Más de trescientas personas, procedentes de las catorce ex repúblicas soviéticas, se reunieron para intercambiar sus propias experiencias. El mensaje del Papa. Los testimonios conmovidos de aquellos que vivieron los años de la persecución durante el comunismo. La importancia de los movimientos eclesiales para «hacer de la Iglesia una casa»
Era la primera vez que se reunían más de trescientas personas, procedentes de catorce ex repúblicas soviéticas, para hablar e intercambiarse experiencias bastantes años después de la caída de la Unión Soviética. Para el que conozca mínimamente la realidad postsoviética resulta enseguida evidente la excepcionalidad de este gesto. Se trataba de una iniciativa absolutamente nueva -y hasta hace poco impensable- en unos países aplastados por decenios de represión y propaganda antirreligiosa en su interior, unos países a los que se les impidió tener contactos normales y estables con el resto del mundo cristiano. Sin olvidar que, después de la caída del telón de acero y de la Unión Soviética, el diálogo entre sus distintos componentes nacionales se había interrumpido a causa de hostilidades y rivalidades, reavivadas en su tiempo por la ideología de la «rusificación» forzada -o mejor «sovietización»-. El resultado de todos estos años era un cúmulo de estereotipos difíciles de superar. Hacía falta un motivo realmente grande como el del lema elegido por el Congreso de laicos católicos de la antigua Unión Soviética -“Ser testigos de Cristo hoy”- organizado por el Pontificio Consejo para los Laicos en Kiev, del 8 al 12 de octubre. Junto a los representantes del laicado de estos países, guiados por sus respectivos pastores, también intervinieron miembros de asociaciones y movimientos eclesiales presentes en esa área geográfica, así como representantes de organizaciones católicas que colaboran con las Iglesias del Este europeo.
El congreso se abrió con la lectura de un saludo del Santo Padre que, recordando el martirio y «la penosa ruptura que ha provocado la asfixia de las comunidades cristianas del Este», subrayaba la nueva responsabilidad, encomendada a los laicos, «de transmitir a las generaciones futuras el patrimonio de la fe cristiana». Precisamente en Kiev -añadía Juan Pablo II-, lugar del antiguo bautismo de Rusia, los cristianos son llamados hoy a «consolidar la conciencia de su propio bautismo» y a tomar conciencia de que son «corresponsables en la edificación de las comunidades cristianas y partícipes de la misión de la Iglesia de anunciar a los hombres la Buena Nueva de la salvación».
Ponentes, o más bien testigos
Se alternaron sucesivamente conferencias y mesas redondas dedicadas a los temas centrales de la misión del laicado. El cardenal de Praga, Miroslav Vlk, hablando de la «misión de la Iglesia en el alba del tercer milenio», ofreció un testimonio personal e impresionante de sus años de «laicado forzoso» vividos durante el régimen comunista: «Durante el comunismo no teníamos nada, las estructuras estaban contra nosotros, pero teníamos a Dios, nadie podía quitarnos la vida en Él. Incluso sin sacerdotes, y precisamente gracias a los laicos, conseguíamos reunirnos de forma clandestina, en pequeños grupos, en los bosques, para vivir el Evangelio. Y nadie podía impedírnoslo». Recordando los años de las persecuciones, en los que él mismo tuvo que trabajar de limpia cristales en Praga al serle prohibido desarrollar su ministerio sacerdotal, Vlk subrayó con fuerza la figura de Cristo como «fuente de esperanza» y la necesidad de abrazar a Jesús crucificado en el «sacramento del dolor», para poder comprender, seguir y anunciar al Resucitado.
El arzobispo Stanislav Rylko, nuevo presidente del Pontificio Consejo para los Laicos («Seréis mis testigos»: la hora del laicado), trazó con gran eficacia la figura del laico y de su misión, insistiendo en el carácter comunional y eclesial de su testimonio, en el que vocación y misión se entrelazan encontrando su fundamento más profundo en el bautismo: «Vivid la santidad. Y no una santidad “de segunda categoría”, sino la verdadera y auténtica santidad».
