Nueva York, 11 de septiembre de 2001. Madrid, 11 de marzo de 2004. El mundo globalizado ha conocido el miedo como no lo hacía desde la II Guerra mundial, un miedo mayor que el experimentado en la época de la Guerra Fría que contraponía a los dos bloques. El terrorismo internacional ha generado una sospecha que se insinúa ahora en la trama cotidiana de las relaciones: ya no se está seguro del que se tiene al lado. Y esto ha vuelto a encender el debate sobre la multiculturalidad, es decir, sobre la posibilidad de una convivencia entre etnias y tradiciones distintas. El politólogo Angelo Panebianco ha escrito recientemente en el Corriere della Sera que «la multiculturalidad es uno de los muchos frutos del relativismo cultural, de la idea según la cual todas las tradiciones culturales, incluso las que niegan los principios de libertad individual y de igualdad jurídica, deben encontrar respeto y protección legal a la par que la nuestra». Para comprender los términos del problema hemos hablado con Javier Prades, sacerdote de la diócesis de Madrid y profesor de Teología dogmática en la Facultad de Teología San Dámaso de la capital española. Desde hace años se ocupa, entre otras cosas, de los fundamentos antropológicos y teológicos para un debate sobre la multiculturalidad. Nuestro coloquio tuvo lugar en las semanas siguientes a los atentados madrileños, que Prades vivió junto a la comunidad española de CL, de la que es responsable.
¿Podría decirse que la época feliz de aquel relativismo cultural que circulaba bajo el nombre de multiculturalidad ha terminado definitivamente? ¿Cómo ves la situación?
Quizá sea útil recordar las raíces de ese tipo de relativismo cultural. A partir de los años 50 y hasta los 70, ciertos intelectuales europeos abandonan las tesis típicamente ilustradas de “una cultura” como expresión de una razón universal, y empezaban a hablar de «culturas», en plural, para indicar estilos de vida especiales, no transmisibles, comprensibles bajo formas de producción concretas. Para estos intelectuales, la lucha contra la ignorancia y los prejuicios ya no consiste en conducir a todos hacia la verdad, sino en reconocer la insuperable pluralidad de posiciones culturales y la correspondiente eliminación de la universalidad. Serán las ciencias humanas, desde la historia hasta la sociología, desde la etnología a la antropología cultural, los instrumentos para promover el relativismo, en nombre de la lucha contra el etnocentrismo europeo. Por lo que se refiere a la persona individual, la crítica del etnocentrismo culmina en aislar a cualquier individuo en su etnia. Hablar de cultura sólo en plural, en efecto, significa negar a los hombres de épocas diversas o de civilizaciones alejadas la posibilidad de comunicarse acerca de significaciones pensables y valores que rebasen el perímetro del que provienen. No hay que extrañarse si hoy se es incapaz de reivindicar un criterio de comparación entre las distintas tradiciones culturales, porque se ha querido renunciar a una razón universal. Se está así indefenso ante la exasperación del pluralismo cultural, incluso cuando llega a negar los derechos humanos y los principios básicos de la libertad.
En un libro que ha provocado muchas discusiones, El choque de las civilizaciones, el politólogo de Harvard Samuel P. Huntington había preconizado un futuro del mundo dividido inexorablemente en culturas, con una inevitable puesta en discusión de la superioridad de la cultura occidental y de su universalidad. Proponía el principio de los “atributos comunes” entre los pueblos. ¿Es factible este camino de los valores comunes entre las distintas civilizaciones?
Huntington postula un futuro del mundo dividido inexorablemente en culturas y, por tanto, un mundo multipolar. No propone esta tesis con el mismo entusiasmo de los defensores del cambio cultural de los años 70, sino con prevención; sin embargo mantiene que la multipolaridad es igualmente inevitable: el mundo en el futuro asistirá a una situación multipolar donde, dicho desde los distintos polos, «nosotros» estaremos contra «ellos». Esta situación se derivaría del fracaso de la cultura occidental en imponer su pretensión universalista y etnocentrista. En un mundo de múltiples civilizaciones, la vía constructiva consiste para Huntington en renunciar al universalismo, aceptar la diversidad, buscar atributos comunes y rechazar de forma radical la tesis de la multiculturalidad dentro de Occidente. Cuáles sean estos valores comunes, después de que a lo largo de casi 400 páginas se ha tratado de convencer al lector de que el mundo es multipolar y no es ya reductible a la unidad, sólo se dice genéricamente. Queda abierta la pregunta por las bases sobre las que se podrá construir esa civilización común a todos y quién lo decidirá.
