Otros comentarios a la carta a la Fraternidad
Adriano Sofri
Periodista y escritor
No puedo fingir diciendo que la lectura de don Giussani me resulta fácil, al contrario. Hay en su forma de expresarse, y también en esta carta – por lo menos así me parece – una forma de proceder casi dejada y voluble, sin sujeción alguna a límites ya fijados o a una economía lógica. Naturalmente, don Giussani se mueve dentro de un cauce robusto por definición, que le viene de su fe y de los textos de su fe. Sin embargo sus pensamientos discurren con tanta libertad que se parecen más al agua que baja desde una cima antes de recogerse en un cauce que a un canal o a un río que trascurre por la llanura. Su predilección por la poesía, ya sea Leopardi o, como en este caso, Dante, favorece esta libertad abierta a la divagación y a la improvisación, aunque constantemente atraída hacia un punto firme. Me impresiona esta licencia en sus pensamientos, por el contraste aparente con la idea de don Giussani como maestro de escuela primero, y como inspirador carismático de un movimiento después – de una Fraternidad, como veo que aquí se llama –, es decir, con la expectativa de pensamientos y propósitos transmisibles de forma esquemática. Pero esta escritura – y antes, imagino, la palabra: la escritura de don Giussani tiene un desarrollo muy “hablado”, e imagino también que el que la lea reconocerá la voz viva del autor – es todo menos escolar. Esta distancia de la intención escolar está animada por un lenguaje de amor. Otra de las sujeciones de las que don Giussani parece querer desembarazarse, o parece ignorar para no perder tiempo con aquello que no tiene valor, es la distinción prudente entre amor sagrado y amor profano, entre amor de Dios – y de su Virgen madre, hija de su Hijo – y amor del mundo y de sus personas, de la mujer amada por Leopardi. Éste debe ser también un modo de aceptar el amor de Dios: «Sin oponer un método suyo». Reconociéndolo así en cualquier amor. Quizá se pueda parafrasear a don Giussani para decir que el drama supremo es que el Amor de Dios pida que los hombres le reconozcan. Naturalmente el Dante de la Divina Comedia – «por cuyo calor»... – es el mejor compañero para este reconocimiento. Mi dificultad no depende sólo de la fe que no tengo. La tuve, como una lengua madre, y por tanto sigo sintiendo sus resultados, y puedo hablar una lengua común – aunque ya no es exactamente la misma: no hay dos personas en el mundo que hablen exactamente la misma lengua – con quien la tiene y se deja llenar de ella por entero. No sé por qué, pero en mi memoria la Virgen ocupa un lugar distinto del que tiene en la expresión de Dante, «Virgen madre, hija de tu hijo». En mí aparece más como una muchacha intimidada – como la joven en el momento de la Anunciación –, imagen filial y fuente de sentimientos paternos, que como madre. “Virgen” tiene que ver con esto probablemente: con este estado ileso y antecedente, libre de prejuicios en un mundo gravado por doquier por la acumulación de precedentes, de cosas ya hechas, que obligan a la libertad dentro de posibilidades estrechas. Y hacen intuir el infinito como una eventualidad intangible más allá del muro que tenemos delante. Quizá don Giussani hace de la Virgen su obstáculo y su sendero para la mirada liberada sobre el infinito. Su método. «La Virgen es el método necesario para tener una familiaridad con Cristo». (Pero, ¿de dónde le venía a la Virgen su familiaridad con Jesús? ¿Le bastaba con ser su madre? Era un hijo al que había que seguir a una distancia respetuosa muchas veces, y con una especie de miedo. Muchas madres deben haber experimentado algo parecido). «Ella – escribe don Giussani – es el instrumento que Dios usó para entrar en el corazón del hombre». Me pregunto si el uso universal de la palabra “hombre” – referida a todos los humanos, hombres y mujeres – puede contribuir a oscurecer una diferencia en la vida seguida por los hombres, que encuentran a través de la Virgen el acceso al Padre y al Hijo, como a través de la ternura de la madre se accede al poder del Padre y a la fraternidad del Hijo, y el camino seguido por las mujeres, que tienen un acceso más inmediato y confidente al amor a Cristo. No soy capaz de seguir el curso de la reflexión acerca del Espíritu y del método supremo de la libertad de Dios, que, por otro lado, está acompañada de palabras como “inalcanzable” o “inaferrable”. Retomo el hilo en el afable tono final del primer punto: «Hay que leer estas cosas con humildad».... El segundo punto es incendiario: la gran promesa (esta