Del Concilio de Nicea (325) al de Calcedonia (451). En los siglos IV y V, en plena lucha contra las herejías – desde el arrianismo al nestorianismo -, la Iglesia vivió etapas cruciales que definieron y precisaron los términos de la fe en Jesucristo. El pasaje de la proclamación del dogma de “María, Madre de Dios” fue decisivo para la historia de la Iglesia
«Santa María, Madre de Dios...». Nosotros, los cristianos del siglo XXI, estamos acostumbrados a repetir de memoria el Ave María, casi como nos tomamos un café o un trago de vino, sin pensarlo mucho. Pero esto no es lo peor, creo yo. Dios aprecia también la buena intención y la Virgen nos escucha, incluso cuando (quizá medio dormidos en la cama por la noche) ya no oímos las palabras que estamos bisbiseando. Sin embargo, el apelativo «Madre de Dios» es algo del otro mundo. De hecho, no se dice «María, madre de Jesús», sino que conscientemente se ha querido decir «Madre de Dios». Pero, ¿cómo es posible sostener que una muchacha judía de quince años como mucho pudiera generar físicamente en su joven vientre de madre a ese Dios, inmenso y eterno, que creó todo mucho antes de que María viniera al mundo? Para los cristianos de los siglos IV y V no fue precisamente como tomarse un café. Alrededor de este santo apelativo surgieron grandes disputas teológicas y se entablaron incluso luchas políticas. Fue necesario un concilio para poner punto final al conflicto. Éste tuvo lugar en Éfeso en el 431 y proclamó como dogma católico la definición de María Theotokos, Madre de Dios.
La escuela de Antioquía: Nestorio y Teodoro
Influyente obispo de Constantinopla desde el año 428, fue Nestorio quien implantó la controversia. Sostenía y enseñaba que era necesario corregir esas fórmulas de la devoción popular que se referían a la Virgen como “Madre de Dios”. Según Nestorio, había que referirse a María simplemente como la madre del hombre Cristo (Christotokos). Podría parecer mera disquisición terminológica, materia para sofismas teológicos, pero pensándolo bien, estaba en juego el mismo fundamento de la fe, el hecho de la Encarnación.
Nestorio había formado su pensamiento en la llamada “Escuela de Antioquía”. Exponente destacado de esta escuela era Teodoro de Mopsuestia, muerto en el 429. Enseñaban que las dos naturalezas de Cristo, la humana y la divina, no estaban unidas intrínsecamente, sino sólo extrínsecamente. «Casi como dos trozos de madera – explica el historiador Joseph Lortz - que se mantienen juntos en un contacto perfecto, pero permaneciendo siendo ellos mismos». Con esta interpretación se ponía en peligro la unidad esencial del Redentor. No se trataba ya de una verdadera encarnación del Verbo, sino sólo del morar del Verbo en un hombre. De hecho se dividía a Cristo en dos personas. Algunas de sus expresiones o gestos narrados en el Evangelio se atribuían a su naturaleza divina; otros, menos sublimes, a la humana.
La reacción: la escuela de Alejandría
Contra estas tesis surge la teología alejandrina. Su representante más apasionado y combativo fue el obispo Cirilo, desde el 412 patriarca de Alejandría. Moviéndose dentro del cauce seguro del Concilio de Nicea (325), Cirilo profesaba la fe en Cristo «verdadero Dios y verdadero hombre», sosteniendo que la unión entre las dos naturalezas era física y no moral; sustancial y no accidental. Igual que el alma es diferente del cuerpo, pero inseparable, así el hombre-Jesús no podía separarse de la plenitud del misterio de Dios. «Quien me ve a mí, ve al Padre». Por este motivo, y sólo por éste, era justo proclamar a María “Madre de Dios”.
