¿Cuándo apareció el hombre sobre la Tierra? ¿Cómo? Son preguntas que han fascinado desde siempre a científicos y filósofos y que han enfrentado a distintas escuelas de pensamiento. La exposición “El alba del hombre”, inaugurada en el Meeting de Rímini 2002, reconstruye, valiéndose de una amplia documentación, algunos pasos de esta historia magnífica, subrayando las preguntas profundas que están en el origen
Miles de personas visitan desde octubre la exposición “El alba del hombre” en el Museo de la Ciencia y la Técnica de Milán y en otras muchas ciudades italianas. Realizada por Euresis e inaugurada en la pasada edición del Meeting de Rímini, la muestra cuenta una de las historias más fascinantes para el hombre: el enigma de la aparición del ser humano sobre la Tierra. La exposición, con la que han colaborado científicos de fama mundial como Fiorenzo Facchini de la Universidad de Bolonia y Francisco Ayala de la Universidad de California en Irvine, propone la documentación, los hallazgos fósiles y las metodologías que permiten a los científicos reconstruir algunos pasos de este prodigioso evento. Pero al mismo tiempo pone en primer plano las preguntas profundas e inexorables que este tema despierta en relación con la naturaleza del hombre y con el puesto que ocupa en el mundo.
¿ A qué época se remonta la presencia del hombre sobre la Tierra? ¿De qué tipo es la “arcilla” de la que estamos hechos? ¿Qué datos podemos conocer de nuestro pasado primigenio? Los estudiosos de paleoantropología reconocen que son muchas las preguntas abiertas. Nuestros lejanos progenitores nos han dejado huellas bastante sutiles. Pero hay algo cierto: la especie humana no existe desde siempre. Hizo su aparición en el mundo en un tiempo determinado, relativamente reciente, y en un determinado ambiente. El hombre antes no existía y ahora existe: este es un dato de hecho para cada uno de nosotros individualmente, pero es verdad también para nuestra especie en su conjunto.
¿ Cómo se produjo esta entrada? La gran mayoría de los biólogos considera la evolución de las formas vivientes como un dato de hecho, casi como los físicos consideran que la fuerza de la gravedad es un dato de hecho. Pero mientras de ésta última, después de Newton y de Einstein, tenemos interpretaciones físicas profundas y prolijas, con respecto a la dinámica de la evolución biológica hay muchas cosas aún sin aclarar, y la comunidad científica, desde Darwin hasta hoy, discute animadamente diversas hipótesis. La historia de cualquier especie viviente está salpicada de momentos oscuros y de incertidumbres, y las sombras no son menores cuando se trata del ser humano. Pero aunque los detalles se nos escapan, el conjunto de hallazgos sugiere que el Homo Sapiens, análogamente a las demás formas vivientes, es fruto de un lento y complejo proceso evolutivo.
Enfoque ideológico
La hipótesis de que en el origen de la especie humana haya una evolución más o menos gradual a partir de formas pre-humanas constituye un motivo de discusión, y a menudo también de confusión y agitación, en relación con la fe en la creación divina del hombre y del mundo. En la enseñanza, de forma particular, ha arraigado un enfoque ideológico “evolucionista” que utiliza de forma hipócrita las evidencias científicas sobre el fenómeno de la evolución en el intento de rechazar o ridiculizar la fe en el gesto creador de Dios según la tradición bíblica. A esta situación se contraponen desgraciadamente posiciones a menudo igualmente ideológicas, típicas de ciertos movimientos “creacionistas” del mundo protestante americano, enquistadas en un dogmatismo irracional: la evolución - afirman - contradice las Sagradas Escrituras, y por tanto es necesario combatir la idea misma de evolución.
Pero es necesario mirar la realidad por lo que es, anteponiendo los hechos a las interpretaciones. En el ámbito científico se trata de comprender, hasta donde es posible, de qué forma pudo el Misterio plasmar a su criatura, sin imponer tácitamente condiciones al modo en que, en nuestra opinión, debió suceder todo. La Iglesia católica, ya en 1950, aclaraba con Pío XII que no hay una incompatibilidad fundamental entre la doctrina de la fe y una teoría científica evolutiva, con tal de que ésta sea correctamente entendida.
¿Quién es el hombre?
Ningún arqueólogo podría investigar los orígenes de la civilización etrusca sin tener una idea bien precisa de quiénes fueron los Etruscos. De forma análoga, para afrontar el problema de la aparición del hombre es inevitable plantearse una pregunta: ¿quién es el hombre?, ¿qué le caracteriza y le distingue del resto de la naturaleza? Sin una hipótesis adecuada sobre este punto crucial el problema del origen del hombre no puede ni siquiera ser formulado. ¿De qué tratamos cuando buscamos el origen del hombre? La respuesta a esta pregunta no viene de la biología o de la paleoantropología, sino de nuestra experiencia presente de lo que es el ser humano.
