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Huellas N.11, Diciembre 2003

CULTURA

Jonathan Edwards. El pensador de la Nueva Inglaterra puritana

Elisa Buzzi

Definido como “predicador ácido” según un cliché que hay que superar, Edwards fue un denodado defensor de la tradición intelectual de la teología puritana y del fenómeno religioso del “Gran Despertar”, en una época marcada por la difusión de una mentalidad racionalista de impronta ilustrada y deísta

Jonathan Edwards, máximo intérprete de la tradición intelectual y religiosa puritana de Nueva Inglaterra y, sin duda, uno de los pensadores más geniales y significativos de América, nació hace trescientos años en East Windsor, Connecticut, el 5 de octubre de 1703. El padre, Timothy, licenciado en Harvard, era pastor de la Iglesia Congregacionalista de East Windsor; la madre, Esther, era hija de una de las personalidades más influyentes de la época en la Nueva Inglaterra puritana: Salomón Stoddard, pastor de Northampton, el “papa del valle de Connecticut”.
En otoño de 1716, Edwards se matriculó en Yale donde terminó los estudios de bachillerato y obtuvo el master en Teología el 20 de septiembre de 1723. En su época de estudiante en Yale, en torno a los veinte años, empezó a componer sus primeros escritos de carácter científico y filosófico, a los cuales está vinculada su fama de niño prodigio de la filosofía americana. En ellos se esboza la concepción metafísica que subyacerá en los grandes tratados de la madurez y que permitió a Edwards no sólo defender la tradición intelectual de la teología puritana, sino también renovarla, marcándola con la impronta original de un mente especulativa de primer orden. Tal concepción se configura en sentido general como una forma de idealismo que él había desarrollado a partir de una crítica del materialismo y mecanicismo del XVII y del dualismo cartesiano. En este contexto, elabora la noción de Excelencia , clave interpretativa de su visión del universo como estructurado según una dinámica de comunicación y de participación o “consenso con el Ser”, cuyo eje y origen radica en la comunicación trinitaria, de la que fluye toda la realidad continuamente, “como en el primer instante de la creación”. Desde dicha perspectiva “nada existe si no es en la conciencia, creada o increada”. Los seres inteligentes son el fin de la creación, “creados para ser la conciencia del universo”, para percibir la belleza y participar de la excelencia del Ser, en esa comunicación que bíblicamente se define como Gloria y que constituye la “razón” y la estructura última del ser.

Pastor en Northampton
A partir de 1726, Edwards aceptó el cargo de ministro de la Primera Iglesia de Northampton, la congregación más numerosa e importante aparte de Boston, al principio ayudando a Stoddard y después en calidad de pastor. En este periodo es especialmente intensa la producción de sermones (los estudiosos calculan que a lo largo de su vida Edwards compuso casi mil quinientos). En ellos prosigue su indagación y profundización en los temas que habían constituido el objeto principal de sus intereses religiosos y teológicos: la naturaleza de la conversión, el conocimiento espiritual, la justificación y racionalidad del cristianismo. Estos temas, coordinándose en el cuadro global de una definición de la vida cristiana en términos de experiencia – problema que advierte como crucial también en el nivel existencial –, se entrelazan fuertemente con su perspectiva filosófica y confluyen en la refutación de posiciones definidas con el término de “arminianismo”. El sentido de la absoluta excelencia y soberanía del Ser divino y de la radical dependencia del hombre dominan el horizonte espiritual de Edwards, en una época en la que tales doctrinas tradicionales comenzaban a vacilar bajo los golpes de lo que él definía la “nueva moda teológica”, a saber, la difusión gradual de una mentalidad racionalista de impronta ilustrada y deísta. Edwards advertía en ella una forma de moralismo neo-pelagiano, que reducía las verdades fundamentales de la Revelación y se oponía a una concepción religiosa de la experiencia humana en su unidad gnoseológica y ética y, aún más, a su fundamento teológico.

Pecadores en las manos de un Dios airado
En esta línea se puede señalar un punto de inflexión fundamental en los cruciales acontecimientos de los años 1735-1740/42, vinculados al Great Revival , un fenómeno religioso y social de enorme relevancia en la historia americana, del que él fue uno de los principales promotores y un convencido, si bien crítico, defensor. De este periodo y fruto de su actividad como predicador del Revival es el famoso sermón Sinners in the Hands of an Angry God (Pecadores en las manos de un Dios airado), que es uno de los clásicos de la literatura americana colonial y contribuyó de forma determinante a labrar la fama de Edwards como “predicador ácido” y ejemplo típico de esa religiosidad “puritana” tenebrosa y obsesionada por los terrores infernales. En realidad, este cliché no hace del todo justicia a la concepción de Edwards, que está más dominada por la idea de la belleza que por el terror. Si bien es cierto que su implacable elaboración de la idea bíblica de la ira de Dios es tan eficaz que deja poco espacio a la imaginación, es preciso considerar que la profundidad de la visión del horror de la nada y del extrañamiento del hombre es directamente proporcional a la intensidad de su percepción de la excelencia absoluta de Dios y de lo dramático de la condición de los hombres, que, casi siempre inconscientemente, se hallan en cada instante de su vida «justo al borde de la eternidad» y «como sonámbulos se dirigen ciegamente hacia su ruina». Además, esta visión dramática se insertaba en una perspectiva antropológica y ética más amplia, que hizo de Edwards uno de los pocos pensadores de su época que intuyeron con lucidez y rebatieron sistemáticamente las implicaciones utópicas del proyecto ético-político ilustrado que se disponía a dominar la civilización occidental: la idea de poder fundar sobre la negación del pecado original y la afirmación de la bondad humana natural un sistema moral universal que pusiera fin a los conflictos más destructivos, garantizando un inevitable progreso de la humanidad. Como recientemente ha observado algún autor, «dado que Edwards fue casi el único filósofo moral del siglo XVIII que negó la bondad humana natural, fue también uno de los pocos que percibió no sólo la vaciedad de este sueño sino su peligro potencial».