fórmula es el título del más antiguo periódico de cárcel italiano), la invasión del deseo, el desafío provocador. El poder misionero de la palabra, que vuelve a los campos de nuestra tierra. Esto es lo que me había parecido un discurrir sin cauce, antes de convertirse en manantial, arroyo, río y canal. Aquí la inundación no es de agua, es de fuego. El tercer punto imagina que cada uno es todo: no pro quota, no como accionista minoritario, sino como suma y anulación de todo. En fórmulas como totus tuus me he preguntado siempre si la totalidad cedía al abandono total. «El empeño total de la persona», dice el punto de don Giussani. Yo me quedaría a una distancia de respeto, como uno que se ha quemado un poco. Me podríais responder que lo que importa no es la distancia – ni demasiado dentro, ni demasiado fuera, más allá de una prudencia que mortifica – sino la naturaleza del fuego y de la luz en la que entrar. Quizá. Yo me inclino a pensar que la cuestión de la distancia tiene su razón de ser, cualquiera que sea el fuego. (Naturalmente, decir esto no cambia nada en la vida real, en la que uno se puede hundir o terminar demasiado lejos alternativamente, padeciendo demasiado calor o demasiado frío: las penas del infierno). Con respecto al cuarto punto, creo que lo comprendo, creo que sé de qué se trata. «La gran revelación es que la esencia del Ser es amor. Por lo tanto, toda la ley moral se define con el término caridad». «Los tres que se aman», esto no estoy tan seguro de comprenderlo: pero los he visto en el icono de la Trinidad de Rublev. Cómo me gustan las lenguas que conservan el dual, puedo imaginar una lengua más arcaica, y por tanto más rica, que conserve también el número trino. El quinto punto trata de la esperanza y de la gracia. No me parece difícil vender todo lo que se tiene y dar lo obtenido a los pobres; nunca me ha parecido difícil. Difícil me parece que alguien pronuncie de nuevo, con arreglo a derecho, aquella invitación. La palabra más hermosa – si pudiese decir sólo una palabra antes del final – es ésta: «Gracias». En las tumbas de los cementerios noruegos, en donde son los sepulcros los que saludan a los vivos y no al contrario, está escrito: Takk for alt, “Gracias por todo”. Los últimos puntos son como un saludo y una revelación del alma del que escribe: alegría condensada como luz ilimitada, la explosión íntima del hecho de Cristo. Me alegro con usted y le saludo fraternalmente, don Giussani.
Letizia Moratti
Ministra italiana de Educación
Esta carta de monseñor Giussani es un gran testimonio de humanidad. Me ha gustado, en particular, cómo describe algunas palabras: libertad, deseo, esperanza, amor. Estos temas son ahora considerados por la mayoría como “valores” deseables pero lejanos, constriñendo así la vida real dentro de un horizonte privado de significado, una vida de la que evadirse en cuanto es posible. En cambio, Monseñor Giussani demuestra en esta carta, y también con toda su vida de gran educador de jóvenes, que estos ideales pueden llegar a ser fundamentos concretos de la identidad de las personas individuales y de sus intentos de construcción de una sociedad mejor. Nuestra tarea de adultos, de padres y de educadores es ayudar a los jóvenes a transformar estos “valores” lejanos en realidades vividas cotidianamente.
Cardenal Darío Hoyos Castrillón
Prefecto de la Congregación para el Clero
Al profesor Jesús Carrascosa, director del Centro Internacional de Comunión y Liberación, Roma
Estimado profesor: a la vuelta de mis vacaciones me he encontrado con su carta del pasado 30 de junio, con la cual adjuntaba una carta de don Giussani enviada a todos los inscritos a la Fraternidad de Comunión y Liberación. Realmente, leyendo las reflexiones de don Giussani uno se queda impresionado por la “belleza” y la “caridad” de las que están llenas. Todos vosotros sois ciertamente sus primeros y privilegiados destinatarios, y le agradezco que me haya hecho partícipe también a mí. Querido profesor, espero que este “tesoro”, un tesoro que ya no está escondido, del carisma de don Giussani pueda ser cada vez más comunicado – y usted me entiende –, especialmente a los sacerdotes, con el fin de que se sientan cada vez más protagonistas de este fascinante Misterio del amor de Dios por el hombre. Le doy las gracias por su delicado recuerdo y por su unión. Por mi parte, yo también me siento cercano a todos Ustedes, en la oración y en el impulso de testimoniar al mundo la Verdad de Cristo, el Señor, como lo ha hecho y sigue haciéndolo la Virgen, nuestra Madre. Siempre suyo en Cristo.