Naturalmente hay un aspecto corporal que distingue al hombre del resto de las formas vivientes. A nivel microscópico las diferencias entre las distintas especies no son llamativas: entre el genoma humano y el del chimpancé, por ejemplo, la diferencia supone alrededor del cinco por ciento. Pero esta pequeña fracción presenta características singulares, tales que hacen que la estructura humana anatómica y funcional no pueda ser comparable a la de todas las demás especies. En particular, el extraordinario desarrollo de la corteza cerebral, tanto cualitativa como cuantitativamente, o la capacidad de producir sonidos articulados que permiten el lenguaje, son propiedades únicas dentro del mundo de los seres vivos.
Pero, ¿es sólo esto? El hombre tiene una realidad corpórea, con características mensurables y analizables, que, como en cualquier otra vida animal, está sujeta a cambios. Y se corrompe de forma inexorable. Pero observando al ser humano en acción emerge con claridad que está constituido también por otro tipo de realidad no mensurable, no mutable, no sometida a la corrupción: la que corresponde a capacidades humanas como la idea, el juicio o la decisión. La experiencia muestra que bondad, inteligencia, pensamiento, amor, libertad o conciencia, aún expresándose en unidad con el cuerpo, no son manifestaciones más complejas del dato material, sino realidades totalmente irreductibles a él.
El mármol de Miguel Ángel
En su aspecto corporal el hombre comparte con los demás vivientes la mutación y la precariedad. Pero, como dice un panel de la exposición, «el ser humano no se reduce a su realidad biológica ni a la evolución que la ha hecho posible. A éstas acompaña un elemento de naturaleza distinta: todo hombre individual es libertad y autoconciencia. El hombre es el nivel de la naturaleza en que la naturaleza se vuelve consciente de sí misma: éste es el rasgo distintivo del ser humano». La experiencia misma muestra distintos ejemplos de unidad perfecta entre realidades irreductibles. Un nocturno de Chopin es imposible sin el piano, pero es “otra cosa” con respecto al instrumento que hace suceder sus notas. Hay algo en el hombre que supera su forma biológica, incluso si, en un cierto sentido, toda su vida se apoya o “coincide” por entero con su existencia biológica: coincide del mismo modo en que la Piedad de Miguel Ángel “coincide” con el bloque de mármol que la forma.
La mentira del reduccionismo evolucionista, forma moderna de materialismo, anida en la negación de la evidencia de que el hombre es unidad de dos realidades irreductibles y en la reducción de toda su naturaleza humana al plano biológico. Esta negación ha conducido a un abuso tan difundido como científicamente inaceptable del fenómeno de la evolución. La Piedad de Miguel Ángel no es otra cosa que una piedra. Pero estas conclusiones devastadoras proceden de la negación irracional de una evidencia tal como ésta emerge de la experiencia. Frente a esta irracionalidad la Iglesia nos invita a estar en guardia.
Meta preestablecida
Los paleontólogos, además de buscar restos fósiles, persiguen hallazgos (de los que la exposición presenta una amplia documentación) que evidencien una capacidad simbólica, es decir, la capacidad de atribuir a un particular (un sonido, un objeto) un valor y un significado más allá del objeto mismo, y que conducirá a la introducción del lenguaje, del arte y de la escritura. Estos hallazgos también evidencian una capacidad proyectual, es decir, la capacidad de actuar intencionada y creativamente, de manipular la realidad según una finalidad, y que puede expresarse en la talla de un trozo de sílex, en la construcción de un refugio o en la preparación del fuego y de los alimentos.
Del mismo modo que la Tierra no ocupa una zona vistosa del espacio, y sin embargo es algo extraordinario, el hombre entra en el mundo con gran discreción. Por otra parte, según muchos expertos, toda la evolución se desarrolla como si el ser humano representase una meta preestablecida. El paleontólogo Jean Piveteau comentaba: «El hombre creyó durante un tiempo que era el centro del mundo. Después le pareció que era desproporcionado con respecto a la naturaleza, sintiéndose perdido en un rincón del universo. La paleontología le restituye, de una forma nueva, una preeminencia en la que ya no creía».1 Desde este punto de vista la aparición del hombre representa a su vez la punta de un iceberg que se sumerge en las aguas profundas de la historia de nuestro planeta y de todo el universo. El hombre es ontológicamente “otro” con respecto a todo lo que le precede y le circunda, pero de alguna manera está construido sobre lo que le precede y es inseparable de lo que le circunda: «El cosmos entero es como la gran periferia de mi cuerpo sin solución de continuidad».2 El hombre, dice la Biblia, no fue creado de la nada: Dios quiso plasmarlo en el tiempo, en el culmen de su gesto creador (en el “sexto día”), utilizando matera ya creada, una arcilla ya presente. Lo hizo exactamente como Él quiso que fuera. ¡Qué dimensión cósmica vibra en las palabras del salmo: «No te estaban escondidos mis huesos cuando fui formado en el secreto / Tejido en las profundidades de la tierra»!
Los paleoantropólogos no son capaces hoy (y quizá no lo sean nunca) de identificar con precisión el umbral de la aparición del hombre. Pero la experiencia presente muestra que se produjo una discontinuidad abismal debida a una dimensión distinta de la material. ¿Cuándo sucedió esto exactamente por primera vez? Querer responder a esta pregunta es como pretender definir en qué golpe de Miguel Ángel aquel mármol dejó de ser un simple bloque de piedra para comenzar a ser una obra de arte.
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