La auténtica experiencia religiosa
En la estela de las desabridas controversias desencadenadas por el Revival y de la profunda reorientación teológica que conllevó, Edwards se vio llevado a concentrar crecientemente su atención en el problema de la naturaleza de la auténtica experiencia religiosa, en el Treatise Concerning Religious Affections (Tratado sobre los Afectos Religiosos, 1746), el primer gran tratado que compuso y quizás su obra más significativa. El núcleo fundamental de la visión de la experiencia religiosa teorizada en el Tratado brota esencialmente de la definición del conocimiento espiritual como sentido del corazón , o conocimiento afectivo, una percepción estética de la excelencia divina, en la que las facultades cognitivas y afectivas del sujeto se unifican en esa profunda transformación de su inclinación fundamental, producida por la Gracia, que agustinianamente se puede definir como amor y que implica, en último término, la participación en la vida misma de la Trinidad. El Tratado, que estaba destinado a convertirse en uno de los clásicos del protestantismo evangélico, contiene sin embargo una neta toma de posición contra ciertas formas extremas de subjetivismo en la experiencia religiosa, desenganchadas de cualquier forma de verificación objetiva, esto es, escritural, según la visión típica de la Reforma, pero también “práctica” y existencial. Esta posición se sintetiza emblemáticamente en una frase, que de alguna manera refleja el núcleo más profundo de la experiencia religiosa del propio Edwards: «Vivir de experiencias y no de Cristo es más abominable a los ojos de Dios que la vulgar inmoralidad de quienes no atesoran pretensión religiosa alguna».

En la misión india de Stockbridge
Los años que siguieron al Great Revival , Edwards se vio envuelto en una dura controversia con su congregación que concluyó con su alejamiento de Northampton en 1750. Junto a su numerosa familia –había tenido once hijos de su mujer, Sarah Pierpont– se vio obligado a retirarse a la misión india de Stockbridge donde permaneció hasta 1758. Allí, aun en las precarias condiciones de “frontera”, logró terminar una serie de grandes tratados, destacando su obra más famosa y filosóficamente más comprometida, Freedom of the Will (1754), una sucinta refutación de la noción de libertad como autodeterminación, reafirmando de nuevo la absoluta soberanía divina. A continuación, Edwards retomó el proyecto largamente meditado de emprender un Rational Account of the Main Doctrines of Christian Religion , un compendio incompleto del cual logró terminar sólo algunas partes que fueron publicadas en forma de tres tratados: The Great Christian Doctrine of Original Sin Defended (1758), A Dissertation Concerning the End for Which God Created the World yThe Nature of True Virtue . Estas dos últimas obras, que fueron publicadas póstumamente en 1765, vuelven a plantear con argumentos más rigurosos y en forma menos polémica su visión de la realidad como manifestación de la Gloria divina, de aquella plenitud del ser que es el único “fin” por el que el mundo ha sido creado, y de la vida moral como belleza que brota de la adhesión al ser.
Hacia finales de 1757, Edwards recibió el ofrecimiento de presidir la universidad de New Jersey (Princeton), de reciente fundación. Dudó bastante, pues temía que un cargo de tal responsabilidad le arrancara de un proyecto sobre el que estaba concentrando todas las energías que sus precarias condiciones de salud le permitían: una gran obra en la que la teología sistemática se afrontara con un método totalmente nuevo, en forma de historia de la salvación. Este proyecto sólo fue realizado en parte, con la publicación póstuma en 1774 de una obra basada en una serie de sermones predicados en 1739 y titulada The History of the Work of Redemption . A comienzos de 1758 se decidió por fin a aceptar el puesto en Princeton, a donde se trasladó en febrero; por consejo de los médicos decidió vacunarse contra la viruela, que entonces era una enfermedad endémica y hacía estragos especialmente en las grandes comunidades universitarias. Su salud ya minada no resistió los efectos de la vacuna y tras un mes, el 22 de marzo, murió.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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