Insistimos en la figura de María, Virgen y Madre, para señalar el método que Dios ha elegido para comunicarse: Dios salva al hombre a través del hombre
En los comienzos de la historia de la Iglesia se dio un paso decisivo en la toma de conciencia de este método: el Concilio de Éfeso, en el que se proclamó a María “Madre de Dios”
La insistencia en la figura de María, Virgen y Madre de Dios, tiene un importante valor de método para vivir la experiencia cristiana: la mirada y la petición a Aquella que es «la primera vibración, los primeros acordes de esa realidad musical que es Dios » (Giussani, Huellas n.6, p.2) lleva a nuestra conciencia y nuestra libertad a abrirse cada mañana ante la objetividad de la presencia de Cristo, el Verbo encarnado. Toda la Tradición confirma de modo admirable que mirar a María es el método para profundizar en el conocimiento de la humanidad de la Persona del Hijo. Es particularmente significativa la proclamación solemne de María Madre de Dios hecha en el Concilio de Éfeso el 22 de junio del 431. Este tercer Concilio Ecuménico (después del de Nicea, el año 325 y el de Constantinopla, en el 381) significó una etapa fundamental en el largo y dramático debate que tuvo lugar entre los siglos IV y V, a través del cual se precisaron los términos de la fe en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, y que preparó la declaración de Calcedonia (451) sobre la unicidad de la persona divina de Cristo y sus dos naturalezas, la divina y la humana.
El Concilio de Nicea defendió la divinidad de Cristo («de la misma naturaleza del Padre»), condenando a Arrio por pretender reducirlo a una simple criatura, aunque fuera una criatura excepcional. Pero esta decisión no terminó con el arrianismo que, apoyándose en el poder imperial, se difundió por toda la Iglesia hasta el punto de llegar casi a tomar las riendas: «El mundo, lamentándose, se sorprendió de encontrarse arriano» gritó Jerónimo. La lucha por la verdad de la fe, guiada por unos pocos grandes obispos (sobre todo Atanasio en Oriente y Ambrosio en Occidente), en comunión con el Obispo de Roma, coincidió con la lucha por la libertad de la Iglesia con respecto al intervencionismo del poder imperial.
La larga herejía arriana amenazaba el corazón de la misma fe, reduciendo a Jesucristo a instancias morales. Esta situación, paradójicamente, no hizo más que contribuir a que se esclareciera y se profundizara en los términos auténticos del anuncio cristiano respecto a la persona y a la obra salvífica del Señor. El resultado no fue (según el conocido reproche de von Harnack, muy difundido todavía) la reducción de la fuerza existencial del mensaje evangélico a esquemas filosóficos helenísticos. Al contrario, se trató de dar razón en términos adecuados de la pretensión de salvación totalizante de la persona de Cristo frente a los insistentes intentos de reconducirla hacia esquemas religiosos mundanos. La fidelidad y la adhesión a la experiencia original fue lo que determinó el uso de las palabras (y cuando fue necesario, a hacer acopio de nuevas) y no al revés. En la segunda mitad del siglo IV surgió el problema de cómo podía entenderse la unión y la realización entre la realidad humana y la divina en la persona de Cristo. En medio de este contexto se sitúa la vida de Nestorio, que se encontró con la tarea de resolver la controversia, surgida en el seno de su comunidad, entre los que querían atribuir a María sólo el título de Anthropotokos, madre del hombre, y los que en cambio le atribuían el título de Theotokos, Madre de Dios.
En el intento de conciliar esta disputa, Nestorio propuso para María el título de Christotokos, Madre de Cristo. El resultado fue que se acabó rompiendo la unicidad de la persona de Cristo en dos, una persona humana y una divina: el Verbo, que habita en Cristo como en un templo (resultando ser Cristo el éxito de una unión puramente moral o accidental).
En el Concilio de Éfeso, los padres reunidos condenaron a Nestorio y proclamaron solemnemente la maternidad divina de María: «No fue generado de la Virgen María primero un hombre, sobre el que después habría descendido el Verbo: el Verbo se ha unido con la carne desde el seno de la madre, ha nacido según la carne, aceptando nacer de la carne... Por ello [los santos padres] no dudaron en llamar Madre de Dios (Theotokos) a la Santísima Virgen, no porque el Verbo haya tomado de ella su naturaleza divina, sino porque es de ella de quien tiene el cuerpo sagrado dotado de un alma racional, unido a la persona del Verbo, de quien se dice que el Verbo nació según la carne».
Con esto se ratificaba que la persona divina del Verbo asumía la carne humana «desde el seno de la madre».
Se completaba así un importante paso en la comprensión de los términos de la fe en el misterio de la Encarnación de Cristo, que veinte años más tarde el Concilio de Calcedonia (22 de octubre de 451) perfeccionará confesándolo una única Persona, «un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas», la divina y la humana, sin confusión, inmutables, indivisibles e inseparables.
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