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Huellas N.6, Junio 2009

VIDA DE CL - MOSCÚ

Desde Rusia con amistad

Fabrizio Rossi

Una comunidad en una capital de 17 millones de habitantes, cuya historia hunde sus raíces en los encuentros clandestinos entre jóvenes italianos y los «hermanos del Este».
Las vacaciones juntos, el coro, la Escuela de comunidad, la redacción local de Huellas. Hemos viajado allí para ver qué es lo que crea una unidad más fuerte que las heridas


«¿Cómo puedo transmitir esta experiencia a mis hijos?». En torno a la mesa hay tres mujeres. Estamos en una de las Escuelas de Comunidad de Moscú, la de “las madres”. Se reúnen todos los jueves a las 10.30 en un apartamento a unos diez minutos a pie del Kremlin. Son Inga, logopeda, que tiene dos niños de nueve y tres años; Marina, que llegó de Siberia en 2002, madre a tiempo completo de Varja, de nueve años; y Natacha, que trabaja con niños discapacitados en una residencia estatal: no tiene hijos biológicos, pertenece a los Memores Domini, laicos que deciden dar la vida a Cristo para vivir una fecundidad aún mayor. Todo nació de dos Natachas, compañeras en la residencia, quienes en los descansos se juntaban para sacar a la luz “clandestinamente” los textos de don Giussani. Las otras se les han unido hace algunos meses: «No conseguía asistir a las reuniones por la noche –dice Marina–. Siempre le pedía a mi marido que me lo contara, hasta que a Natacha se le ocurrió esto». Una propuesta a medida, en el único momento libre que tiene una madre, mientras todos los demás están trabajando. «Yo tampoco conseguía nunca ir a Escuela de Comunidad, pero lo deseaba muchísimo –explica Inga–. Lo necesito tanto como el aire que respiro».
Sólo es un flash para poder comprender cómo vive una comunidad en una capital que tiene diecisiete millones de habitantes, en la que para juntarse hay que soportar horas de tráfico. Una comunidad pequeña –en las últimas vacaciones, en la excursión hasta el lago helado, eran en total cuarenta y cinco–, pero viva: hay un coro (de veinte voces, cuyo repertorio va de Mozart a la liturgia ortodoxa), venden el Sled, la versión rusa de Huellas, a la salida de la Misa (la redacción local se reúne una vez por semana), hay cuatro grupos de Escuela de Comunidad y una asamblea general al mes...

Tiendas de fortuna. Jana, que trabaja desde hace poco en la Casa del Peregrino, en las dependencias del obispado, es una de las primeras que conoció el Movimiento, en 1990. Era la señora de la limpieza en casa de don Stefano Caprio, que había llegado pocos meses antes como capellán de la embajada italiana: «Los jóvenes que se empezaban a reunir en torno a él despertaban mi curiosidad», nos cuenta. Un año después Juan Pablo II, quiso dar una estructura a la Iglesia Católica en Rusia creando cuatro administraciones apostólicas, de allí nacieron en 2002 las cuatro diócesis actuales. De los obispos llegó una petición: ¿por qué el Movimiento no se pone al servicio de esta nueva situación? Para don Giussani, que ya desde el seminario se había enamorado de la tradición rusa, fue como si le invitaran a la boda: por eso en mayo de 1992 se estableció una casa de Memores Domini. Entre ellos estaba Roberto, ingeniero, el que guía hoy la comunidad: «Aquel mismo año organizamos las primeras vacaciones, al nacimiento del Moscova. Éramos unos quince, en tiendas de campaña...».
Un comienzo facilitado también por las amistades que había cultivado con paciencia el padre Romano Scalfi y sus colaboradores de Russia Cristiana, quienes desde los años 60 habían comenzado a cruzar el telón de acero –con asuntos de trabajo o viajes de estudios como pretexto– para visitar a «los hermanos del Este». Nadie podía imaginar entonces que llegaría a nacer un lugar como la Biblioteca del Espíritu: un centro cultural en el corazón de la metrópolis, pensado por el padre Scalfi y por don Giussani como punto de unidad y de diálogo con todos. Ni que a don Paolo Pezzi, un misionero de la Fraternidad de San Carlos Borromeo que llegó a Moscú en 2000, ocho años más tarde le encargaría Benedicto XVI que guiara la archidiócesis.
Y así, a miles de kilómetros de distancia, también aquí la experiencia del Movimiento es un manantial que permite afrontar la vida en todos sus aspectos, incluido el laboral. Como cuenta en la Escuela de Comunidad “de las madres” Natacha, que acaba de asistir a un curso de psicología en la residencia («una de esas ocasiones que ponen a prueba la paciencia»): «El primer día vimos un vídeo que mostraba las dificultades de una madre de un niño con síndrome de Down. Todos estaban de acuerdo: si ella no lo acepta no vamos a ser nosotros los que le obliguemos a hacerlo. Entonces yo dije: “Si nadie mira de frente la necesidad de esta mujer, ¿cómo podrá amar a su hijo?”». Se abrieron los cielos. Hubo quien acusó a Natacha de meterse donde no le llaman, para otros era “una exagerada”. «Yo me preguntaba: ¿por qué estoy tan segura de lo que he dicho? Porque he visto personas que viven así». Al día siguiente vuelve a la carga. Habla de Rose y de los enfermos de SIDA que pican piedra para ayudar a las víctimas del huracán Katrina, habla de Vicky: «Ella cambió cuando oyó a alguien que le decía que su vida valía más que su enfermedad. Aceptar a alguien y amarlo es esto». Silencio absoluto. «Al final, vinieron algunos compañeros a darme las gracias. Aunque yo no había hablado de la fe, uno me dijo: “Quien iba a pensar que Dios y Freud podían estar de acuerdo...”».