Pentecostés del 431: el Concilio de Éfeso
El enfrentamiento con Nestorio era inevitable. En el 430, Cirilo envió una carta a todos los obispos y monjes de Egipto en la cual rechazaba las enseñanzas de Nestorio. Cirilo se dirige también al papa Celestino I, exigiéndole una decisión. El Papa convocó un sínodo en Roma dando la razón a las tesis de Cirilo. Pidieron a Nestorio que se retractara, pero el Patriarca de Constantinopla ratificó su tesis sosteniendo que Dios se habría encarnado en el seno de la Virgen sólo en su naturaleza humana. Llegados a este punto, Cirilo se dirigió al emperador Teodosio II solicitándole que convocara un concilio para resolver la controversia. El emperador dispuso que fuera convocado en Éfeso para el día de Pentecostés del año 431, en una iglesia dedicada a María. No nos detendremos en la crónica de las distintas y tormentosas sesiones. Ambas partes entablaron una agria disputa. Finalmente, prevaleció la tesis de Cirilo: negar que María es la madre de Dios, desde entonces hasta nuestros días, significa estar fuera de la comunión católica. «Si alguno no confiesa que Jesucristo es Dios en el verdadero sentido de la palabra, y por tanto que la Santa Virgen es madre de Dios porque lo ha engendrado según la carne, el Verbo hecho carne, sea anatema» (Concilio de Éfeso).
El misterio de Dios en una carne humana
El Concilio rebatía una a una las teorías de los nestorianos. «Confesaremos un solo Cristo y un solo Señor. No adoraremos al hombre y al Verbo juntos, con el riesgo de introducir una apariencia de división al decir juntos, sino que adoramos a un único y mismo Cristo, porque su cuerpo no es extraño al Verbo, ese cuerpo con el que se sentó junto al Padre y segururamente no fueron dos Hijos los que se sentaron con el Padre, sino uno, con la misma carne, en su unidad...» (Concilio de Éfeso, segunda carta de Cirilo a Nestorio).
Toda la Iglesia, especialmente los fieles, acogió con alegría las conclusiones de Éfeso. En Roma, el nuevo papa Sexto III quiso que se erigiera una gran basílica sobre el monte Esquilino dedicada a la “Madre de Dios”. Corría el año 432 y todavía hoy la basílica de Santa María la Mayor nos recuerda el Concilio que confirió a la Virgen el título de Theotokos.
En Éfeso, igual que en los concilios que le precedieron y le siguieron, entre los siglos tercero y sexto, la Iglesia tuvo que defender un principio de realidad.
Todas las herejías, desde la mas temible gnosis hasta el error nestoriano, manifestaban un escándalo ante el misterio de un Dios que se revela enteramente en una carne humana. Escándalo para los intelectuales y para todas las nomenclaturas, porque si la verdad fuera fruto de un conocimiento bastaría cualquier burocracia religiosa para gestionar las consiguientes aplicaciones prácticas. Alegría de los humildes, porque si la gracia de Dios se liga inseparablemente a lo humano, basta una mirada atenta y un corazón capaz de conmoverse.
Ver con los ojos del cuerpo
En este tiempo dominado por embaucadores, tiempo de ilusiones y de abstracciones, es un consuelo descubrir que toda la lucha de los padres de la Iglesia contra las herejías es una lucha por defender la realidad frente a la apariencia. «Si la Madre fuera ficticia, sería ficticia también la carne..., y ficticias también las cicatrices de la Resurrección» (San Agustín). En la disputa contra Nestorio, el Papa Celestino I pidió consejo a un monje muy devoto que vivía en Galia, san Juan Casiano. En su obra La Encarnación del Señor, el monje comenta de este modo el versículo quinto del salmo 143: «Señor, inclina tu cielo y desciende... El salmista suplicaba que el Señor se manifestara en la carne, apareciera visiblemente en el mundo, ascendiera visiblemente a la Gloria y que al final los santos pudieran ver, con los ojos del cuerpo, todo lo que ya habían visto espiritualmente». Precisamente con los ojos del cuerpo, decía aquel santo monje.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón