La decana de Psicología de la Universidad Católica de Milán comenta la actualidad del juicio sobre el matrimonio como «el gesto sacramental que más valora lo humano», en una época que exalta la “magia” de experiencias afectivas instintivas y momentáneas
El elogio del matrimonio resulta impopular en estos tiempos, marcados por la fragilidad de las relaciones y en los que aumentan las convivencias libres; se discute acerca del divorcio rápido y se pide el reconocimiento de las uniones homosexuales. Que haya gente, como don Giussani, que defina el matrimonio como «el signo preclaro de la identidad entre humanidad y fe cristiana» parece casi una provocación. Un puñetazo en el estómago de los bienpensantes, incluido un buen número de catolicones arrellanados en el sofá de las buenas costumbres que no piden demasiado a una existencia forjada en la mediocridad. Conversando acerca de la Carta al Santo Padre con Eugenia Scabini, profesora de Psicología social de la familia y decana de la facultad de Psicología de la Universidad Católica de Milán, uno se da cuenta de que la breve pero intensa relectura que hace don Giussani del magisterio de Juan Pablo II alcanza las profundidades de la experiencia humana.
¿Qué aprendemos de la experiencia del matrimonio?
El amor duradero entre el hombre y la mujer es la experiencia humana primaria por excelencia, el signo más elocuente de que el hombre se realiza plenamente a través de un vínculo con el otro, que el yo está constitutivamente abierto al encuentro con un tú, que el yo se expresa en una relación. Hoy está de moda la palabra autorrealización. Pues bien, el matrimonio recuerda que el hombre no se hace por sí mismo, sino que realiza su identidad dentro de una relación privilegiada, un vínculo amoroso con otro profundamente diferente de sí (de otro género) si bien similar a él. Este vínculo no es un hecho privado entre dos personas. Todas las culturas han dado un reconocimiento público al amor entre el hombre y la mujer: la presencia de los testigos en las bodas viene a subrayar que hay un “tercero” que reconoce este vínculo. Y la unión entre hombre y mujer en una perspectiva generativa es esencial para la supervivencia de la sociedad.
¿Por qué la Iglesia ha elevado el matrimonio a la dignidad de sacramento?
El sacramento del matrimonio sella la experiencia humana del amor, dándole una solidez y una perspectiva de integridad, fidelidad y estabilidad que por sí mismo no tendría. Es como si la naturaleza se volviera sagrada: un vínculo natural es sacralizado. Y en esta sacralización, la pareja halla también la posibilidad de superar las fragilidades que son propias de la naturaleza humana y de continuar su recorrido. Por esto, Giussani define el matrimonio como «el gesto sacramental que más valora lo humano».
En la experiencia de la pareja, las diferencias se viven como fuente de atracción recíproca y de complementariedad, pero también como obstáculo en la realización de una verdadera unidad. La diferencia acaba por convertirse en escándalo, hasta llegar a cuestionar si es posible que la unidad perdure.
Muchas veces se nos vende el matrimonio como una armonía mágica, cuando en realidad es una empresa que conlleva un carácter dramático y en la que las diferencias son un dato natural e indeleble. De nada sirve empeñarse en limarlas, como si quisiéramos anestesiar la realidad y, en el fondo, negarla. El amor verdadero exige que no se esconda o aplaste la imborrable alteridad de la pareja, sino que se acoja y abrace. Giussani lo explica en el libro El milagro de la hospitalidad (próxima publicación en Ediciones Encuentro; ndt.): «Si un hombre acoge a una mujer –paradójicamente aguzando la conciencia de la diversidad– y la abraza con esta conciencia, nunca la habrá acogido tan intensamente». El gran desafío es mantenerse unidos, ligarse en una relación profunda y duradera a un hombre y una mujer (que representan la diferencia originaria). Como ya decía Lévy Straus desde un punto de vista antropológico: «El matrimonio es hacer que lo extraño se vuelva familiar».
El punto de partida de una relación de pareja suele ser la experiencia del enamoramiento. ¿Cómo es posible que el enamoramiento se convierta en amor estable y duradero, sobre todo en un contexto como el actual en el que lo efímero y lo provisional son los cánones dominantes?
