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Huellas N.4, Abril 2004

CULTURA Cine

La Pasión de Cristo

Julián Carrón

Acerca de la última película de Mel Gibson, que narra las últimas horas de la vida de Jesús de Nazaret, su muerte y resurrección, vividos a través de los ojos de María

La película de Mel Gibson es una muestra de arte cinematográfico: la narración a los hombres de hoy de la pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret. Por medio de la conmoción estética, hace revivir toda su capacidad de interrogar al hombre de hoy. Igual que ante Los novios de Manzoni, un cuadro de Caravaggio o la Divina Comedia nos vemos empujados a preguntarnos acerca del destino, el sentido del periplo humano y la ley que rige el mundo, de forma análoga –si bien con las evidentes diferencias–, ante esta película surge imponente la pregunta sobre Jesucristo, como sucedió con los primeros que le conocieron: «¿Quién es éste?». Naturalmente, cualquier espectador puede ver una película sobre Cristo con la misma distracción con la que veía a Gibson actuar en Arma letal y salir del cine, como mucho, con la convicción de haber gastado bien o mal su dinero. Decía Péguy que el “consumidor” tiene una gran responsabilidad: es él quien completa la obra de arte, es la calidad de su atención la que decide el nivel de éxito. Y nadie puede asegurar que los millones de personas que están viendo la película lo hagan con tal atención que salgan con una pregunta verdadera, con una emoción, esto es un movimiento de su persona auténticamente profundo.

Un sinfín de detalles
El arte posee una única ley: es un gesto diferente de todos los demás que el hombre realiza para comunicar su experiencia. No es un artículo, ni un ensayo, no es una proclama ni una charla entre amigos. Con su Pasión, Gibson ha comunicado su experiencia cristiana y lo ha hecho como lo hacen lo artistas, ligando una larga serie de detalles en la unidad de una visión. Son los detalles (los que se nos quedan grabados y contamos después de haberla visto) los que mueven las impresiones y suscitan emociones más hondas. Así, en este caso, el sonido de las lenguas orientales, la brutalidad del trato del condenado Jesús, cierto suspenso en las miradas de los protagonistas, la emergencia en el recuerdo de Jesús o de los demás de escenas de la vida pasada a partir de un detalle, como una gota, la posición de una pierna... Estos y mil más son las pinceladas que el artista ha cuidado para que impregnaran nuestra mirada y nuestra emoción interior. Pero el gran logro artístico radica en haber mantenido la energía de cada uno de estos detalles unida en la conmoción por la figura de Cristo en el momento en que cumple conscientemente la misión que le ha confiado el Padre. No se trata de un superhéroe, sino de un hombre que, en el instante de su extrema debilidad, muestra la fuente de su fuerza victoriosa: «Se hizo obediente hasta la muerte».

La mirada de María a su Hijo
Impresiona la extrema “normalidad” de acontecimientos tan excepcionales. Dios que se hace hombre. Aquel joven carpintero que bromea con su madre, que habla con sus amigos mientras cenan –cada recuerdo es como un cuadro de Caravaggio (fuente de inspiración del director hasta en la elección de los tonos del vestuario)–, parte el pan y sirve el vino: «No existe amor tan grande como el de quien da la vida por sus amigos». Después viene la traición de Judas, la negación de Pedro, agobiado por el miedo a las represalias, el perdón de la adúltera. ¿Cómo no sorprenderse, igual que el soldado judío, ante la “sencillez” con que repone la oreja cortada por Pedro? Y, sobre todo, María, la madre, «envejecida más de diez años» (Péguy).
Gibson ha elegido la mirada de la Virgen a su Hijo como principal elemento “dramático”, esto es, como acción en la que el espectador pueda captar más claramente la conmoción a la que tienden todos los detalles. La mirada de María es el espacio dramático de la película. Pesa infinitamente más que ningún otro aspecto, más que todos ellos (el proceso, la presencia de la contra-mirada demoníaca, la sangre, que es mucha, los gritos, el paisaje), se pone de relieve y se potencia. Ella le mira sabiendo, mira a su Hijo con la infinita y desgarrada ternura de estar a su lado sin poder aliviar su dolor, con su materno deseo de morir con él, pero también con la conciencia de que se está cumpliendo el acontecimiento central del mundo. Y él responde a esa mirada, buscándola como la busca cualquier hijo que sufre. Pero la busca también relanzando, en el momento final de la cruz, esa mirada a la historia del mundo, instituyendo la Iglesia como su vida en el legado a Juan y a ella, María, así como en la última cena, cuyas imágenes hacen de significativo contrapunto a la pasión.

Ni melindrería ni sentimentalismo
Gracias a su sabia y tecnológicamente avanzada utilización del medio cinematográfico, Gibson ha ofrecido una visión de la pasión de Cristo y de su figura nada pegajosa o sentimental. Las polémicas que lo han acompañado son difícilmente justificables, a no ser como expresión de un malestar por el hecho de que reproponga a la atención popular la figura de Jesús con su pretensión inaudita. Tampoco es posible compartir las acusaciones de antisemitismo: el pueblo judío, que llevó todo el peso de la historia precedente, es el pueblo en el que nacen Pedro y Juan, la Magdalena, María y Jesús de Nazaret, como cumplimiento de la antigua profecía.
Es cierto que, tratándose de Jesucristo, corresponde al espectador, por una vez, el dejar de ser mero espectador para esgrimir la pregunta que la película replantea –«¿Quién es éste?»– y buscar una respuesta adecuada. Es de esperar que pueda encontrar todavía, fuera de la sala de cine, ocasiones que ofrezcan a esa pregunta compañía e hipótesis de trabajo. Dado que es la cuestión central de la existencia, de todos los días y del universo entero, todo se juega en el modo en que la libertad de cada uno se sitúe frente al hecho.
Don Giussani recuerda que una vez una mujer fue a confesarse y le contó que su marido había muerto y uno de sus hijos, enloquecido, había asesinado al otro. Se había quedado sola e increpaba a Dios por aquella injusticia. Él la condujo ante un gran crucifijo en el fondo de la iglesia: «Si tiene alguna queja, dígasela a Él». Y ella, tras un largo silencio, contestó: «Tiene razón».
Tal vez la fuerza de la película sea precisamente ésta: un golpe neto, una provocación a recordar que el cristianismo no es un sentimentalismo, una cuestión de comportamiento, sino un hecho entera y “crudamente” humano. Ha suscitado y sigue suscitando irritación, y no sólo por su realismo: ¿puede Dios abajarse hasta tal punto y asumir la fragilidad y el dolor hasta la muerte?
La película concluye con la resurrección, el comienzo de una historia nueva sin la cual la que cuenta Mel Gibson quedaría como un incomprensible hecho del pasado. Una historia tan normal como excepcional, porque es humana y divina.
Y, así, la pregunta «¿Quién es éste?» abre a otra más decisiva, porque es la pregunta de la vida hoy: «¿Dónde está Él?». Aquí se juega todo el drama de la libertad y del presente. ¡Quién sabe!, tal vez se relate en una próxima película.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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