decir, ha considerado el mundo como algo ancho y ajeno; y ha sucumbido, tras algunos esfuerzos titánicos y heroicos, a un nihilismo al que se ha accedido por la puerta del cansancio. Ahora en los inicios del siglo XXI y ante las nuevas formas de violencia y de mal que supone la amenaza terrorista es necesario volver a hacerse la pregunta –¿cómo amamos la vida?– para poder arrancar de raíz la mentira de las palabras de Al-Qaeda porque detrás de ellas van sus victorias.
Echando la vista atrás, se puede repasar la trayectoria o los momentos de algunos de los personajes que han protagonizado las narraciones de nuestra literatura para ver este cansancio de Occidente. Se puede hacer seleccionando algunos de los textos que ya son considerados parte del canon occidental –o clásicos contemporáneos– de tal manera que reflejan una mentalidad en su representación del mundo y producen, a través del proceso de lectura, un cambio.
Repetida vaciedad
Una de las primeras denuncias de este agotamiento europeo la realiza Joyce en la primera década del siglo XX en el relato titulado “Los muertos”. Esta magnífica obra de arte que pertenece al conjunto titulado Dublineses quería ser una denuncia de la parálisis de una ciudad, Dublín, de la hemiplejia de un país, Irlanda, y por extensión una radiografía del cansancio de Europa. En “Los muertos”, como con precisas palabras dijo Vargas Llosa, abrazamos la vida pública de una ciudad y espiamos la vida íntima. El abrazo de la vida colectiva se realiza en la primera parte en la que asistimos a la fiesta que todos los años, con motivo de la Epifanía, celebran las señoritas Morkhan. En ella todo se repite con exacto ceremonial y repetida vaciedad –los discursos, los bailes, la cena, etc.–. Gabriel Conroy, sobrino de las anfitrionas y punto de vista privilegiado en la obra, se desplaza por las habitaciones atendiendo a cada uno de los momentos de la reunión sin preguntarse por nada ni por nadie. El narrador logra, sin embargo, transmitirnos el aburrimiento y el sinsentido del que ni siquiera los participantes de la fiesta son conscientes.
Sinsentido y sentido
La segunda parte de la obra se inicia con un cambio radical que introduce el acontecimiento central del relato, un hecho del pasado que viene a la memoria de Greta, la mujer de Gabriel, y que cambia el tono de la narración, a la vez que revela su sentido. Greta recuerda a un joven, Michel Furey, que la amó hasta tal punto que arriesgó su vida por ella. Tras la confesión y la traída al presente de este personaje que murió por amor, Greta cae rendida y se duerme. En el escenario, solamente queda Gabriel que primero siente celos pero después se da cuenta, lo hace a través de un monólogo en el que toma conciencia de que aquel adolescente que murió por amor está mucho más vivo que ellos, sus tías, los invitados a la fiesta, los ciudadanos de Dublín, los europeos. Michel Furey que murió por amor hace muertos a los vencidos por el tedio, la costumbre y el sinsentido. Todos están bajo el inmenso sudario de la nieve, metáfora de ese inmenso cansancio y vaciedad de Occidente. Joyce refería este nihilismo como la gran enfermedad de Europa.
Lucha vitalista
Yéndonos hasta el otro lado del océano, el escritor norteamericano Hemingway publicaba en 1936 su relato titulado Las nieves del Kilimanjaro, exponente de otra forma de agotamiento. En el relato se nos cuenta la agonía de Harry, un hombre que ha luchado hasta la extenuación, se ha implicado con vitalidad y terribles esfuerzos en varios conflictos bélicos dándose a sí mismo pero sin hallar satisfacción en nada ni en nadie. Harry es el héroe herido, físicamente y en la conciencia. Ante la muerte y a través del recuerdo, el protagonista intenta recuperar sus amores, palabras y experiencias; da vueltas al pasado para intentar hallar un significado e intenta escribir para hallar respuesta a las siguientes preguntas: ¿dónde van las experiencias?, ¿dónde quedan fijadas?, ¿dónde se unifican?, ¿dónde encuentran su sentido? Intentará salvarlas con la escritura pero constatará la ineficacia de esta tentativa de salvación. El protagonista confirma cómo la acumulación de experiencias no coincide con el conocimiento del corazón de la realidad. Su agotamiento es diferente al que ofrecía el héroe joyceano, el de Hemingway muestra la imposibilidad de mantener la voluntad y la lucha vital con las solas fuerzas personales.
