Intervención de S.E. el cardenal Angelo Scola, Patriarca de Venecia Escuela de Subsidiariedad de la Región Véneta
1 - La pregunta
En el contexto de la llamada globalización podríamos aplicar a la economía la constatación que hacía Hegel a propósito de la técnica: «una nueva técnica es una nueva metafísica». Y, en efecto, no es raro hoy en día, incluso para un profano como yo, encontrar –al menos a través de las críticas de las páginas culturales de los periódicos– estudios de economistas que invaden los campos antaño reservados a los especialistas de otros saberes sociales, llegando hasta el punto de plantearse aquellas preguntas que, en última instancia, desembocan en la pregunta imprescindible: «¿Y yo, qué soy?». Pero entonces, declarar que «una nueva economía es una nueva metafísica», ¿no significa, paradójicamente, volver por fin a dar rienda suelta a la fuerza profética de la memoria?
Tratar la pregunta decisiva «¿quién soy yo?» como una proposición técnica o económica, sin eximirla de la necesidad de afrontar el nivel antropológico y ontológico (“metafísico”, para entendernos) termina por ponerla en juego con toda su fuerza, anudando los hilos del presente con los del pasado y abriéndola al futuro (del que decía precisamente Dante «que quede muerta nuestra sabiduría en el momento en que al futuro cerrará la puerta» Infierno, X, 107-108). Es precisamente esta fuerza extraordinaria de la memoria profética lo que caracteriza la Doctrina Social de la Iglesia, sus principios de reflexión, sus criterios de juicio y sus directrices de actuación. De ahí que afrontar el tema del “valor de la persona y el sentido del trabajo” en una Escuela de Subsidiariedad, como procuráis hacer vosotros, signifique llevar a cabo una operación cultural de primer orden. Una empresa cultural que podría considerarse verdaderamente europea, desde el momento en que Europa tiene su bandera en el Eneas virgiliano que, dejando Troya para regresar a Italia, lleva sobre sus hombros a Anquises y de la mano, a Julio. Él salva la cadena de las generaciones (pasado, presente, futuro / memoria, conocimiento, profecía), porque transplanta lo antiguo en un terreno nuevo. Del mismo modo, la Doctrina Social nos permite a nosotros mirar con serenidad constructiva las nuevas formas de la economía de hoy. Entre los principales cambios y novedades que a lo largo de los últimos años se han verificado en el campo económico, se halla la relación entre capital y trabajo. No son pocos los economistas, cercanos a la Doctrina Social, que han llegado a preguntarse: ¿tiene aún sentido, en un panorama tan cambiado como el actual, hablar de la prioridad del trabajo sobre el capital? ¿Y tiene sentido hacerlo desde los términos de la Laborem Exercens [cf. 11-15]? O bien se preguntan: ¿es suficiente la visión, más articulada, del sistema económico que ofrece la Centesimus Annus [cf. sobre todo 32-35; 43] para seguir afirmando esta prioridad?
La encíclica Laborem Exercens habla de la «decidida convicción de la primacía de la persona sobre las cosas, del trabajo del hombre sobre el capital, así como los medios de producción» [LE 13] y de la necesidad de asegurar «la primacía del trabajo, y por eso mismo, la subjetividad del hombre en la vida social y, especialmente, en la estructura dinámica de todo el proceso económico» [LE 14].Hoy parece necesario verificar si se ha superado este principio. Formulando de nuevo la pregunta, en términos más incisivos, podemos decir: ¿los cambios que se han producido en la realidad socio-política y económica han eclipsado la afirmación de la Doctrina Social de la Iglesia con respecto a la primacía del trabajo?
Para responder a esta provocación es preciso afrontar de una manera no teórica la cuestión del valor de la persona y del sentido del trabajo. Si queremos deshacer, aunque sea de modo esquemático, el nudo de tales problemas, será necesario, por una parte, evitar dejarse atrapar por la Scila de una afirmación del principio que lleve a referencias éticas y antropológicas de carácter puramente “extrínseco” al ámbito económico; por otra parte, deberemos cuidarnos de la Caribdis de concebir la esfera económica como un mundo cerrado en sí mismo, autónomo y absoluto. Habrá que demostrar que la economía, en sus elementos constitutivos y en sus complejas articulaciones actuales, exige, en sí misma, una referencia a la esfera ética y a la antropología. En pocas palabras, para que pueda afirmarse de nuevo de forma convincente la prioridad del trabajo sobre el capital, habrá que mostrar la “conveniencia” (en el sentido estricto del término) de esta prioridad para la economía misma. Si la operación tiene éxito quedará confirmada una vez más la bondad del principio de subsidiariedad. De hecho, la afirmación de la primacía del trabajo implica necesariamente la de la primacía del sujeto personal y comunitario, expresiones esenciales de la sociedad civil.
