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Huellas N.2, Febrero 2004

SOCIEDAD Constitución europea

El debate constitucional en España y en la Unión Europea

Ana Llano y Patricia Rodríguez-Patrón*

Dos profesoras de Derecho asisten a un interesante debate sobre la laicidad y el laicismo en la futura Constitución europea durante la presentación del libro Una Europa cristiana de J.H.H. Weiler en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas de Madrid

¿De qué hablamos cuando hablamos de un Estado laico, de laicismo, de laicidad? No parece que la cosa esté clara en nuestro país. De ahí que retomemos el interesantísimo debate entre dos constitucionalistas de talla como J.H.H. Weiler, autor del polémico libro Una Europa cristiana, y F. Rubio Llorente, prologuista y epiloguista del mismo. La polémica entre ambos, manifiesta en las páginas del epílogo dialogado que cierra el libro, volvió a ponerse de relieve en el encuentro que se celebró el 10 de diciembre en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. La sinceridad con la que se expresaron los dos profesores permitió constatar nuevamente que sostienen posiciones bien distintas acerca del lugar que ha de corresponder a Dios y a la religión cristiana en la nueva Europa.
Para el profesor Rubio, la teoría secular del Derecho y del poder es el gran logro del cristianismo. De ahí que entienda que el laicismo acoge e integra también la tradición cristiana, puesto que es su misma culminación. Sobre la base de ese argumento, que deja entrever toda una filosofía de la historia, su rechazo de toda mención a Dios o al cristianismo en la Constitución europea es rotundo. A su juicio, «no sólo somos herederos de la tradición, sino proyecto de futuro», y en esa medida, “mirando al futuro”, resulta perentoria la necesidad de progresar en la secularización y el laicismo.
Pero, ¿qué es logro de qué? La laicidad, en efecto, si la entendemos como «autonomía de la esfera civil y política respecto de la esfera religiosa y eclesiástica –nunca de la esfera moral–, es un valor adquirido y reconocido por la Iglesia, y pertenece al patrimonio de civilización alcanzado» (Nota Doctrinal de la Congregación para la Doctrina de la Fe, del 24-11-2002). Ya Pío XII se refería a una “sana laicidad del Estado”, laicidad que «constituye una nota positiva, esencial al Estado democrático pluralista, cuyo reconocimiento ha sido resultado de un largo, doloroso y purificador proceso histórico, a través del cual, en el mundo occidental cristiano, el orden temporal conquista la autonomía que le es propia» (como recuerda T. González Vila, “El laicista, contra la laicidad”. Alfa y Omega, 5-2-2004, aludiendo a la Gaudium et Spes, 36).
Ahora bien, entre esa laicidad –hecha posible, sí, en una cultura marcada por el cristianismo– y el laicismo de quienes pretenden que el Estado debe, para ser neutral, negar la religión o, como mínimo, desentenderse por completo de ella, relegándola al ámbito de lo privado, hay un abismo. Ni laico es lo mismo que laicista, ni la neutralidad o abstención del Estado en materia religiosa equivale a irreligiosidad, ni es justo identificar público con estatal. Distinciones éstas que no parece tener en cuenta Rubio Llorente cuando, al no ver más alternativa que el confesionalismo o el laicismo, aboga claramente por la fórmula laicista.
Los planteamientos de Weiler discurren por otros caminos. Su propuesta de un pluralismo tolerante presupone la distinción entre Estado laico –respetuoso con la pluralidad– y Estado laicista –pretendida, pero falsamente neutro–, si bien no es ésa la terminología que utiliza.
En su estudio sobre el debate constitucional europeo, el judío norteamericano parte del reconocimiento unánime de la libertad religiosa y “respecto de” la religión, como punto en el que convergen los Estados miembros. Ello no impide constatar una gran variedad, en cambio, en la iconografía usada por las distintas constituciones respecto a la religión. Pues bien, una vez que se ha optado por incluir un Preámbulo en la Constitución europea (lo cual no era imprescindible), Weiler considera necesario reflejar en él las distintas tradiciones europeas y no optar, unilateralmente, por una de ellas.
Y ello por dos órdenes de razones. En primer lugar, porque Europa presenta una diversidad constitucional que ha de custodiar si quiere mantenerse fiel a su principio de unidad en la diversidad. Y, en segundo lugar, porque el principio del Estado agnóstico o respetuoso de la libertad religiosa compartido por toda Europa no se viola, en su opinión, por el mero hecho de expresar en la Constitución el tipo de sensibilidad que tenga un determinado cuerpo político: «en la praxis constitucional europea, la premisa agnóstica tolera tanto el modelo francés como un modelo de Estado que, por ejemplo, subvencione a las instituciones religiosas en la misma medida que a las laicas. Agnosticismo significa practicar el pluralismo sin favoritismos. Habrá quien diga –llega a escribir– que, de hecho, el segundo modelo de Estado es más agnóstico que el que sólo subvenciona a las instituciones laicas, aunque estén revestidas de uniforme estatal» (p. 64). De ahí que proponga el preámbulo de la Constitución polaca como modelo realmente laico que integra de manera ejemplar a todos sus ciudadanos, creyentes y no creyentes: «(...) Nosotros, la Nación polaca, todos los ciudadanos de la República, tanto aquellos que creen en Dios como fuente de verdad, justicia, bien y belleza, como aquellos que no comparten esta fe pero respetan esos valores universales derivando de otras fuentes, iguales en derechos y obligaciones frente al bien común».
En el fondo de esta polémica se hallan distintas concepciones del Estado y de su historia, de la tolerancia y, en definitiva, del hombre, de la razón: o ésta es la instancia que abre al hombre a conocer la entera realidad y su significado, o se la concibe como medida de todas las cosas, al modo cientificista.