Indiferencia y apatía
Desplazándonos hasta 1942, en ese año se publicaba con una sonada y contundente campaña publicitaria, la novela de Albert Camus, El extranjero, la historia de Mersault es la de un hombre indiferente y apático hasta la desdicha. Recibe la noticia de la muerte de su madre con apatía, la comunicación de un posible ascenso con impasibilidad, sale con una mujer por necesidad y mata a un hombre en la playa por aburrimiento y porque le molestaba la intensidad del sol. La frialdad de Mersault es la de un espectador que ajeno, extraño y extranjero de todo y hacia todo, se consume en una vida anodina, donde la realidad está vacía y en la que ya no se descubren razones para la libertad porque todo aparece sin valor. Así se convierte en paradigma ese domingo de Mersault en el que el paso de tiempo, magistralmente descrito, se convierte en un espectáculo ajeno: «Mi cuarto da sobre la calle principal del barrio. Era una hermosa tarde. Sin embargo, el pavimento estaba grasiento; había poca gente y apurada».
Espectador ajeno
«La calle quedó poco a poco desierta (...) Sobre las higueras que bordeaban la calle el cielo estaba límpido, pero sin brillo... Poco después el cielo se oscureció y creí que íbamos a tener una tormenta de verano. Se despejó poco a poco, sin embargo. Pero el paso de las nubes había dejado en la calle una promesa de lluvia que la volvía más sombría... El día avanzó un poco más. El cielo enrojeció sobre los techos y, con la tarde que caía, las calles se animaron... Las lámparas de la calle se encendieron bruscamente e hicieron palidecer las primeras estrellas que surgían en la noche... Poco después, con los tranvías más escasos y la noche ya oscura sobre los árboles y las lámparas, el barrio se vació insensiblemente, hasta que el primer gato atravesó la calle de nuevo desierta».
El día resbala ante sus ojos, ante una mirada apática que no trae ni novedades ni cambios: «Pensé que, después de todo, era un domingo de menos, que mamá estaba ahora enterrada, que iba a reanudar el trabajo y que, en resumen, nada había cambiado».
Un diagnóstico amargo
Es fácil, tras estos tres ejemplos, considerar el valor que tienen de denuncia y de constatación del cansancio occidental. Asistimos, como a través de una ventana, a esa Europa cansada que ya ni siquiera es capaz de darse cuenta de que ha caído en un formalismo vacío, así lo hacía ver Joyce a través del monólogo final de Gabriel Conroy. Nos podemos asomar a la lucha vitalista de Harry, cargada de experiencias pero que sin sentido no trae novedades y mucho menos satisface el ansia de conocer las circunstancias, las hermosas pero también las dolorosas. Y, por último, Camus configuraba a ese Mersault que, ajeno a sí mismo y al mundo, veía pasar las cosas sin querer asumir su dramatismo. Estos tres personajes muestran ese carácter de denuncia y, al mismo tiempo, poseen ese carácter de diagnóstico amargo sobre nuestra cultura y mentalidad. Ante estos tres paradigmas humanos de nuestra cultura, cabría preguntarse: ¿Cómo nos encuentra el mal? ¿Qué posición o posiciones humanas son las que deben afrontar acontecimientos tan perversos como los del 11-S o los del 11-M?
Un aldabonazo para la conciencia occidental
Estos acontecimientos han sido tan terribles que es imposible que no constituyan un aldabonazo para la conciencia occidental. Ya algunos periodistas, columnistas y pensadores han comenzado a reaccionar, el pueblo se ha movido y muchas de sus preguntas permanecen en el aire. No es posible que Occidente permanezca encerrado en un nihilismo aburrido, ni se puede seguir manteniendo una lucha prometeica; tampoco podemos seguir mirando lo real como si de algo ajeno se tratase y los autores a los que me he referido, como testigos lúcidos de Occidente así lo intuyeron. Ahora tampoco es posible que Occidente se encierre en una defensa del bienestar y de la seguridad como si la amenaza terrorista no fuese con él. Hemos sido removidos y no podemos dar la espalda a la exigencia que tenemos de bien y de vida porque no estamos hechos ni para el mal, ni para la muerte. Sería lamentable considerar cerrada la herida cuando la infección se hace notar.