2 - La relación entre trabajo y capital: los cambios
Por razones obvias, no es mi tarea realizar un análisis técnico de los cambios que se han producido en la relación entre el trabajo y el capital. Será suficiente señalar el cambio que se ha introducido en la relación entre Estado, capital y trabajo, por lo que se refiere a las relaciones sociales, desde el momento en que la actividad económica ha dejado de fundamentarse en el sistema de fábrica. Por otra parte, en el llamado “mercado global”, los actores no tratan directamente con hombres, sino con informaciones y decisiones de capitales. Finalmente, tendremos que reconocer que en sociedades complejas como las nuestras la vinculación entre la dinámica económica y la social es cada vez mayor. Basta pensar, por ejemplo, en el peso del tercer sector o en la importancia que los comportamientos de consumo revisten para las actividades y los resultados de las empresas. Es así evidente que, en un contexto semejante, los actores de la economía pueden fácilmente descuidar la reflexión y la asunción de los principios, los criterios de juicio y las directrices de acción cercanas a la Doctrina Social, entre las que destaca la de la prioridad del trabajo sobre el capital.
3 - Razones para afirmar de nuevo el principio
Personalmente, estoy convencido de que, incluso en estas condiciones, hay buenos motivos para afirmar que este principio sigue siendo válido. Señalo tres. Lo primero que podemos observar es que al degradar el trabajo a un mero factor del proceso productivo –como sucedía en el viejo sistema de fábrica, hoy superado como ya hemos indicado–, es reducida ideológicamente la concepción adecuada del trabajo.
La Doctrina Social siempre ha refutado esta posición ideológica. Según la Doctrina Social de la Iglesia el trabajo es, de hecho, una de las dos dimensiones constitutivas de la experiencia humana elemental (junto al afecto): «El trabajo es una de las características que distinguen al hombre del resto de las criaturas, cuya actividad, unida al mantenimiento de la vida, no se puede llamar trabajo; sólo un hombre es capaz de trabajar y sólo el hombre lo hace cumpliendo al mismo tiempo con el trabajo de su existencia en la tierra. De este modo, el trabajo lleva consigo un signo particular del hombre y de la humanidad, el signo de una persona trabajadora en una comunidad de personas; y este signo determina su cualidad interior y constituye, en cierto sentido, su misma naturaleza». Además, el trabajo, para la antropología cristiana, es una forma eminente de participación –incluso en sus aspectos de fatiga y contradicción– en la obra creadora y redentora del Dios de Jesucristo: «Los hombres y las mujeres que para procurarse el sustento suyo y de su familia ejercitan su trabajo de tal forma que prestan un conveniente servicio a la sociedad, pueden, con buen criterio, reconocer que con su trabajo prolongan la obra del Creador, son útiles para sus hermanos y contribuyen personalmente a la realización del plan providencial de Dios en la historia».
Esta confirmación de la importancia antropológica del fenómeno del trabajo –y aquí está, a mí entender, el segundo motivo– nos llega de la reciente reflexión teórica sobre el crecimiento económico, que pone de manifiesto que éste no se halla ligado únicamente a factores productivos. De hecho, la acumulación de capital, si bien necesaria, supone un porcentaje decisivamente minoritario en el crecimiento económico, que depende sin embargo, en una medida más relevante, de la eficacia con la que el trabajo humano sabe utilizar los instrumentos de la producción y de la organización. Me parece que la insistencia con la que los economistas hablan de learning y de “capital humano”, como factores decisivos en el crecimiento, puede ser un modo explícito de reconocer la prioridad del trabajo en los dinamismos estrictamente económicos. Es la misma economía la que impone la urgencia antropológica. Una urgencia cada vez más actual, por cuanto, en la realidad de hoy, «nos falta una semántica compartida de lo civil que esté antropológicamente fundada y que pueda representar el despliegue, sobre el plano social, de una civilización en sentido humano. El hecho es que, en última instancia, es el hombre el que queda reducido, y con él, la identidad de lo que podemos llamar humano».
En tercer lugar, en los últimos decenios ha pasado significativamente a primer plano la importancia de la perspectiva institucional: el sistema de reglas, normas y valores compartidos para lograr una mayor eficiencia. Las bad laws llevan a una economía bloqueada y asfixiada. Los comportamientos culturales simplemente “distributivos” y no creativos, han decidido el destino del perfil económico de las diferentes naciones.
Emerge aquí, desde el interior de la economía, la instancia ética. El designo institucional –que se delinea no sólo a través de la participación en el designio legislativo sino, sobre todo, a través de la organización de la vida social– es una expresión ulterior e innegable del hecho de que el trabajo humano precede al capital.
