El último y mayor de los profetas nunca dejó de proclamar la Verdad, lo cual le llevó hasta el martirio. Ajeno a la pretensión de hacer milagros, sabía que la salvación llegaría a través del encuentro con un hombre. Y su tarea fue la de preparar los corazones para ese encuentro
«No ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él» (Mt 11,11).
Fue el primero en exultar de alegría en el seno de su madre, en la humilde casa de Ain Karem, al sur de Jerusalén. Su padre, Zacarías, estaba mudo. Era un sacerdote del templo, cuya voz se había secado esperando poder cantar la gloria del Señor.
Juan exultó de gozo en el seno de Isabel. No había nacido todavía, pero ya quería clamar: «Está aquí, ha llegado aquel al que todos esperábamos, aquel al que toda la historia del pueblo, al que toda la historia del mundo espera». Aún no fue un grito el suyo. Fue una exultación que más tarde resonó por los valles de Judea. Su madre fue la primera en comprender y en arrodillarse ante el Misterio que se había hecho carne. Y su padre recuperó la voz. Comprendió en seguida que el niño estaba destinado a anunciar la Buena Noticia, la mejor que el mundo podía esperar: estaba a punto de cumplirse la Promesa, el juramento hecho a Abrahán. Zacarías e Isabel decidieron llamarlo Juan, ante la sorpresa de parientes y amigos: nadie de la familia se llamaba así, pero Yohanan quiere decir «El Señor concede su gracia». Esa palabra, “gracia”, resonaba en la historia todavía corta de los dos embarazos anunciados ambos por mensajeros misteriosos y gozosos.
Una voz que clama
Desde entonces el destino de Juan fue ser él mismo una voz, «Voz que clama en el desierto». El último y mayor de los profetas. Profeta en el seno materno, profeta en la infancia, profeta en el desierto, profeta en las orillas del Jordán, donde le esperaba la tarea de bautizar a su primo. Cuando se abrieron los cielos y desciendió el Espíritu, Juan fue profeta al señalar con el dedo al Destino de todos: «Seguidlo». Profeta hasta el martirio por causa de la verdad. Jamás dejará de proclamar la verdad. Y la rabia humana contra su voz se convertirá en el alfiler con el que Herodías traspase la lengua de su cabeza degollada. De la exultación a la violencia ciega, su historia es en buena parte conocida. Lucas relata que el niño crecía y se fortalecía en el espíritu y que vivió en regiones desérticas hasta el día de su manifestación a Israel. Es creíble que se refiera a la comunidad de Qumran, a orillas del Mar Muerto. No debió permanecer mucho tiempo en Qumrán. La comunidad intuía que necesitaba prepararse para el acontecimiento final con una vida de penitencia y oración, alejado de los centros del mundo, llenos de mercaderes y barullo. Juan tenía una tarea: hablar al pueblo. Y se presenta ante el pueblo como lo describen los Evangelios: una figura ascética, vestido con pieles de camello, con un cinturón de piel. Su aspecto recordaba a Elías, el más encendido de los profetas, que era un hombre velludo, ceñido por un cinturón de cuero.
Bautismo de conversión
Todos los Evangelios coinciden en los detalles sobre él. Sus datos concuerdan también con las fuentes judías y romanas que dan cuenta de los diversos movimientos bautismales que estaban surgiendo en aquel entonces. Muchos esperaban algo confusamente. Esperaban a alguien. Pero sólo a uno, a Juan, se le llama “el bautista”, porque sólo él reúne una muchedumbre de hombres y mujeres. Solo a él se refiere Jesús, y habla de él al pueblo como enviado de Dios. Sabemos con cierta precisión la fecha en la que Juan comienza a predicar la conversión y a bautizar en el Jordán: en el año decimoquinto del imperio de Tiberio César, entre octubre del 27 y septiembre del 28 después de Cristo. Juan no pretende hacer milagros o eventos prodigiosos como las figuras mesiánicas que recorrían entonces la tierra de Israel. Nunca a través de la magia vendría la salvación; él lo sabía bien, vendría de un hombre. Juan debía preparar los corazones para ese encuentro, llamando a todos a la penitencia y a la oración sin excluir a nadie. El suyo era un bautismo de conversión, no un rito mágico de salvación ni un baño ritual. Estaba a punto de llegar alguien más grande y más poderoso. Alguien enviado por gracia, esa gracia que Juan llevaba inscrita en el nombre. Lo veían predicar y bautizar con agua por todo el curso meridional del río Jordán: en Betania, Ennon, o Silimi. La gente iba a donde estaba él y se quedaba allí. Acudían publicanos y soldados, gente simple y gente culta, ricos y pobres. A todos les repetía que estuvieran contentos con lo que tenían, con lo que Dios les había dado, esperando a Aquel al que él no era digno de desatarle las sandalias, Aquel que bautizaría con Espíritu Santo y fuego. Llegaban también emisarios del poder para preguntarle si era el Mesías. Se sabe que Herodes Antipas temía que el movimiento mesiánico se transformase en una seria amenaza para él, en una insurrección contra su gobierno cruel y corrupto. Antes o después, había que quitar a Juan de en medio.
Las cuatro de la tarde
Un día Juan señaló a Jesús entre la muchedumbre. Había llegado como los demás, se hallaba entre los demás. «He ahí el cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo».