João César das Neves
Profesor en la facultad de Economía de la Universidad Católica de Lisboa, autor de una rúbrica semanal en el Diário de Notícias
Ante el Himno a la Virgen de Dante, siempre he pensado que la actitud más oportuna es el silencio. Silencio lleno de un estupor que roza la incredulidad. El Dios que lleva a cabo la locura inaudita de hacerse hijo de aquella a la que ha creado; la Mujer que al mismo tiempo es más humilde y más alta que cualquier criatura, son realidades que no merecen otra respuesta más que el silencio. Silencio lleno de estupor. Giussani rompe este silencio y comenta estos versos sublimes. También ante su comentario pienso que la mejor respuesta es el silencio, pues profundiza en lo primero. El Ser que pide ser reconocido por su criatura, la Mujer que fue la única en saber responder plenamente, son realidades que imponen el silencio. Silencio de alegría, la alegría por saber que, al menos una vez, el Ser ha encontrado a alguien que corresponda a su creación. Al menos en ella nuestra raza ha sabido responder al Ser. Entonces, al igual que ante la respuesta de monseñor, tampoco yo puedo permanecer callado, porque esa petición se dirige a mí. No sólo a la Virgen, a Dante y a don Giussani, sino también a mi libertad se propone esta demanda. El Ser y toda la Creación esperan impacientes esta respuesta. ¿Cuál es mi respuesta? La caridad, única forma de la moralidad, como dice don Giussani, es la respuesta. Pero, ¿cómo alcanzarla? Silencio, de nuevo silencio. Ante esto, me uno a Dante:
Mujer, eres tan grande y tanto vales, que quien desea gracia y no recurre a ti, quiere que su querer vuele sin alas.
Paul J. Griffiths Schmitt
Profesor en la Universidad de Chicago (Illinois)
La carta de don Giussani del pasado mes de junio, “Conmovidos por el Infinito”, como tantas de sus obras, desborda una urgencia incontenible. Es una carta rebosante de amor por aquellos a los que se dirige, y en esto refleja el amor de Dios que brota sobreabundantemente sobre y a través de la Bienaventurada Virgen. Don Giussani habla de la Theotokos, la Madre de Jesucristo, y la describe como aquella sobre la que se funda la personalidad cristiana, como tipo y arquetipo de lo que significa responder a Dios como cristiano. Y así es. La Iglesia lo recuerda de distintas formas, como por ejemplo recitando en las Vísperas de todos los días el Magníficat, un himno que brota de las palabras de don Giussani. Pero, al leer esta carta, me han venido a la mente también las palabras de san Pablo en su primera Carta a los Corintios: «¿Tienes algo que no hayas recibido? Y, si lo has recibido, ¿a qué tanto orgullo, como si nadie te lo hubiera dado?» (1Cor 4,7). Todo es don, inmerecido, desmedido, sobreabundante: nuestro único objetivo como cristianos es adorar al Dador de todo, y sólo lo podemos hacer aceptando el don – de la vida, de la inteligencia, del amor, de la belleza – y restituyéndolo a su creador.
Las palabras de Dante, que describen a María como el término fijo del consejo eterno, se entrelazan en la carta de don Giussani, y compendian admirablemente el significado del reconocimiento pleno del don. El poema de Dante encuentra adecuada integración en el aforismo agustiniano Non solum non peccemus adorando, sed peccemus non adorando (In Ps 98,9; PL 37, 1264) – no sólo evitamos el pecado adorando, sino que pecamos cuando dejamos de adorar –. Don Giussani nos recuerda constantemente esta verdad, y haciendo esto nos ofrece una bella y verdadera confirmación (naturalmente no hay diferencia, porque verdad y belleza son conceptos “convertibles”, es decir, coincidentes) de la auténtica esencia del cristianismo. Y yo le estoy agradecido por esto.
Stanley Hauerwas
Teólogo protestante y profesor de ética teológica en la Duke University Divinity School, Durham, Carolina del Norte
La carta de don Giussani sobre María es un texto muy profundo y conmovedor. Uno de los problemas más graves que se nos plantean a nosotros los protestantes es el de haber perdido a María como primogénita de la nueva creación de Dios en Cristo. Yo imparto un curso de Teología moral católica al que asisten fundamentalmente seminaristas protestantes, y cierro siempre este curso citando el espléndido volumen del padre Cantalamessa, María, espejo de la Iglesia (Valencia, EDICEP). Mis estudiantes encuentran este libro el más interesante y estimulante de todos los que leen durante el curso. Y esto sucede porque se dan cuenta de que la pérdida de María ha sido desastrosa para nuestra vida de cristianos. Porque cuando se pierde a María, se pierde también al pueblo de Israel como factor crucial en la economía de la salvación divina y esto produce la tentación de derivar en cristologías docetistas (el Docetismo era una herejía de los primeros siglos que negaba la humanidad de Jesucristo, ndr).
Por eso recibo con alegría las reflexiones profundas de don Giussani sobre María que – como él apunta justamente – ejemplifica el éxtasis de esperanza que hace cristiano a un cristiano.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón