Nacido en Viena en una familia judía ortodoxa muy humilde, quedó huérfano de padre muy pronto. Schoenberg tuvo que ponerse a trabajar como empleado de un banco. Por la tarde, estudiaba literatura, filosofía y música. Desde el principio, se sintió atraído por la composición. No podía pagarse clases con ninguno de los grandes maestros que ejercían en la capital austríaca. Pero lejos de suponer un impedimento, esta circunstancia sirvió al joven Arnold para descubrir la llave de la creación musical. Basada en dos principios aparentemente contrarios y, sin embargo, complementarios: la experiencia personal con el material sonoro - base de toda la posterior experimentación musical - y el estudio de las obras maestras del pasado a través de un minucioso y reverente análisis.
Su condición de autodidacta liberó a nuestro artista de muchas ataduras que coartaban a los músicos formados en los conservatorios. Su forma de afrontar el trabajo de compositor estaba llena de atrevimiento, fruto de lo que llamaba su “vocación exploratoria”. Al verse convertido en maestro años después, propondrá a sus discípulos el método aprendido a través de su propia experiencia. Enseñará en sus clases sobre los principios más estrictos de la tonalidad clásica, mostrando y valorando toda su expresividad. Su Método de armonía y sus Principios de composición, los dos libros sobre los que estudian todavía hoy casi todos los alumnos de todos los conservatorios del mundo, incluyen exclusivamente ejemplos de obras de Beethoven, Mozart, Schubert, Brahms o Mahler. Empuja a sus alumnos a buscar un camino personal, pero les pide que sean “leales” a quienes les precedieron.
Todavía hoy escandaliza que quien ha sido presentado por la crítica de arte como prototipo de la modernidad se declare tan explícitamente cercano a la tradición. La extrañeza ante tal afirmación de Schoenberg surge espontáneamente cuando se escuchan sus obras de madurez, llenas de la sonoridad dura a nuestros oídos producida por la atonalidad y el uso ilimitado de la disonancia. Pero el propio Schoenberg explicó en sus escritos paso por paso el proceso de descubrimiento de su nuevo estilo, la dodecafonía, a partir de la tradición tonal de Mozart y Haydn. De hecho, demuestra que sus innovaciones son un “producto lógico” de las innovaciones de aquellos, y da dos argumentos irrefutables para defender su tesis: su música siempre tiene una forma, un orden, un comienzo y un punto de llegada; como consecuencia de lo anterior, su música siempre tiene un sentido.
Hay un hecho en la vida de nuestro personaje que hace patente su afecto fiel por la música de los clásicos. Entre 1903 y 1911 Schoenberg trabajó mano a mano con un grupo de discípulos en lo que hoy se conoce con el nombre de Segunda Escuela de Viena. En esos ocho años, el leguaje del maestro y sus alumnos avanzó hasta un punto en que parecía inevitable que la novedad de sus descubrimientos sonoros y expresivos hiciera estallar el edificio de la composición tradicional que Schoenberg veneraba. El maestro duda, porque no quiere dar un paso tal a costa de negar la validez de la tradición. Mientras sus alumnos Berg y Webern continúan su camino propio, Schoenberg, en la cima de su éxito profesional y artístico, decide retirarse, se impone un exilio musical, un silencio de diez años durante los cuales experimenta una y otra vez hasta que encuentra un lenguaje nuevo, el dodecafonismo, que sí puede explicar con las mismas palabras de Beethoven.
Estos años son de una intensísima actividad que permanece en la intimidad del estudio del músico. Mucho tiempo después se han hecho públicos los esbozos y experimentos de este período, que muestran a un hombre frenéticamente entregado a una búsqueda en la que se juega el sentido de su propio trabajo. También se han publicado cartas que evidencian el intenso drama humano que vive Schoenberg. Cartas conmovedoras que testimonian el cambio que se produce en la vida del artista que, tras estos años de crisis, recuperará la fe y se convertirá al cristianismo.
El compositor más influyente y respetado del siglo XX junto con Igor Stravinsky; el maestro de varias generaciones de compositores; el genio oficial de la música contemporánea, Arnold Schoenberg, descubre que, en efecto, es un genio, pero que su genialidad no es fruto de su esfuerzo, sino que es “gracia de Dios”, «algo que se escapa de mi labor, algo que yo no puedo calcular». Conmovido por la belleza de las obras maestras de la historia de la música que escucha, afirma que «sólo puede haber nacido del deseo del alma de llegar a Dios».
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