Las reflexiones de un conocido eclesiástico estadounidense sobre la nueva encíclica. «¿Qué nos asegura en la vida de la Iglesia que nuestra unidad es una realidad que no nace de nosotros? El sacramento»
Cuando el papa Juan Pablo II introdujo en el rosario los Misterio de la Luz, dijo que los acontecimientos de la vida de Cristo debían ser contemplados a través de los ojos de María. En su nueva encíclica sobre la Eucaristía (Ecclesia de Eucharistia), el Santo Padre ratifica que «contemplar el rostro de Cristo, y contemplarlo con María, es el “programa” que he indicado a la Iglesia en el alba del tercer milenio, invitándola a remar mar adentro en las aguas de la historia con el entusiasmo de la nueva evangelización. Contemplar a Cristo implica saber reconocerle dondequiera que Él se manifieste, en sus multiformes presencias, pero sobre todo en el Sacramento vivo de su cuerpo y de su sangre» (n.6).
A través de los ojos de María
No se puede reconocer a Cristo resucitado como presente en nuestro mundo si no es a través de los ojos de María. Como en la Encarnación, a través de María el Espíritu Santo hace de Cristo una presencia concreta, tangible, un “rostro” viviente que reconocer y contemplar. Por esto rezamos: Veni Sancte Spiritus, veni per Mariam. María nos garantiza la “objetividad” de la presencia de Cristo; nos asegura que la experiencia que tenemos de su presencia no es algo puramente subjetivo, la proyección de nuestros sueños y deseos. La buena noticia de la salvación es posible sólo si esta salvación y la vida nueva que comunica tienen su origen fuera de nosotros. La “salvación” implica algo que no somos capaces de determinar con nuestras fuerzas, significa ser rescatados de una situación desesperada. Las buenas intenciones, las inspiraciones positivas, la devoción religiosa y el entusiasmo, el conocimiento y la virtud por sí solas no pueden salvarnos. Somos salvados por un acontecimiento que sucede independientemente de nuestras posibilidades de “auto-perfeccionamiento”. Los muertos no pueden volver a la vida por su voluntad. Este «algo que acaece para cambiar nuestra situación» se llama acontecimiento. Este acontecimiento ha sucedido una vez para siempre hace dos mil años en el seno de María y ha “dilatado” el alcance de su poder salvífico a través de los misterios de la vida de Cristo, en particular su muerte y resurrección.
Una presencia objetiva
Esta presencia salvífica de Aquel que ha vencido a la muerte nos alcanza a través de la experiencia de la unidad entre quienes comparten su vida formando así el “cuerpo de Cristo”. Sin embargo, esta unidad no está hecha de sentimientos o de objetivos comunes; es un hecho, un hecho objetivo creado por el Espíritu Santo a partir del acontecimiento de Cristo. Esta unidad tiene un nombre: la Iglesia. Pero, ¿qué es lo que en la vida de la Iglesia nos asegura que nuestra unidad es de verdad una realidad que no nace de nosotros? Es el sacramento del cuerpo y de la sangre de Cristo. Es la Eucaristía. En toda la nueva encíclica, el Pontífice insiste en la importancia de reconocer el hecho objetivo de la presencia salvífica de Cristo en el Eucaristía. Por eso, el Papa subraya que debemos «mantener que en la realidad misma, independiente de nuestro espíritu, el pan y el vino han dejado de existir después de la consagración, de suerte que el Cuerpo y la Sangre adorables de Cristo Jesús son los que están realmente delante de nosotros» (n. 15).
Si la Eucaristía es el sacramento de la «objetividad» de la presencia salvífica de Cristo, entonces existe un vínculo indisoluble entre María y la Eucaristía. Así pues, el Santo Padre escribe: «María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor» (n.55).
María preserva nuestra devoción eucarística de su degeneración en ritualismo o pietismo sentimental. Como memorial que hace presente el acontecimiento objetivo de nuestra salvación, la Eucaristía nos garantiza que la experiencia de comunión por la que hemos encontrado y contemplado en el otro el rostro de Cristo Resucitado es una vocación a hacerlo objetivamente presente en todas las circunstancias de la vida a través de las cuales buscamos «el fin al que todo hombre, aunque sea inconscientemente, aspira» (n.59).
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