El parlamento francés ha prohibido lucir en la escuela símbolos que «manifiesten una pertenencia religiosa». En nombre de su carácter laico, que sin embargo «no debe confundirse con el laicismo, ni puede eliminar las creencias personales y comunitarias»
¿Será eficaz la medicina puesta a punto por el Parlamento francés para curar la enfermedad que amenaza la salud de la sociedad francesa? Los partidos se han dado un año de plazo para comprobar los efectos de la disposición publicada a primeros de marzo según la cual se prohibe llevar en las escuelas estatales el fular islámico (hijab), y otros símbolos que «manifiesten de forma ostensible una pertenencia religiosa». Pero los márgenes de discrecionalidad ligados a la interpretación de la norma ya han hecho estallar las polémicas.
Para comprender las motivaciones que han llevado a la llamada ley del velo resulta muy útil comprender en primer lugar lo que está sucediendo en Francia, en donde desde hace años se está produciendo una estrategia de penetración a la vez religiosa, cultural, social y política, orquestada por el radicalismo islámico, que en estos años ha conocido una notable expansión. En Francia, el número de seguidores de Mahoma asciende a cuatro millones, de los que más de la mitad posee la nacionalidad francesa. Como ha puesto de manifiesto la comisión de expertos instituida por el presidente Chirac, varias asociaciones musulmanas han defendido reivindicaciones que, en nombre de la libertad religiosa y del respeto a las diferencias, llegan a poner en cuestión algunas normas básicas de la convivencia. De esta forma, y para tutelar a las mujeres y garantizar la separación entre sexos propugnada por la tradición islámica, en estos años se han multiplicado los casos de maridos que exigen de los hospitales la presencia de personal sanitario femenino para atender a mujeres o hijas, o de médicos sometidos a presiones por parte de pacientes musulmanes para que firmen partes médicos que eximan de la asignatura de educación física a las chicas, para evitar que acudan al gimnasio de la escuela junto a los chicos. Y todavía hay más: mujeres musulmanas que durante reuniones de trabajo rechazan estrechar la mano a los hombres, trabajadores islámicos que se niegan a obedecer órdenes impartidas por directivos de sexo femenino. Algunos municipios han decidido, cediendo a las presiones de los grupos radicales, reservar solo para las mujeres el uso de las piscinas municipales en algunos días de la semana, y en las escuelas se multiplican los días de ausencia por motivos religiosos (la oración del viernes o la participación en festividades islámicas), las protestas contra la enseñanza de la historia considerada demasiado “eurocéntrica” y anti islámica y las protestas ante profesoras por parte de alumnos masculinos. Son algunas etapas de un proceso de islamización servil que se está produciendo en la nación en la que vive la mayor comunidad islámica de Europa y dentro de la que se sitúa también la polémica del velo, signo visible de una identidad al mismo tiempo religiosa, social y política, concebido como “bandera” en oposición a los valores de la sociedad francesa. Una sociedad a la que los fundamentalistas islámicos juzgan como corrupta y contraria a las enseñanzas del Profeta, y en el que la mujer “debe” protegerse de las miradas del hombre y de las tentaciones de la disolución moral para reafirmar su dignidad y la superioridad de la civilización islámica. Dentro de esta perspectiva, llevar el hijab, el fular que cubre la cabeza y el cuello de las adolescentes musulmanas, se convierte en un deber impuesto por las familias de las jóvenes y a la vez en un modo de reafirmar la irreducible alteridad –y, si es necesario, la oposición– del islám francés a la misma Francia, en esa escuela estatal que es el ámbito privilegiado para la transmisión de los valores nacionales, el primero de los cuales es el de la laïcité.
Laicismo y tradición cristiana
Pero en tierras francesas desde hace más de dos siglos laïcité rima con laicismo más que con laicidad, y significa censurar cualquier manifestación de una fe religiosa que ose sobrepasar la cancela de la vida privada y proponerse en la escena pública. Y significa, como indica la ley aprobada, prohibir en clase no solo el hijab, sino también la kippah judía, el turbante de los sikh y los crucifijos de «grandes dimensiones» (¿cuánto de grandes? ¿lo establecerán los directores de cada colegio?). La libertad religiosa es un valor que no puede ser sacrificado por una preocupación de orden público, como hacen notar los obispos franceses, y no es una casualidad que la disposición acerca de los símbolos llegue desde un país que se ha negado a introducir cualquier referencia a las raíces cristianas en la Constitución europea. «Queriendo afrontar los excesos del islamismo –declaró el cardenal Jean-Marie Lustiger, arzobispo de París–, esta ley corre el riesgo de limitar la libertad de todas las religiones». Y Juan Pablo II, al recibir en el Vaticano a los obispos franceses en visita ad limina el pasado 27 de febrero, subrayó que «una laicidad bien entendida no debe confundirse con el laicismo: no puede eliminar las creencias personales y comunitarias. Tratar de eliminar del campo social esta dimensión importante de la vida de las personas y de los pueblos, así como los signos que la manifiestan, sería contrario a una libertad justamente entendida». Y añadía: «Todo cristiano o creyente de una religión tiene el derecho, en la medida en que ello no ponga en peligro la seguridad y la legítima autoridad del Estado, a ser respetado en sus convicciones y en sus prácticas, en nombre de la libertad de religión, que es uno de los aspectos fundamentales de la libertad de conciencia».