Interpelado por el Times de Londres, el laborista Trevor Phillips (de origen afro-caribeño), presidente de la Comisión para la igualdad racial y paladín de la causa de los inmigrantes, cercano a Tony Blair, ha contestado duramente el principio de la sociedad multicultural, sosteniendo que ésta tan solo ha favorecido una separación entre los grupos y por tanto el aumento de los conflictos étnicos. Phillips ha propuesto introducir una política de “integración” de los inmigrantes en el modelo inglés de sociedad. ¿Qué opinión te merece esta idea, a la luz de la experiencia histórica española?
El concepto de una sociedad multicultural es equívoco. Se puede dudar de que haya existido alguna vez una sociedad multicultural, en el sentido de que en su base haya existido una pluralidad de culturas. La sociedad pluralista de hoy depende mucho más de sus premisas cristianas que del concepto de una sociedad multicultural, defendida ideológicamente, por ejemplo, en Andalucía, con la idea de la “convivencia de las tres culturas”. Cuando se habla hoy de integración de los inmigrantes en una sociedad con un modelo propio se indica una dirección justa. La pregunta que nace es si existe un sujeto social capaz de integrar a aquellos que llegan con una tradición cultural distinta. A este propósito, Occidente está llamado hoy a redescubrir su identidad, cuyas raíces son milenarias. Solo una tradición cultural viva, consciente de su identidad, será capaz de poder decir a los inmigrantes: ésta es la cultura en la que sois invitados a integraros.
Por lo que respecta a los inmigrantes islámicos, después del 11 de septiembre y el 11 de marzo la situación es muy delicada. Si, por una parte, se debe rechazar con firmeza la instrumentalización ideológica de la tolerancia, por otra, es necesario que nosotros, cristianos, no nos dejemos arrastrar por el resentimiento y el odio, que fácilmente nos tocan el corazón. En este sentido, nos corresponde una voluntad cierta de acogida, siendo conscientes del problema que implica la convivencia con el que es diferente. Es también muy importante ser totalmente claros con los inmigrantes musulmanes, por lo que respecta al esfuerzo que les compete de integración en la cultura y en la tradición europea.
Con frecuencia el debate se mueve entre dos polos contrapuestos: universalidad y particularidad. Los que quieren afirmar su propia particularidad se defienden de la universalidad, y los que insisten en la universalidad de su propia posición miran con sospecha cualquier particularidad. ¿Es posible una vía de salida que salve ambas posiciones?
Ciertamente el problema de la unidad antropológica y social aparece en la historia del pensamiento mucho antes del advenimiento de los tiempos modernos. Pero quizá sí se puede considerar moderna la contraposición cada vez más radical de los dos polos: lo universal y lo particular. Ha sido el triunfo de la llamada razón absoluta, en los orígenes de la modernidad, lo que ha producido la fractura que exaspera las divisiones entre universal y particular, de forma que ha disminuido la posibilidad de una unidad polar, en la que la tensión de los dos polos no niegue sino que evidencie la unidad.
Para superar la exasperación de las tensiones debemos comenzar partiendo no tanto de una respuesta como de una pregunta acerca de la verdadera realidad del hombre. No debemos dar por descontado que ya lo sabemos, sino que nos conviene ante todo preguntarnos, a la luz del salmo 8: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?». Tratemos de establecer un punto de partida que, naciendo de la experiencia concreta, nos permita mantener juntos los dos polos de la susodicha tensión antropológica. Lo que en el origen no está unido, ya nunca estará unido después. De aquí el interés de encontrar un punto de partida unido. Ahora bien, si se parte de la experiencia, el hombre aparece ante nuestros ojos caracterizado por una “unidad dual” entre “vivir para sí” y “vivir para otro”, y ambos elementos son necesarios para comprender quién es el hombre. A partir de la antropología dual se puede comprender el vínculo intrínseco que existe entre individuo y comunidad en el plano cultural, social y político. En todo caso, no se puede eliminar la tensión entre individuo y comunidad, en cuanto expresa insuperablemente la contingencia humana, como signo de su misteriosa dignidad.