Por muy esquemáticas que puedan resultar, las observaciones desarrolladas hasta aquí nos muestran con suficiente claridad el carácter insuperable del principio de la primacía del trabajo sobre el capital. Un primado que, hundiendo sus raíces en la antropología y en la ética, se muestra claramente imprescindible para la misma realidad económica.
4 - ¿ Qué dirección hay que tomar?
¿ Qué dirección tomar para mantener en el mundo la prioridad del trabajo sobre el capital? Desde la mayoría de los frentes se auspicia la institución de un gobierno global, fundado en el reforzamiento de las reglas generales de conducción de la política económica y social. Tal ordenamiento global tendría como objetivo asegurar el respeto a los derechos humanos en el campo económico. Por otro lado, se observa que un objetivo semejante no puede alcanzarse sólo de la mano de los gobiernos nacionales, sino que exige la constitución de un orden mundial –global– que pueda ser respetado por todos. La propuesta ha tenido seguramente en cuenta la complejidad de la vida económica hodierna –no comparable a la del pasado–, además de la irrenunciable dimensión institucional de los procesos de producción de los mercados. Desde este punto de vista, la construcción de un nuevo orden institucional en el ámbito económico constituye un oportuno intento que debe empeñar a las diversas fuerzas implicadas.
Pero estoy convencido de que esta propuesta sólo podrá llevarse a cabo si se la persigue hasta el fondo, explicitando todos sus fundamentos. De hecho –y éste es el punto central de mi reflexión– la economía no sólo necesita de la ética, sino también de la antropología. Las leyes están destinadas a facilitar la vida pública. Su tarea es la de abrir unos caminos y cerrar otros, indicando la dirección que hay que tomar para asegurar, en este caso a la vida económica, el orden necesario. Sin embargo, en especial en el marco del positivismo jurídico de hoy, se necesita que esta dimensión legal tenga una sólida base antropológica, ya que los actores económicos no pueden limitarse a construir un marco de reglas de comportamiento que sean ágiles y respetuosas con la libertad individual y social, con las distintas culturas, con las particularidades religiosas de los hombres y los pueblos. Un planteamiento similar no evitaría el inconveniente que aflige cada práctica y teoría ética de nuestra época: la enorme dificultad de formar un consenso de experiencia y cultura sobre los criterios fundamentales de la misma valoración ética. Este grave handicap impide que el pueblo identifique las causas merecedoras de un compromiso a nivel personal y público. La ética, por sí misma, no basta para mover el deseo y el interés del hombre, mientras que –como documenta el célebre estudio de Franz von Kutschera, quien no es precisamente un apasionado de la Doctrina Social de la Iglesia– «la mediación entre intereses y exigencias morales es el problema central de la ética». Sólo una propuesta antropológica completa puede mover la libertad de los individuos y sostenerla, a través de los cuerpos intermedios, en el círculo virtuoso de la vida buena (Aristóteles, Sto. Tomás), al mismo tiempo personal y social. Este es el objetivo directo de la Doctrina Social de la Iglesia. Ella nos enseña que, antes aún de la ética, la economía necesita de la antropología. La vida económica implica una concepción del hombre y de la comunidad social. Para ser armónica y capaz de alcanzar su propio objetivo, la relación económica tendrá que colocarse dentro de este horizonte integral. Aquí reside el salto cultural que la Doctrina Social de la Iglesia trata de introducir como tema prioritario, proponiendo de nuevo en términos actualizados, la prioridad del trabajo sobre el capital.