El hecho es que la laïcité heredada de la Revolución de 1789 tiene que jugar una partida contra un nuevo e insidioso adversario, el fundamentalismo islámico, una partida que para ser ganada necesita de razones fuertes y compartidas, que no parecen ser las que se pueden encontrar arrodillándose delante del altar de la diosa razón o evocando retóricamente los fastos de la Marsellesa. Y que quizá una tradición cristiana auténticamente vivida, y no solo enunciada, podría volver a poner en juego, testimoniando que es posible conjugar la pertenencia religiosa con el respeto y la promoción de una auténtica laicidad. El velo de las jóvenes musulmanas es un desafío lanzado ante una sociedad obligada a interrogarse por su propia y débil identidad.
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Laicidad: una cuestión de educación
Después de muchos meses de propaganda mediática, el proyecto de ley contra la ostensión de símbolos religiosos en la escuela se halla en discusión en el Parlamento.
Está claro que persisten dudas legítimas en cuanto a la eficacia de las medidas preconizadas, que amenazan con aumentar la confusión y la división en la opinión pública, y en cuanto a la dificultad de hacer aplicar esta ley sobre el terreno.
Pero queremos sobre todo expresar nuestra inquietud ante lo que se anuncia como un ultraje a los principios sobre los que se basa la vida pública de nuestro país.
La República está fundada sobre el reconocimiento, el mutuo respeto y la independencia del Estado y de las religiones, como se afirma en la Constitución y en la ley de 1905.
Esta independencia no puede y no debe nunca convertirse en sumisión de uno al otro.
Un Estado que reivindique su propia laicidad garantiza la libertad de culto y de expresión religiosa, pero se abstiene de intervenir en los ámbitos que entran en la esfera de la libertad de conciencia individual.
Nos parece importante, sobre todo en este momento, que el Estado ejercite su papel de forma responsable, con el fin de permitir la «comunicación entre las distintas tradiciones espirituales y la nación» (Discurso del Santo Padre al Cuerpo Diplomático, 12 de enero de 2004).
Especialmente en la enseñanza, en donde el Estado tiene la responsabilidad de garantizar la libertad de conciencia y de diálogo de cada uno, sea cual sea su pertenencia, éste debe promover un verdadero ideal de educación y de libertad. Es lo que afirmaba Péguy al comienzo del siglo pasado: «No es necesario que el profesor sea, dentro de la comunidad, el representante del gobierno. Conviene que sea el representante de la humanidad (...), de los poetas y de los artistas, de los filósofos y de los sabios, de los hombres que han hecho y que hacen avanzar a la humanidad» (Introducción a Jean Coste).
Don Giussani recordaba recientemente: «Cuando la sociedad se encuentra en una encrucijada decisiva, es fundamental que el juicio de aprobación o condena, en primer lugar, cuente con la urgencia de educar a los jóvenes y los adultos, esto es, a todos los hombres, pues todos necesitamos impulsar nuestra capacidad de justicia y de bondad. Si renuncia a educar en una estima verdadera por el hombre y, por tanto, en una justicia real, la humanidad queda atrapada por los desastres que ella misma se procura, y se ve obligada a afrontarlos».
La ley que está siendo discutida parte de un postulado erróneo, según el cual la pertenencia a una religión sería un factor de división.
Como cristianos comprometidos con la realidad, afirmamos con fuerza y claridad que la experiencia que vivimos, lejos de ser fuente de división, contribuye de forma esencial al diálogo, a la capacidad de acogida, al progreso en nuestra sociedad y a la defensa de la libertad de cada hombre. Por eso pedimos al Estado que no ceda a la tentación del laicismo y que asuma plenamente su laicidad:
- favoreciendo una educación que tenga en cuenta la necesidad del hombre de afirmar aquello que da sentido a su vida y de establecer un verdadero diálogo con los demás;
- salvaguardando la libertad de los hombres, de las instituciones y de las Iglesias para creer, expresarse y obrar por el bien común, aquello sobre lo que se basa la verdadera democracia.
Comunión y Liberación de París
Febrero 2004
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón