Uno de los imperativos no escritos del mundo de hoy obliga a pensar que para sentirse vivo hay que cambiar a menudo. Cambiar de lugar, de amor, de trabajo, de look.
El poeta T.S. Eliot avisa en sus Coros: «El mundo rueda y el mundo cambia,/ Pero una cosa no cambia./ La lucha perpetua del Bien y del Mal». Es decir, la lucha entre lo que cumple completamente el deseo y aquello que lo desilusiona y lo deprime.
Cambia la historia, personal y colectiva, cambian los lugares, las costumbres. En estos últimos decenios hemos asistido a un número impresionante de cambios en la política mundial, los hábitos, las modas y los medios a disposición de los hombres. Y sin embargo el corazón de la vida de la persona, eso que san Pablo llama “mentalidad”, puede permanecer idéntico, inmóvil. Y, en medio de la constante lucha entre lo que se siente como bien y como mal, puede permanecer turbado como siempre, incierto. Se trata de una mentalidad, de un “yo” en el fondo entumecido, suspendido quizá entre grandes impulsos y amargos repliegues. De forma que, entre deseos y depresiones, parece que la cuenta siempre resulta cero. Y el “yo” no parece tener una identidad, una vida real, una vida cumplida. Sólo una apariencia de existencia, de tal forma que se tiene que refugiar en una vida virtual para escapar algunos instantes de la desesperación.
También la época que vio surgir el cristianismo estaba marcada por grandes cambios, por mil propuestas e invitaciones distintas, por seducciones espirituales y por grandes ideologías. En aquel contexto el cristianismo no se planteó como un “nuevo discurso” sobre el mundo y el hombre. Fue un encuentro, una amistad persuasiva que brotaba de Jesús de Nazaret y se propagaba hasta los confines de la Tierra. Las personas tocadas por este encuentro descubrieron la posibilidad de una vida verdadera para su “yo”, de un renacimiento o recreación, de un comienzo de cumplimiento. También hoy sucede así, de idéntica forma.
El hecho vence a la ideología porque, como escribe Alain Finkielkraut, «la ideología es el rechazo de hacer justicia en los asuntos humanos a la imprevisibilidad y a esas formas de desposesión que conlleva el evento, el encuentro con algo que estaba allí con anterioridad».
Una camarera del hotel de Minneapolis en donde se reunían nuestros amigos responsables del movimiento en EEUU y en Canadá, mientras servía el agua a los presentes, se quedó impresionada por la intensidad de los testimonios, una intensidad que nunca había visto ni oído. Y pidió para ella y para su hijo la posibilidad de unirse a aquella extraña amistad.
Para estar vivo no es necesario esforzarse por cambiar la propia vida. Sólo hace falta estar disponible al acontecimiento de un encuentro inesperado, bien sea al servir el agua o inmerso en cualquier otra ocupación.
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