Madres que lloran, hijas que ríen, parejas que exhiben sus crisis en televisión. Hace algunos años podíamos consolarnos pensando que todo era falso, que era una ficción y que simplemente recitaban un guión hábilmente escrito. Antes era así, y hoy en cierto modo también (en el sentido de que si el novio caradura deja de interesar a la audiencia, se trae al primo del novio: la historia cambia simplemente de intérprete). Pero la novedad es que hoy la gente se busca a sí misma en la televisión, en los reality shows. En “un mundo sin yo” el estudio de televisión se ha convertido en la última e ilusoria estación para su reconstrucción. He observado de cerca a la mayor experta en la materia, María De Filippi, y os aseguro que la gente acude a ella llena de expectativas y de preguntas, verdaderamente dispuesta a hablar de cosas íntimas y secretas, convencida de que allí, delante de las cámaras, se producirá la luz, la catarsis, el cambio de dirección. La televisión, que necesariamente debe confeccionar una historia (el vestuario, el maquillaje, tal vez una necesaria simplificación del asunto) no modifica en absoluto la torcida “verdad” de la exigencia: «Estoy aquí para tratar de recomponer los pedazos de mi yo». Pero, ¿qué se encuentra delante? No solo cinismo (hasta el mismo Costanzo está convencido de que tiene una misión social), sino un compartir, un auténtico y conmovido “compartir en forma de televisión”. Es un compartir corrompido de buena fe, habría que decir. Un compartir que ya no sabe distinguir entre verdadero y falso, entre sustancia e imagen, entre necesidad de compartir y necesidad de la persona. ¿El motivo? Un “yo sin Dios”, presa a la vez del voluntarismo y de la náusea, de la conmoción y del cinismo. Un yo confuso, que tal vez cree de buena fe en un “Dios sin Cristo” y más a menudo en un “Cristo sin Iglesia”, pero que tiene entre sus manos, durante un programa que dejará huella, la vida y la historia de otra persona. Pero hay más cosas en la televisión. Quizá la vida de un santo, como por ejemplo la de la Madre Teresa, que clava a millones de italianos delante del televisor ante una historia verdaderamente hermosa, bien contada según las reglas de la televisión, construida por gente de fe, con las mejores intenciones. Pero es como si esa historia perteneciese, quizá para hacerla lo más universal posible, a una “Iglesia sin mundo”. Es como decir: la fe genera lo heroico, lo excepcional, suscita conmoción e imitación, pero lo ordinario, la vida normal que afrontamos de nuevo cada mañana, es otra cosa. La televisión no sabe contar que también ellos, los santos, los “excepcionales”, forman parte de lo cotidiano, que también ellos se despiertan cada mañana empezando desde el principio como nosotros. Y que los pedazos frágiles de nuestro yo pueden recomponerse si alguien nos testimonia cómo hacerlo.
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