En lugar de ceder al impacto disolvente de los atentados, la sacudida del terror ha retado a toda la realidad del movimiento a una unidad más fuerte, a una fe más profunda y a una presencia pública. En el diálogo con compañeros de trabajo y estudio, con familiares y vecinos, hoy más que nunca resulta necesario comunicar una esperanza cierta, para que el país retome la senda de una construcción común. Ante la tarea de educar en una alternativa real al nihilismo.
Después de las elecciones, las horas de la manipulación violenta mediante la maquinaria formidable de los medios de comunicación. El terrorismo ha golpeado una nación fraguada en el crisol de la tradición cristiana
Nueve de la noche del sábado 13 de marzo de 2004. España entera llora a los muertos del atentado terrorista más cruel de su historia. Pocas horas antes, el Ministro del Interior ha comunicado la detención de cinco individuos relacionados con el atentado, tres marroquíes y dos indios. La pista del terrorismo islámico se ha convertido ya en la hipótesis más segura para la policía, mientras el protagonismo de ETA se desvanece.
El soporte ideológico
Para entonces la tensión en la calle ya es evidente. Decenas de sedes del Partido Popular eran asediadas por numerosos manifestantes que acusaban al Gobierno de haber mentido y de ser responsable de los atentados por su estrecha alianza con la Administración Bush. Este movimiento no tuvo nada de espontáneo: fue alimentado por las declaraciones de los líderes del PSOE y amplificado por la formidable maquinaria del grupo PRISA, el principal grupo español de medios de comunicación, espejo de la cultura radical-burguesa que ha servido de soporte ideológico a la izquierda española en los últimos veinticinco años. Y todo ello en plena jornada de reflexión, cuando se supone prohibida toda propaganda política.
Transferencia de culpa
En la sede de la calle Génova toman conciencia de que el asunto se les va de las manos: el miedo y la rabia de una parte importante de la sociedad española han encontrado un cauce eficaz para manifestarse en el castigo al Gobierno del PP, que hasta la víspera del jueves trágico aparecía en todas las encuestas como seguro y cómodo vencedor. La operación “transferencia de culpa” tiene su amargo reflejo en algunos gritos de los manifestantes: «Las bombas que lanzasteis sobre Iraq explotan ahora sobre nosotros». En cambio, apenas se escucharon condenas contra el terror de Al Qaeda y sus secuaces. Era el comienzo de una larga noche, preludio de un histórico cataclismo electoral.
Las raíces del vuelco
Los resultados de las elecciones del 14-M no dejan lugar a dudas. La dramática situación que enmarcó los comicios produjo la movilización de dos millones y medio de votos que en las anteriores elecciones no habían acudido a las urnas. El PP perdió un millón de votos y 35 escaños, quedándose con 148; por el contrario, el PSOE conquistaba casi tres millones de nuevos votos y alcanzaba la cifra de 164 diputados. Un país apesadumbrado y dividido, presa de viejos fantasmas y de imágenes estereotipadas, necesitado de una especie de catarsis tras el horror de los trenes, había plasmado su grito en un vuelco político inimaginable tan sólo tres días antes. Pero este fenómeno, que ha dejado boquiabiertos a los sociólogos de medio mundo, tiene raíces profundas en una nación a la que siempre parece resultar difícil encontrarse consigo misma.
Un odio típicamente progresista
En un número de marzo de la revista Time, España, siempre amante de las paradojas, aparece reflejada como una nación «fuerte, decidida y con confianza en sí misma»; el prestigioso semanario norteamericano reconoce que «su influencia en el mundo no ha tenido igual desde los tiempos del imperio», y rinde homenaje a su crecimiento económico, su creatividad artística e incluso su poderío deportivo. Curioso: el despegue de este nuevo protagonismo de España ha tenido lugar durante los años de gobierno de Aznar, esos mismos que una cierta mentalidad progresista ha detestado como años sombríos en los que se habrían reducido las libertades, la crispación habría sustituido al diálogo y el oscurantismo y la reacción habrían frenado cualquier avance. Alguno de sus delirantes voceros, como el cineasta Almodóvar, ha llegado a saludar el resultado del 14-M como una «recuperación de la democracia», pero la realidad de España no tiene nada que ver con este odio a lo propio, tan típico de una franja intelectual de nuestro país.