5 - ¿ Qué necesidades y para qué personas? Actividad económica y cualidad de las relaciones
La reformulación de este principio requiere partir de una antropología adecuada, es decir, de una antropología que tenga en cuenta la naturaleza dramática del yo. Debido a esa naturaleza, el yo existe siempre dentro de una unidad dual en la que se evidencian tres polaridades consecutivas: espíritu y cuerpo; hombre y mujer; individuo y comunidad. El hombre tiene cuerpo y alma, es hombre y mujer, es individuo y sociedad. La cuestión antropológica es, en cierto sentido, muy simple. Está al alcance de todos y constituye una experiencia elemental. Todo hombre se juega diariamente su libertad en cada circunstancia y en cada relación, en el ámbito del afecto y del trabajo. Emerge aquí, con claridad, el peso de las relaciones. Es necesario que el otro, lo diferente, la diferencia, sean vistos de forma positiva y no excluyente, como ha tratado de hacer la modernidad, disolviendo el sujeto. La diferencia es la escuela de la alteridad que a su vez no es pura exterioridad, sino precisamente, a fuerza de concatenarse las polaridades constitutivas, es, en cierto sentido, interna a la identidad del yo. El otro, sin cesar de ser otro, constituye, en cierto modo, el propio yo (véase la relación madre-hijo): la experiencia de la diferencia –a distintos niveles, pero sobre todo en el nivel de la polaridad constitutiva– nos lo recuerda constantemente. Cada relación con el otro implica un abandono (dif-ferre) del yo. Ni siquiera la relación económica, en la que se explica de diversas formas la relación del trabajo y el capital, escapa a este estado objetivo de cosas. Para ser armónica y capaz de perseguir su propio objetivo, la relación económica tendrá que colocarse dentro de este horizonte integral. La actividad económica nace de la desproporción entre necesidades y respuestas. En otros términos, identifica la actividad de producción, distribución y consumo de bienes y servicios con el mínimo dispendio de respuestas, con el fin de satisfacer el mayor número posible de necesidades humanas. En base a esta definición podemos distinguir, en la actividad económica, tres órdenes de problemas, que no deben entenderse como ámbitos yuxtapuestos, sino más bien como círculos concéntricos. Se puede hablar de:
- una dimensión de racionalidad técnica, dictada por la relación entre medios y fines, necesidades y respuestas, típica de la economía;
- una dimensión social, dictada por las relaciones y la dependencia creadas por la actividad económica: cada decisión económica crea relaciones y tiene efectos sobre las personas;
- una dimensión ética, dictada por el carácter humano de la vida económica: la actividad económica es obra del hombre, y es una realidad que incide en la vida y en el modo de pensar.
Estas tres dimensiones interactúan dentro del horizonte común antropológico.
De ahí que la vida económica no constituya una dimensión puramente técnica (por la que sólo los economistas podrían hablar de economía), sino que se configure precisamente como una actividad humana, como una realidad polimorfa, materia necesaria de la reflexión antropológico-moral. De aquí que la ciencia económica no pueda entenderse como una “ciencia objetiva” que prescinde del sujeto y de su comportamiento, aunque el nacimiento de la economía, como disciplina moderna, haya sido concebido y continuado de tal modo.
Teniendo además presente que en este terreno la identificación del bien moral no puede prescindir de la necesidad de alcanzar el objetivo económico –el de crear y distribuir bienes y servicios para el hombre, reduciendo lo más posible los costes, el de producir riqueza y beneficios–, la vida económica no se identifica con una relación abstracta entre los medios (bienes y respuestas) y los fines (necesidades). Constituye siempre el encuentro entre personas y una relación de intercambio, ya sea en el ámbito de la producción o en el de la distribución y el consumo. Siempre implica un conjunto de decisiones que repercuten sobre los otros. En este sentido debe hablarse de una dimensión antropológica personal y social (relaciones humanas mediadas por las cosas y las prestaciones) constitutiva de la actividad económica.
Si llamamos actividad ético-económica a este modo de estructurarse las relaciones interpersonales, mediadas por las cosas y las prestaciones, entonces, precisamente a causa de la pluralidad de los factores que se ponen en juego, no podremos eludir dos preguntas decisivas:
La primera: ¿qué necesidades, para qué personas y cómo satisfacerlas?
La segunda: ¿de qué naturaleza son las relaciones que la actividad económica está llamada a promover?
En un marco económico tan complejo como el actual se trata de salvaguardar –a favor de las personas, de los cuerpos intermedios y de toda la compañía social– la cualidad verdaderamente humana de las necesidades y la correcta relación entre libertad y función crítica.
6 - Economía, educación y política
Con el fin de garantizar la adecuada dimensión ético-antropológica requerida por la economía –la que reconoce el principio del primado del trabajo sobre el capital–, el factor determinante que los analistas sociales y económicos deberán tener en gran estima es la educación. ¿Qué educación es hoy posible con vistas a valorar plenamente las dimensiones de la actividad laboral que resultan decisivas para las dinámicas sociales y para el mismo crecimiento económico? O dicho con otras palabras: ¿cómo garantizar, en concreto, el principio de la prioridad del trabajo? La respuesta a esta pregunta, que pone en juego dos principios de la Doctrina Social –la solidaridad y la subsidiariedad– debe tener en cuenta a todos los actores socialmente relevantes: la persona, los cuerpos intermedios, la sociedad civil (y por tanto, también la empresa y el Estado). Esta es una obra de cultura y de civilización. Una nueva cultura empieza cuando el sujeto se pone en acción. El sujeto nuevo es como el alba de una nueva civilización.
Cierto, sólo el alba, pero como nos ha recordado recientemente el pensador judío George Steiner, Occidente, es decir, la tierra del ocaso, tiene hoy más que nunca necesidad de una cultura del alba, es decir, de un nuevo nacimiento.
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