La sangre de los mártires
Gran emoción suscitó la presencia del cardenal Kazimierz Swiatek, actual primado de la Iglesia católica bielorrusa y veterano de los campos de trabajo soviéticos (en donde pasó diez años, de 1945 a 1954). En su ponencia-testimonio («La sangre de los mártires, semilla de vida nueva: los mártires de ayer interpelan a los cristianos de hoy»), narrando su historia y la de su Iglesia, y trazando con sencillez y conmoción episodios de auténtico heroísmo cristiano, el cardenal confió con autoridad a los laicos de hoy la misión de testimoniar totalmente a Cristo, una misión que su generación llevó a cabo a través de la resistencia y la fidelidad a la Iglesia a costa muchas veces de su propia vida.
Educarse en la fe
En un clima visiblemente marcado por la percepción de estar viviendo el milagro de «la unidad en la multiplicidad», los numerosos testimonios y peticiones de ayuda de los participantes dibujaron un cuadro dramático, pero también milagroso, de la situación: dentro de la pobreza, de las dificultades y de los problemas de todo tipo que se encontraban en las regiones de la antigua Unión Soviética, el hilo conductor era el reconocimiento de un comienzo de Iglesia, tímido y misterioso, pero plenamente real, que responde a los deseos y a las exigencias de la humanidad atormentada de estos países. Así pudimos escuchar a un antiguo soldado del Ejército rojo, que se había ordenado sacerdote hacía diez años, después de una conversación con el sacerdote bielorruso a cuya parroquia había sido enviado como piquete, y al que reconoció en el Congreso en la persona del cardenal Swiatek. También hablaron Jurij, de Char’kov, que se convirtió a través de la lectura de los libros del padre Men’ y que ahora está construyendo una comunidad «con el mismo espíritu ecuménico y universal» y Sergej, de Tadzikistán, que vive en una minúscula y jovencísima comunidad católica -pero de verdaderos amigos, precisa con cierto orgullo- en un contexto totalmente musulmán...
La necesidad de un encuentro
En este contexto era particularmente esperado el testimonio de los movimientos eclesiales que, como dijo en su introducción Guzmán Carriquiry, subsecretario del Consejo Pontificio para los Laicos, son un signo de los tiempos y responden a la invitación del Santo Padre a «hacer de la Iglesia una casa y una escuela de comunión». Precisamente en este aspecto insistió durante su intervención Giancarlo Cesana, que presentó Comunión y Liberación: «el comunismo, que fue muy seguido también en Italia, predica que la liberación procede de un análisis. Nosotros en cambio decimos que viene de una amistad en la que el dolor y la muerte ya no nos asustan. La unidad es el camino que Dios ha elegido para comunicarse a sí mismo: Le estimamos como origen de la libertad y de la felicidad. Y también está la educación, un método que nos introduce en la realidad. El encuentro con Dios tiene la misma sustancia que el encuentro de Juan y Andrés con Jesús: “venid y veréis”». Era impresionante escuchar estas palabras delante del variopinto auditorio de Kiev, entre el que se encontraba una señora de Volgogrado que me paró después en el pasillo para pedirme el número de teléfono, porque tenía una hija en Moscú que estudiaba en la Academia de Bellas Artes y para la que deseaba «un encuentro». También escuchó la intervención de Cesana un estudiante universitario que trabaja en el comité organizador local y que quería comprender mejor qué tenía que ver la fe con la vida, con la razón, con la ciencia, y que me contó que un profesor suyo había estado en el Meeting de Rímini (descubrimos que era un queridísimo amigo mío, que nos había invitado a Char’kov a impartir un seminario sobre Educar es un riesgo). Al final tomó nota de que dentro de dos semanas teníamos la “apertura de curso” en Moscú. Un encuentro es necesario, y el encuentro es siempre un milagro: era el testimonio de Oksana, una amiga de Moscú que desde hace algunos meses da clase en la universidad, y que está descubriendo el misterio que pasa a través de la relación con los demás. También habló Julija, de Alma-Ata, sobre el trabajo como la posibilidad de sentirse libre, de abrazar lo cotidiano y a los demás como signos del rostro de Cristo.
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