La valoración de la persona, bandera común en el origen del nacimiento de Europa. ¿Y hoy? Una crisis de identidad que parece destruir la tradición europea
En este momento crucial (que no sólo lo es por las inminentes elecciones) hay que preguntarse por la naturaleza profunda de esa unidad entre estados que toma el nombre de Unión Europea. En artículos precedentes se ha hablado del riesgo de burocratización y de nuevo superestatalismo que se está corriendo dentro de la Unión. Aquí queremos analizar brevemente la visión internacional, política y económica europea.
Como ya se ha recordado, Europa nace entre Estados que habían intentado hasta hacía pocos años destruirse mutuamente. Desde el Congreso de Viena en adelante, entre los Estados europeos había dominado cada vez más una mentalidad que había elevado a la enésima potencia la fuerza destructiva de los nacionalismos. En política interna las personas y sus formas de agregación debían ser mortificadas ante la pretensión de un Estado detentor de todos los derechos que llegaba a convertirse, en algunos casos, en dictadura. En la política exterior de los Estados, había dominado una lógica de contraposición de las distintas pretensiones hegemónicas. Las dos guerras mundiales no habían sido una casualidad, sino la consecuencia natural de esta ideología.
La entidad europea nace, de esta forma, con la exigencia de valorar la libertad de la persona en todas sus formas, y con la exigencia también, de cara al exterior, de recomponer una unidad ideal basada en lo que había en común entre las distintas nacionalidades: la tradición cristiana, el socialismo reformista, las instancias liberales.
Desde este punto de vista, fue inevitable y fundamental la alianza atlántica con Estados Unidos: la fuerte contribución desde el punto de vista militar a la liberación de Europa del nazismo y del fascismo, la aportación decisiva por la reconstrucción llevada a cabo a través del Plan Marshall y la lucha contra el estalinismo en el este de Europa, justifican esta elección. Ni siquiera la crisis de Vietnam, que dividió a la opinión pública europea, hizo disminuir la fidelidad a esta alianza.
Política internacional
Sin embargo, entre EEUU y Europa ha habido siempre una discontinuidad también en política exterior. Aun sin mostrar debilidad alguna ante el Pacto Atlántico y, quizá, a causa de esto, la política internacional de Europa ha sido siempre original y no subordinada. La clarividencia europea se ha demostrado antes que nada en su interior. Entre la comunidad europea de los seis y la Unión Europea de los quince se ha recorrido un largo camino en el que, resistiendo a los maximalismos, se ha permitido, sin violencia, primero la transición democrática en España y Portugal y después su integración junto a los países del Norte de Europa y a Gran Bretaña, por mucho tiempo reticente a entrar en la Unión.
La contraposición con el Este no ha excluido intentos de cooperación económica y de diálogo acompañados de presiones en los temas de los derechos civiles y del apoyo a todo intento de liberalización. Ha sido fundamental también la contribución europea en el área del Mediterráneo, desde siempre bajo el fantasma de la crisis. Parece impensable que, después de los primeros peligrosísimos años de descolonización franco-inglesa y con el conflicto árabe-israelí siempre amenazante, haya existido por parte de Europa la capacidad de tener en cuenta los intereses de todos. Un esfuerzo continuo de mediación positiva, acompañado de una fuerte inversión política, económica y cultural, ha contribuido desde 1990 a construir una unidad sólida y, en ciertos casos, una profunda amistad entre Europa y países árabes moderados, por una parte, y entre Europa e Israel por otra.
Desarrollo de los países pobres
Más en general, a nivel mundial, hasta los años 90 Europa se ha caracterizado por una fuerte política de ayudas al desarrollo de los países pobres. Dos ejemplos para todos, que nos afectan muy de cerca: el nacimiento del ENI (Ente Nacional de Hidrocarburos, ndt.) de Mattei, competidor de las siete multinacionales americanas pero aliado de los países productores y la intervención de profesionales y de empresas italianas en grandes obras de infraestructura, como la construcción de la presa de Assuan.
Nadie es ingenuo: los intereses nacionalistas y económicos eran muy fuertes también entonces, y sin embargo, a pesar de las tendencias políticas a menudo contrapuestas, la clarividencia y la estatura internacional de los constituyentes (De Gasperi, Schuman, Adenauer y Monet) y de aquellos que les sucedieron (Thatcher, Mitterand, Kohl, Andreotti y Craxi) han llevado a la caída del muro de Berlín sin derramamiento de sangre, al nacimiento de la Unión Europea y de la moneda única y a la perspectiva de ampliación hacia el Este.
En los años 90, justamente cuando llegamos al resultado de este largo recorrido, único en la historia mundial, y podemos recoger sus frutos, Europa pierde su identidad.
Pérdida de originalidad
Nos hallamos ante la crisis de los valores ideales que han constituido a Europa, crisis que ha hecho renacer los nacionalismos, destruyendo su especificidad internacional. Los estadistas de altura internacional y los partidos populares que les apoyan menguan por agotamiento interno de unos ideales que ni se renuevan ni se viven. Han pesado sobre todo dos aspectos. Por una parte, ese proceso para disgregar a la Europa libre e independiente que fue Tangentópolis –será la historia la que dirá hasta qué punto no ha sido algo propiciado a nivel internacional–. Este proceso se alía y da fuerza a aquellas tendencias anti-modernas –confusos residuos de ideología mal digerida– que son las corrientes anti-globalización y esa degeneración perniciosa del pensamiento católico que es el cattocomunismo. Llegan al poder en algunos países políticos que no tienen claro ni siquiera cuál es el valor de la sociedad occidental. De forma paradójica se une y se alía a estas tendencias la nostalgia de la grandeur franco-alemana, que nunca duerme, y que enmascara aspiraciones neocoloniales tras un noble tercermundismo.
Por otra parte, se pierde en originalidad cultural y política: los que no son anti-americanos se vuelven aliados serviles de presidencias norteamericanas como la actual, tosca y esquemática a la hora de valorar la situación mundial.
Italia y la Santa Sede
La gestión del conflicto yugoslavo, las crisis de Oriente Medio y las intervenciones en el Tercer mundo pone de manifiesto divisiones, egoísmos e intentos subrepticios de algunos países europeos por prevalecer sobre otros. Se abandona la política de cooperación económica en el Mediterráneo. En general, se deja de ofrecer una contribución al desarrollo del Tercer mundo como objetivo de la Unión. Se produce un distanciamiento con respecto a áreas que antes eran amigas, como América Latina, por la defensa corporativa de intereses de comercio, como el proteccionismo agrícola. Se llega incluso a ser receloso con la futura ampliación a los países del Este. Se deja paso a la ambigüedad en la lucha contra el terrorismo y no se reacciona de forma unitaria ante la globalización.
La Santa Sede queda prácticamente como la única depositaria de una autonomía de pensamiento real que tiende hacia una paciente obra de mediación, haciendo actual la expresión «el verdadero nombre de la paz es ‘desarrollo’». Hay que felicitar también a la Italia del gobierno Berlusconi –y, en menor medida, del gobierno D’Alema-, que, a costa del aislamiento, continúa la política de mediación y de compromiso por la paz de la Europa precedente.
¿Hay todavía remedio para la devastadora hegemonía franco-alemana que, en el olvido de las raíces cristianas, se alía con los anti-globalización y la masonería para la destrucción de los verdaderos ideales europeos?
Trataremos de verificarlo en un próximo artículo.
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