La posición mantenida por Rubio, hoy compartida por amplios sectores jurídicos y políticos, parte de un claro prejuicio frente a la religión (como pone de manifiesto Weiler en su libro). Prejuicio fundado en esa concepción ilustrada de la razón que no encuentra su mayor plenitud, sino humillación y esclavitud, en el reconocimiento del misterio. También desde ella se explica la invitación al hombre a la utopía de romper el nexo con su tradición para ser él mismo. A partir de tales premisas, considera que la tolerancia –por la que debe velar el Estado– sólo queda garantizada a través de la homologación de los ciudadanos bajo el manto del laicismo, relegando la religión al ámbito meramente privado.
Frente a esta visión de las cosas, el respeto a la diversidad es considerado por Weiler como la única forma de tolerancia real. El autor ve en la libertad religiosa un aspecto esencial del hombre que implica no sólo la dimensión interna o libertad de conciencia, sino también la dimensión externa o libertad de actuación conforme a las propias creencias en todos los ámbitos de la vida. Por ello, no cree que el papel del Estado (ni, en este caso, de la Unión Europea) sea el de reprimir la faceta externa de ésta (en tanto exceda del ejercicio de la libertad de culto) en aras de la tolerancia. Todo lo contrario, entiende que la auténtica tolerancia –y, por tanto, la posibilidad de una convivencia pacífica entre creyentes de distintas religiones y no creyentes– pasa por permitir el diálogo, el enriquecimiento y comunicación leales entre las diversas identidades. Si Europa adoptara el modelo compartido –curiosamente– por Francia y EEUU, estaría renunciando a lo más original de su patrimonio: una comprensión y vivencia de la democracia y de la religión como mutuamente implicadas. Weiler no ha mostrado el más mínimo pudor en recordarnos que ese método que apuesta por un diálogo y comunicación veraz entre las distintas partes viene siendo propuesto desde hace tiempo por la Iglesia Católica y, de forma especialmente clara, por el magisterio de Juan Pablo II.
Si miramos ahora nuestra Constitución, podemos constatar que, a pesar de la insignificancia de su preámbulo en cuanto a iconografía religiosa –que no deja de ser significativa–, gracias a la labor de ciertos políticos católicos, el artículo 16, después de declarar la libertad religiosa y la aconfesionalidad del Estado, determina que: «3. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones».
Los problemas que ha planteado esta fórmula y las razones de ello, no podemos tratarlas ahora. Lo que sí nos interesa subrayar es la urgencia de un compromiso serio de nuestros juristas y políticos, así como de todos los ciudadanos católicos libremente asociados, que sólo puede fundarse en una memoria histórica agradecida. En nuestras manos está retomar, redescubrir y hacer cotidianamente presente, con toda su eficacia, la originalidad de la tradición cristiana. Se trata de asumir nuestra responsabilidad y recuperar –con palabras de Schuman– «una experiencia leal de la libertad», de esa libertad que «asusta cuando se ha perdido el hábito de usarla», conscientes –como él– de que «queda por hacer toda una labor educativa».
Ello resulta especialmente necesario en la interpretación y aplicación de las normas referidas, no sólo a la libertad religiosa, sino a los derechos fundamentales en general. La urgencia de una profundización en el origen y fundamento de esos derechos se revela cada día más importante ante la desorientación generalizada, que alcanza de forma particularmente preocupante a la doctrina de nuestro Tribunal Constitucional y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. En este sentido, diversos autores vienen denunciando desde hace tiempo la ambigüedad, las contradicciones y la ideologización de estos tribunales a la hora de definir los derechos humanos.
A todos nos atañe el reto de poner en práctica el método del pluralismo y la tolerancia nacido en el seno de nuestra tradición, traspasada por una singular comprensión de la relación entre verdad y libertad, según la cual la Verdad ha elegido el camino de la libertad humana para hacerse presente en la historia y, cuanto más se propone y comunica, más despierta y provoca a la libertad a ponerse en juego. No se trata de conseguir (mediante la técnica de las presiones políticas) una mención al cristianismo o a Dios en la Constitución europea, que apenas significaría nada de no responder a la realidad efectiva de un pueblo consciente de su identidad y de su responsabilidad frente al mundo. Lo verdaderamente urgente es seguir haciendo presente hoy una concepción del Derecho y de la política en la cual religión y democracia se implican. El reclamo a reconocer la herencia predominantemente cristiana de Europa ha de partir de la conciencia de que sólo una adecuada comprensión del nexo entre verdad y libertad puede asegurar a Europa una democracia sustancial, no meramente formal, capaz de renovar el rostro del continente, de que sólo el respeto del principio de la unidad en la diversidad hace posible una verdadera interculturalidad e integración.
Del deseo de contribuir a ello está traspasado el trabajo de diferentes grupos y asociaciones de profesores, juristas, políticos y ciudadanos que, en la actual encrucijada, dan testimonio de estima verdadera por la persona y su libertad, de amor a la res publica y de confianza serena en la positividad de lo real.

*Ana Llano es Profesora de Filosofía del Derecho en la UCM y Patricia Rodríguez-Patrón es Profesora de Derecho Constitucional en la UAM.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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