Doble Navidad. Hay otras cosas que también son difíciles de imaginar pero suceden. Como el hecho de que en un contexto completamente diferente, el carisma de don Giussani esté ayudando a tanta gente a ir hasta el fondo de su propia tradición. «Gracias al Movimiento he aprendido a amar a Dostoievski, a Rachmaninov, los cantos rusos...» dice Olga, diseñadora de webs de treinta y dos años. No sólo eso: «Parece una paradoja, pero gracias a don Giussani he redescubierto la Iglesia ortodoxa». Hasta el punto de que la unidad vivida en esta compañía (dentro de la comunidad hay una decena de ortodoxos) hace restañar las heridas y superar las divisiones que todavía existen. Es lo que experimentan cada día en su propia carne Olga y su marido, Alessandro, que vino de Apulia hace ocho años por trabajo. Ella, ortodoxa, él, católico, y Lorenzo, de siete meses que recibió el bautismo ortodoxo en enero. «Una familia en la que la unidad de los cristianos ya es una realidad», explica Olga. Pero no todo es tan sencillo: «Los domingos tenemos que ir a dos celebraciones diferentes –nos dice Alessandro desde su oficina («vende maquinaria para producir fibras sintéticas»)–. Mi cuaresma empieza antes que la de Olga, celebramos dos veces la Navidad...». Incluso para casarse necesitaron primero el permiso del obispo de Trani (Italia), luego la bendición del metropolitano de la región de Olga: «No quería darnos el nihil obstat, como si un matrimonio entre católicos y ortodoxos implicara un defecto de origen». Los amigos de la comunidad se movilizaron. La solicitud de ayuda llegó hasta la mesa del despacho del nuncio. Y desde allí, al Departamento de relaciones exteriores del Patriarcado (dirigido por el propio metropolitano Kiril, que dos años más tarde sería elegido Patriarca). Finalmente llegó el permiso: el matrimonio se puede celebrar. «En lo que vivimos mi marido y yo cada día, no existe división ninguna –nos dice Olga–. Si seguimos a Cristo, recorremos un camino único hacia la misma meta».

Entre iconos y sabotajes. Ésta es la lección del padre Aleksander Men, el sacerdote ortodoxo asesinado por desconocidos en 1990, que siempre abogó para que «todos sean una sola cosa». Uno de los padres del renacimiento religioso en la URSS, que había descubierto el carisma de Comunión y Liberación a través de los jóvenes de «Rusia Cristiana» y de las primeras traducciones clandestinas de don Giussani; llegando, poco antes de morir, a firmar el prólogo a la edición rusa de El sentido religioso. Lena Aviliani, de sesenta y cinco años, conoció la fe gracias a él (Giovanna Parravicini dedica a su vida un capítulo de su obra publicada en italiano con el título Liberi; ndr). Hoy vive en la periferia norte de Moscú, junto a su hija, su nieta y un gatito que mordisquea todo lo que encuentra («¡menudo saboteador!»). Vive desde allí el Movimiento, que encontró en 1992, obligada a estar en cama por un ictus que hace nueve años le cambió la vida: «todas las semanas vienen a visitarme varios amigos –nos cuenta en su habitación, entre un icono bizantino y una foto de don Giussani–, leemos juntos la Escuela de Comunidad o un artículo de la revista. Si, en mi situación, yo no hubiera tenido el Movimiento...». Todavía recuerda aquella reunión de Caritas («yo dirigía una especie de banco farmacéutico») en la que conoció a Jean François, que había llegado de Bélgica para acompañar los comienzos de la Biblioteca del Espíritu y que habló de Comunión y Liberación: «desde que murió el padre Men, rezaba todos los días pidiendo una compañía cercana. Comprendí que Cristo me salía al encuentro allí donde yo estaba. Sigo siendo ortodoxa pero no puedo abandonar este lugar». Ahora muchos la buscan para pedirle una oración, o simplemente para contarle una dificultad: «Me parece extraño poder serle útil a alguien, tal y como estoy. ¡A todos los que me vienen a visitar no puedo más que repetirles lo plena que es mi vida!»

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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