Fuertes contradicciones
Sin embargo, la imagen de un país en permanente expansión, con una especie de incansable voluntad de vencer y un brillo desenfadado y transgresor, esconde la corriente profunda de una debilidad y un desencanto que aprovechan cualquier resquicio para asomar. La tragedia del 11-M ha puesto dramáticamente sobre el tapete estas contradicciones. España crece, bulle y se agita, pero más como reflejo de una raíz vital que aún permanece, que como expresión de una tarea común. Falta una conciencia clara acerca del núcleo de nuestro patrimonio espiritual, cultural y moral, sobre el que se puede construir y que, por tanto, merece la pena defender. Lo ha manifestado claramente la reacción social frente a los atentados. Por una parte, se ha producido una respuesta espontánea de generosidad y solidaridad con las víctimas, pero casi nadie ha recogido el guante de este ataque al corazón de nuestra identidad. Se ha preferido tirar la sangre a la cara del Gobierno, sin comprender que, sean cuales sean los errores que éste haya cometido, el terrorismo de matriz islámica nos ha golpeado precisamente por lo que somos: una nación fraguada en el crisol de la tradición cristiana, cuya sociedad se articula sobre el reconocimiento de la libertad y de los derechos humanos. Es lo que ha dicho, por ejemplo, Gilles Kepell, el politólogo francés que se opuso a la guerra de Iraq pero que ahora nos pone frente a lo que no deseamos ver.
Repudio y vulnerabilidad
¿Hay algo por lo que merezca la pena sufrir, trabajar y construir juntos? Tal como recoge Time, según el actor Javier Bardem lo que mueve la creatividad de los españoles es el deseo de encontrar el máximo placer para librarnos de un sentimiento de culpa que sería producto de nuestra tradición católica. Ahí está de nuevo ese repudio de la propia identidad tan grato a los artistas de distinto pelaje, pero ahí tenemos, sobre todo, la causa de nuestra terrible vulnerabilidad: se echa en falta un horizonte ideal positivo y común, un amor por el que merezca la pena asumir un sacrificio compartido. Los terroristas islámicos lo han señalado en más de una ocasión: «Nosotros amamos la muerte más de cuanto vosotros amáis la vida». Ahí radica la debilidad profunda de Occidente frente a ellos, pues nuestro amor a la vida (que es muy distinto de nuestro apego enfermizo al bienestar) no es lo suficientemente grande, porque hemos roto los vínculos con lo que la sostiene: la relación con el Infinito que se ha implicado en nuestra historia para salvarla.
Un verdadero ariete
La cultura del nihilismo en sus diferentes versiones ha hecho estragos gracias a instrumentos como la escuela estatal (vaciada de propuesta ideal e invertebrada tras las reformas socialistas) y a buena parte de los medios de comunicación, que han hecho suyo el combate contra una tradición considerada antimoderna e incapaz de permitir el avance de una España, que según sus mitos, habría permanecido demasiado tiempo anclada en el pozo oscuro de la historia. Hay una “vanguardia iluminada” que ha hecho de esta cultura difusa un verdadero ariete en el debate político, discutiendo desde el primer momento (año 1996) la legitimidad del centro derecha aglutinado en el PP para gobernar la democracia española. Son los mismos que han repetido hasta la saciedad el tópico de que el Ejecutivo Aznar ha reducido las libertades, ha provocado el enfrentamiento civil y nos ha traído de nuevo los aromas de la inquisición. Munición gruesa contra un gobierno que hizo del “centro reformista” su divisa. Naturalmente esta vanguardia tiene diferentes voces, entre otras la del tándem Cebrián-González en el puente de mando y la de los cineastas que dirigieron el vídeo panfletario Hay motivos, para convencer a la sociedad de que el Gobierno Aznar no era sólo un adversario político, sino un peligro latente para la democracia. Y así, los atentados del 11-M han sido la mecha brutal que ha prendido un líquido inflamable que llevaba tiempo vertido.