El enamoramiento parte de un atractivo natural hacia el otro que nos empuja a conocerle. En el fondo, existe una “pretensión de semejanza”: se tiende a atribuir al otro una fuerte similitud con uno mismo y se considera fácil la posibilidad de entendimiento. Esta pretensión lleva en sí un fuerte valor emotivo, pero también cierto carácter ilusorio y en el impacto con la experiencia se redimensiona: se nos muestra que el otro no siempre está a la altura de las iniciales, y a menudo irrealistas, expectativas. Podemos decir que si se supera esta prueba, se puede dar el tránsito del enamoramiento al amor verdadero. Se pasa de la idealización al ideal, entendido como una presencia que mueve a recorrer los senderos tantas veces difíciles de la relación. El amor es un trabajo que compromete, el entendimiento se construye día a día, si la relación conyugal no se nutre incesantemente, se agota. Es preciso pasar de la experiencia apasionante del enamoramiento a la asunción de responsabilidades y la construcción común del amor. El paso del enamoramiento al amor es crucial y muchas veces los matrimonios no resisten este “salto”. Podemos decir a modo de provocación que hoy es necesario casarse varias veces en la vida, pero siempre con la misma persona, renovar constantemente ese compromiso que se nutre y sostiene en el tiempo gracias a un trabajo que toca profundamente la libertad personal de quienes han contraído el pacto de fidelidad en la alegría y el dolor. La pareja está llamada a dar un paso decisivo de «me caso con este aspecto de ti» a «me caso contigo».
En cambio, la alternativa que propone la “modernidad” es casarse varias veces con personas diferentes, es el camino ilusorio de buscar en otras experiencias afectivas la respuesta al deseo de cumplimiento que cada uno llevamos en el corazón. Existe una mentalidad que justifica el cambio de pareja aludiendo a los obstáculos que nacen en una relación: la misma fatiga se vive como un obstáculo para la relación, la cual, sabe Dios por qué, debería gozar de una especie de “armonía preestablecida”, ajena a las fatigas del vivir. Demos un vuelco a la perspectiva y preguntémonos por qué el énfasis que se hace en la relación de pareja no va acompañado de un llamamiento igual de fuerte a comprometerse en nutrirla. Si, con toda justicia, se cuida de los hijos, ¿por qué no se cuida igualmente el vínculo de pareja, su educación? Incluso en lo psíquico, la generación florece de un amor que precede. El hijo es fruto del amor conyugal y no, su sustituto.
Giussani compara la visión del amor que tiene el Papa –que define como «consciente de esa aproximación al Ideal que caracteriza todo momento humano»– con la de Dante, el cual es consciente de que «el hombre en su vida terrena es como una parte de sí mismo» en espera del cumplimiento. Una posición vertiginosa, difícil de mantener...
Resultan conmovedores los versos de la Vita Nova que aparecen en la carta acompañando la descripción de esta posición a la que aludes: «Hay un espíritu suave lleno de amor, que al alma va diciéndole: Suspira». Citando a Dante, Giussani evoca la dinámica profundamente humana del deseo, que es algo diferente de la satisfacción inmediata de nuestras necesidades o que, al menos, nos empuja a ir más allá. En el vínculo entre hombre y mujer, el deseo “desmonta” la pretensión de que el otro sea la respuesta total a tu tensión hacia la felicidad, y al mismo tiempo alimenta la exigencia de infinito, del “para siempre”, que está en el alma profunda de la relación.
En el amor se experimenta algo más grande, un misterio que excede a los dos y que se expresa con un suspiro, no de resignación, sino un suspiro que encierra un anhelo. Si no hay suspiro es inevitable caer en la pretensión hacia el otro y en la rabia por la inadecuación de ambos. Dos personas que viven la experiencia del amor verdadero “suspiran”, porque a través del otro se encaran con el infinito, caminan juntos de la mano hacia su cumplimiento. Experimentan que el amor al otro coincide con el amor por el destino del otro. Tienen un destino común y son fruto de un amor que les ha precedido.
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