Había llegado como los demás, como tantos otros. Al día siguiente, cuenta el Evangelio, Juan lo vio pasar mientras estaba con sus discípulos y, fijando la mirada en Jesús, dijo: «He ahí el cordero de Dios». Y los dos discípulos, oyéndolo hablar así, siguieron a Jesús. El Evangelio cuenta el primer intercambio de palabras entre Jesús y los que iban a ser sus primeros apóstoles, los primeros de un movimiento grandioso de la Historia que dividirá el tiempo y que con el tiempo llegaría hasta nosotros. «¿Qué buscáis?»; «Rabí, ¿dónde vives?»; «Venid y veréis». Eran las cuatro de la tarde. De forma sencilla, casi natural, Juan había cumplido su misión, había preparado el corazón de esos hombres para que reconocieran la verdad. Bastó una señal y unas pocas palabras. Justamente a orillas del Jordán, Giussani cuenta cómo le impresionó la sencillez de un momento tan extraordinario: «Lo que me sorprende - dijo - es esa normalidad, es decir, que la verdadera novedad sucede a través de las circunstancias ordinarias. El artificio no se inserta nunca de forma orgánica en la vida. Hay una clamorosidad, una excepcionalidad que no decide sobre la vida, no obstante las apariencias. En cambio, es el clamor de un sentido nuevo en las circunstancias habituales lo que decide en la vida. Jesús acudió aquí como los demás judíos que seguían al profeta, igual que Juan y Andrés. En esta adhesión humilde al comportamiento de todos, surge la gran ocasión, el acontecimiento de la salvación. Es evidente que Juan y Andrés no pretendían nada, tan sólo esperaban. Lo que brota en las circunstancias cotidianas no es lo extraordinario, sino el sentido de todo. Si un hombre vive de forma rutinaria, en el sentido de que no espera nada de su vida cotidiana, nunca comprenderá el signo de Dios. Y la espera - porque incluso en el gesto más rutinario, como es lavar los platos, puede darse esta espera (del marido que llega a casa o del hijo que vuelve del colegio) - es siempre de algo más grande».
Desde el fondo de su celda, poco antes de ser asesinado, Juan envía a preguntar a Jesús si era él o otro el que debía venir. Un gesto que siempre se ha interpretado de manera pedagógica para borrar cualquier duda de la mente de sus discípulos. Sin embargo, es lícito pensar que también Juan, que exultó en el seno materno, bautizó a Jesús y vio el poder del Espíritu, fue el primero en intuir y señalar a sus amigos a quién debían seguir, también él había tenido que hacer las cuentas consigo mismo, con sus expectativas, y quería saber qué estaba sucediendo. Jesús le responde diciendo a los mensajeros que cuenten lo que ven y oyen. «También el precursor profético del Mesías - escribe el historiador de la Iglesia Antón Votgle en el libro Los santos, de Ediciones Encuentro - debe hacerse consciente de que el que había venido era distinto de lo que él se esperaba, y que su acción salvífica comenzaba de forma distinta a lo que él esperaba. Incluso para el profeta que prepara los caminos del Señor existe sólo un camino para la salvación personal: la fe en la revelación última de Dios iniciada en Jesús de Nazaret».
El baile de Salomé
Su muerte es una de las páginas más dramáticas del Evangelio. Juan ataca directamente a Herodes, que le había quitado la mujer - Herodías - a su hermanastro, considerado como rehén por los romanos. Herodes lo arrestó y, como testimonia Flavio Josefo, lo encerró en la tétrica fortaleza de Macairo, en las celdas bajo las salas en donde el tetrarca celebraba suntuosas fiestas y banquetes. Pero teme al Bautista, y se opone a Herodías, que quiere matar al profeta. La mujer aprovecha la ocasión de vengarse durante la fiesta que Herodes ofrece por su cumpleaños. Ante toda la corte hace bailar a su hija Salomé, de diecinueve años. Gustó tanto al rey la danza que prometió a Salomé darle lo que le pidiera. Herodías sugirió a su hija que pidiese la cabeza de Juan, cuya lengua, según la tradición, traspasó con un alfiler.
Hay que destacar que toda la vida de Juan está dominada por la constante referencia a Jesús y por signos que remiten a un cumplimiento que va más allá de su personalidad extraordinaria: la gracia de la concepción de Isabel, estéril y entrada en años o la aparición del ángel a Zacarías y su posterior enmudecimiento curado al pronunciar el nombre del hijo y profetizar su misión de precursor. El encuentro entre María e Isabel y esa misteriosa exultación, el grupo de discípulos que Juan reúne y entrega a Cristo y la manifestación del Espíritu Santo en el bautismo de Jesús en el Jordán son signos que Juan jamás refiere a sí mismo, porque es consciente de que es Jesús el que tiene que venir. Su figura debió imponerse con tal fuerza que tras su muerte se difundió la voz de su resurrección, y durante un tiempo la Iglesia tuvo que resaltar su papel profético, muy distinto de el del Mesías. Por ejemplo, cuando Pablo llegó a Éfeso, en Asia Menor, se encontró a doce discípulos que habían recibido el bautismo de Juan y no habían oído hablar todavía del Espíritu Santo. Pero rápidamente creen al apóstol y se bautizan en el nombre de Jesús, como cuentan los Hechos. El hombre que preparó el camino a Cristo fue fiel a su misión incluso después de su muerte. El último de los profetas - «más que un profeta» dijo Jesús de él, «el mayor de los nacidos de mujer» - había anunciado y preparado el camino al Señor desde el seno de su madre hasta el martirio. Y lo hizo anunciando y esperando el cumplimiento que se le había prometido y que él mismo, el primero entre todos los hombres, vio, reconoció e indicó al mundo.
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