La censura
Naturalmente, la Iglesia tenía que estar de una u otra forma en el punto de mira de este proceso ideológico, por más que se situara en el “no a la guerra” y que sus relaciones con el PP hayan pasado por momentos muy duros. No es extraño que el laicismo en sus diversas manifestaciones haya sido una de las claves del programa de la izquierda en esta última campaña. Pero, sobre todo, llama la atención la censura sobre el sentido religioso que ha tenido lugar en los días posteriores a los atentados. El cuadro de inmensa conmoción que los diferentes medios nos retransmitían ha quedado reducido a la solidaridad afectiva con las víctimas y a la vendetta política, sin que se abriera paso, siquiera débilmente, la pregunta sobre el sentido último, sobre el significado sin el que resulta imposible el coraje para reconstruir y para luchar. La dimensión religiosa de toda vida humana y de toda sociedad, que tan presente estuvo tras el 11-S en Nueva York, apenas se ha hecho notar en la crónica de estas jornadas amargas, privándolas así del recurso más profundo para encarar la tragedia. Incluso se ha intentado poner sordina a la presencia de un centenar de sacerdotes en la improvisada morgue del Parque Juan Carlos I para acompañar a las familias de las víctimas. Los funerales celebrados en distintos lugares de Madrid han sido conmovedores y han ofrecido la esperanza cristiana con toda nitidez, pero no han llegado a vertebrar la respuesta del pueblo entero, como sucedió, en cambio, con el funeral de Estado por los carabinieri italianos muertos en atentado en Nassiriya.
La tarea de educar
La intensa y espontánea solidaridad de millones de españoles demuestra que hay un germen de pueblo cuya raíz está viva. Pero necesita más que nunca una guía que desempeñe una tarea educativa y abra las conciencias al significado de la vida, a su postividad radical, al valor irreductible de la razón y de la libertad. Decía Hannah Arendt que el totalitarismo triunfa cuando ya no se distinguen la verdad de la mentira, ni la realidad de la ficción. Y debemos reconocer que el terrorismo nos ha herido también en esto.
Hace poco más de un año, después de meses de dura crispación tras el hundimiento del “Prestige” y la guerra en Iraq, la presencia de Juan Pablo II en Madrid supuso un inesperado punto de unidad para la sociedad española, un momento de intensa conciencia sobre el bien común que hemos sido llamados a custodiar, una pista para identificar el camino de crecimiento de nuestro pueblo. Aquella experiencia cobra ahora singular valor, pero hace falta un sujeto que la tome entre sus manos para traducirla en principio educativo.
En una Nota titulada «Esperanza frente al terrorismo», los obispos concluyen diciendo que en la dura tarea que espera a la sociedad española, los católicos «aportaremos el ánimo fuerte que se alimenta de una esperanza que no defrauda». De hecho, lo hemos visto ya estos días, pues en lugar de ceder al impacto disolvente de los atentados, la sacudida del terror ha retado a toda la realidad de Comunión y Liberación a una unidad más fuerte, a una fe más profunda y a una presencia pública a través de gestos tales como la Eucaristía celebrada el mismo 11-M, el rezo del rosario por las víctimas, la participación juntos en la manifestación del día 12 o el debate al conocerse los resultados de las elecciones. El juicio que hemos difundido mediante un panfleto se ha mostrado incisivo en el diálogo con nuestros compañeros de la Universidad o del trabajo, con familiares y vecinos, comunicado a todos “una esperanza cierta” necesaria para que nuestro país retome la senda de una construcción común.
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