El zarpazo del dolor, la arbitrariedad del mal, la incomprensión hacia un enemigo que afirma amar la muerte son experiencias tan agudas que exigen respuestas exhaustivas y no consuelos parciales.
El coro de un pueblo herido y desorientado
Se podrían señalar algunas, una de las más pertinentes es la que dio el poeta T.S. Eliot en una de sus obras dramáticas Asesinato en la catedral, escrita en 1934. Esta obra que se sitúa en el año 1170 y describe el asesinato de Tomás Becket no es una recreación arqueológica sino que posee las palpitaciones del drama de la contemporaneidad y alcanza el llanto de nuestra doliente sociedad postmoderna. El lamento del coro expresa con una singular belleza dramática el recorrido de un pueblo herido y desorientado. Son las voces sencillas, especialmente las de las mujeres cansadas, rendidas y desesperadas las que nos participan su dolor. Han esperado durante siete largos años la llegada de aquel hombre al que amaban y seguían, Tomás Becket, pero ahora prefieren sucumbir a la nada y al cansino ejercicio de la supervivencia: «No queremos que suceda nada/ Hemos vivido en paz siete años/ Conseguimos no ser advertidas/ Viviendo y semiviviendo (...) Todas hemos tenido nuestros miedos, /nuestras propias sombras, nuestros secretos terrores».
Por la misma razón
Ante la amenaza de la muerte, experimentan el terror y la desesperación más profundos: «Dios siempre nos dio alguna razón, alguna esperanza, pero ahora un terror nuevo nos ha manchado (...) Dios nos abandona, más angustia, más aflicción que el nacimiento o la muerte. Empalagoso y dulce en el aire negruzco deja el olor asfixiante de la desesperación. Las sombras toman cuerpo en el aire negruzco». Y el consuelo sólo les viene cuando entienden que Becket es el amigo y padre que muere por ellas, comprendiendo su dolor y luchando por su libertad. Una muerte que remite a los misterios cristianos, a la presencia de un hombre que con su dolor asumió y rompió definitivamente la cadena del mal: «¿Quién en el mundo llorará y se regocijará por una misma razón? Porque o el gozo habría de ser reprimido por el dolor, o el dolor será ahuyentado por la alegría. Más sólo en nuestros misterios cristianos podemos llorar y regocijarnos a un tiempo por la misma razón». La presencia de un padre, Becket, que asume el dolor para que las mujeres de Canterbury sean libres es la repetición en la historia de esa compasión de Jesús en la cruz por los hombres.
Viviendo afirman tu existencia
A través de este acontecimiento, las mujeres se dan cuenta de que para amar la vida –incluso cuando no se tienen fuerzas o se siente su herida– es necesaria una presencia que muestre que la muerte no es más poderosa que la vida. Así comienzan a amar la vida –todas las cosas– y sus tareas cotidianas: «Aquellos que te niegan no podrían negarte si tú no existieses, y su negación no es completa porque, si lo fuera, no existirían. Viviendo afirman tu existencia; todas las cosas viviendo, afirman tu existencia: el pájaro en el aire, tanto el halcón como el pinzón, la bestia en la tierra, tanto el lobo como el cordero (...) Por tanto, el hombre, a quien creaste para que tuviera consciencia de Ti, debe alabarte conscientemente (...) Incluso con la mano en la escoba, encorvada el encender fuego, doblada la rodilla para limpiar el hogar (...) Incluso en nosotras la voz de las estaciones, el gangueo del invierno, la canción de la primavera, el zumbido del verano, la voz de los animales y los pájaros cantan tu alabanza».
La mejor tradición de Occidente
Las mujeres de Canterbury han padecido y sufrido la mayor de las injusticias, la muerte de un inocente que además era su padre y maestro, pero paradójicamente su muerte les ha revelado el amor a su propia vida. Ya no son sólo mujeres agotadas sino mujeres que afirman el origen de las cosas, mujeres que trabajan y que miran la realidad con estupor y agradecimiento. El coro de estas mujeres representa la mejor tradición de Occidente, la que ha encontrado en el acontecimiento cristiano una razón exhaustiva para amar la vida y empezar de nuevo incluso habiendo conocido el cansancio y el terror a la muerte.
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