Hay quien plantea el problema de la relación entre las culturas ligadas a las tres religiones monoteístas, diciendo que deberían reencontrar las raíces comunes en el único Dios y favorecer de esta forma la convivencia pacífica. ¿Es un camino posible? ¿Qué tendría en común el Dios judeo-cristiano con el Dios islámico?
El Concilio Vaticano II nos enseña que los musulmanes adoran al Dios único, vivo, misericordioso y omnipotente, creador del cielo y de la tierra. Juan Pablo II, en sus viajes a países islámicos, ha subrayado siempre algunos puntos de encuentro en la concepción de un Dios único e indivisible, creador de todas las cosas. Y ha recalcado que juntos debemos proclamar al mundo que el nombre de Dios es un nombre de paz. Estamos llamados a valorar siempre estas dimensiones, siendo conscientes de las ambigüedades que pueden existir dentro del islam, por lo que respecta a la confusión entre religión y política, o a la dificultad para resolver el problema del uso de la violencia. Otra cosa muy distinta es el intento de reconducir las llamadas “tres culturas” a un mínimo común denominador de corte relativista, en función de un poder normalmente laicista. En este caso no estamos ya en un contexto de diálogo interreligioso sincero, sino ante un uso ideológico de la religión, muchas veces, por desgracia, en clave anticristiana.
También hay quien parece contraponer las grandes religiones a los valores universales de tolerancia, diálogo y respeto al prójimo, como si la experiencia de una pertenencia religiosa fuese por naturaleza intolerante. Como católico, ¿qué respondes a esta objeción?
La cuestión que está en juego es la cuestión de la verdad. La libertad del hombre moderno se siente desligada a priori de cualquier vínculo con la verdad. Y constatamos que la consecuencia es una exasperación de la libertad, que se ha quedado sin su objeto: la verdad de la realidad. El problema del vínculo con la verdad –y por tanto la pertenencia a algo que no depende de ti, sino de lo que tú dependes– es propio de cada hombre, y en este sentido el hombre religioso capta el aspecto último, el más interesante, de la relación con la realidad. El cristiano hace ver a todos que la naturaleza de la relación con la verdad es un acontecimiento: es un acontecimiento en el tiempo y en el espacio, para cualquier dimensión de la vida, y es también un acontecimiento excepcional y singular, el Hecho de Cristo, que interpela al hombre en su libertad, dentro del tiempo y de la historia, y le “obliga” a hacer las cuentas con esta “pro-vocación”, que no puede ser eliminada de la historia humana.
¿Qué contribución puede aportar la experiencia cristiana al problema planteado por la convivencia entre diferentes en una sociedad abierta cada vez más expuesta al peligro de una conflictividad sin fin?
La revelación sitúa la dimensión comunional del ser humano dentro de su carácter constitutivo de “imagen de Dios”. No existe una página de la Biblia en la que no se refleje intensamente la socialidad original de la existencia humana. Desde el comienzo el hombre no está nunca solo en su relación con Dios. La originaria relacionalidad humana, para la que no existe el “yo” sin el “otro”, y la referencia constitutiva del individuo a la comunidad no expresan una superioridad de la dimensión comunitaria sobre el individuo, sino una universalidad inherente al individuo como tal. Partiendo de la experiencia, se comprende bien que, gracias a la vocación que hemos recibido personalmente, estemos situados fuera de cualquier serie cuantitativa de individuos y nos hayamos convertido en algo cualitativamente único. Ahora bien, esta singularidad sirve para enriquecer a todos precisamente con aquella riqueza que es únicamente nuestra: he ahí la misión.
Si es justa la descripción de lo humano que hemos propuesto, entonces la tensión entre particularidad y universalidad no se supera eliminándola, desde una abstracta e imposible posición absoluta de sí mismo, sin raíces, sino, al contrario, rescatándola en su integridad. Los límites particularistas no se corrigen suprimiendo la identidad particular, sustituyendo, por ejemplo, la etnia-particular por el Estado-universal. Se trata más bien de abrir la identidad particular a la universalidad, mostrando desde dentro que no hay verdadera identidad si no se reconoce que ha sido dada por otro, que es signo de Otro infinito. Es Él quien da la identidad incluso al que no forma parte del propio grupo, de modo que nadie es completamente ajeno al «nosotros». Entonces se afirma en proporción directa la identidad y la apertura al otro. Éste es el perfeccionamiento de lo humano que Cristo hace posible. De ahí nace una actitud humana totalizadora y católica, universal.
En la encíclica Fides et ratio Juan Pablo II se pregunta acerca de la relación entre cristianismo y culturas, relación que en los decenios pasados ha generado muchos equívocos incluso entre los católicos. ¿Podrías sintetizar los términos de una justa relación?
Quizá lo más sencillo sea enumerar algunos puntos relevantes de la Encíclica Fides et ratio a este propósito: 1. Todo hombre pertenece a una cultura de la que depende y sobre la que influye. 2. Las culturas, si son humanas, permanecen abiertas a la universalidad y a la trascendencia; y simultáneamente son portadoras de valores tradicionales que expresan de manera implícita la obra de Dios en la creación. 3. Los cristianos viven la fe bajo el influjo de la cultura circundante. En cualquier cultura son portadores de la verdad de Dios revelada en la historia y en la cultura de un Pueblo. 4. La adhesión a la fe no impide conservar la propia identidad cultural, porque el Pueblo cristiano se distingue por una universalidad que sabe acoger cualquier cultura, favoreciendo el progreso de aquello que está implícito en ella hacia su plena explicitación. 5. Una cultura nunca puede convertirse en criterio de juicio y mucho menos en criterio último de verdad frente a la revelación de Dios. 6. Al contrario, el anuncio de la fe en las culturas es la forma real de liberación de todo desorden introducido por el pecado. 7. Cuando las culturas se encuentran, no son despojadas de nada, sino estimuladas a abrirse a lo nuevo de la verdad, hacia posteriores desarrollos.
¿En qué términos puede favorecer el método de la experiencia cristiana un diálogo real que construya un bien común, aun en la diversidad de las posiciones?
Para superar la exasperación de la tensión individuo-comunidad de la que hemos hablado, la experiencia cristiana es capaz de construir socialmente y de postular teóricamente un tipo de cultura que afirma la constitutiva polaridad antropológica individuo-comunidad, en la persona de Jesús de Nazaret y en la comunión que nace de Él y que se ha prolongado en el mundo, abrazando a hombres de toda cultura y mentalidad, hasta constituir una «realidad étnica sui generis»: el Pueblo de Dios.
Sobre esta base antropológica se puede llegar a un diálogo entre las culturas que todos sienten como urgente. Que el cristianismo renazca como experiencia viva, es decir, integralmente humana, es, pues, la gran condición favorable para la superación de las aporías.
¿Por qué no está en contradicción la actitud católica con un auténtico espíritu ecuménico?
Cada uno es llamado a descubrir la verdad de sí mismo en la adhesión a la verdad que le es dada, y no puede obtenerla aisladamente, sólo a partir de sí. Por este motivo, la verificación de la bondad de las hipótesis no puede consistir en una comparación abstracta entre distintos sistemas de ideas ya completos de antemano, dentro de los cuales uno pretenda incluir más factores que los otros. Más bien consiste en una introducción en la realidad, a través de la invitación a verificar libremente una hipótesis recorriendo juntos el camino humano. El instrumento privilegiado de este método es el diálogo. Para un cristiano, como subraya Giussani, el diálogo consiste en la propuesta que hago al otro de lo que yo vivo y en la atención a lo que el otro vive, por una estima de su humanidad y por un amor a él, que no implica en absoluto una duda de mí mismo, ni tampoco la rebaja de lo que yo soy. Se ve cómo una actitud semejante, verdaderamente respetuosa del pluralismo, permite también fundar una educación y una relación entre culturas que no se apoya en una concepción equívoca de la multiculturalidad de cuño moderno. La convicción de que todo hombre comparte una estructura natural, dotada de las mismas exigencias y criterios originarios, que aquí se ha descrito como antropología relacional y comunitaria, hace posible partir de la hipótesis de una propuesta que hay que verificar como camino hacia lo verdadero. Éste precisamente ha sido el método que utilizó Jesús de Nazaret con sus contemporáneos.
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