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Huellas N.3, Marzo 2003

CL EN EL MUNDO

Honduras. Me apremia el amor de Cristo

Sor Cristina

Apuntes de una estancia en Honduras durante las vacaciones navideñas para visitar el país donde las Misioneras de Mª Inmaculada empezaron una comunidad hace cuatro años. Y ahora están construyendo una obra de acogida y educación para jóvenes mujeres.

Siempre es un reto ponerse a escribir para dar cuenta y darse cuenta de lo que ha sucedido. Me llamo Cristina, soy Misionera de Mª Inmaculada y acabo de regresar de un viaje que ha durado poco más de un mes a Honduras acompañando a mi Superiora General. Hace cuatro años, fundamos una comunidad en uno de los lugares más pobres y conflictivos de esa nación para anunciar a Cristo allí, mediante la entrega concreta y cotidiana de tres hermanas nuestras.
Un bien presente
Durante estos años me han llegado muchos datos, escritos y testimonios, pero además de cuando se escucha, se conoce sobre todo cuando se mira, se toca y se comparte. Y mi viaje fue ver y tocar un bien presente.
Antes de salir de viaje un amigo me dijo: «Estate atenta y disfruta». Es verdad que, por la certeza de la compañía de Jesús, mi Señor, todo es mío, todo está para que le mendigue y le reconozca actuando. He visto muchas cosas, me han impresionado muchísimas, pero nuevamente se ha puesto de manifiesto que nada de lo humano me es ajeno y que cualquier lugar en el mundo puede ser mi casa porque pertenezco a Cristo.

¿Por dónde empezar?
Es un país hermoso, cuya belleza natural, explosión de vida, hace más amable la mirada a las situaciones de severa pobreza que viven sus gentes. Algo muy grande que me ha sucedido en este viaje es que la pobreza material - tan tremenda - no ha sido un obstáculo para mi juicio ni una fijación de mi mirada. Duele mucho, pero no es criterio para mirar la realidad. Mucho más que la pobreza física me ha dolido que las personas con las que me encontraba no supieran - lo mismo me sucede a menudo en Madrid - el significado de su vida; si son amadas; que su dolor no se pierde si hay una razón para vivir; que la muerte no tiene la última palabra si estamos acompañados en el camino de la vida hacia un destino bueno. Y entonces - al igual que aquí -, me entraban ganas de gritar a todos lo que tengo, y que es para cada uno. Y he agradecido mucho ser hija de la Iglesia que porta el tesoro imprescindible para que una vida sea humana, que envía a sus hijos allí donde nadie llega - o llega con una mirada parcial - a hacer presente a Cristo, que se queda y permanece cuando el resto se va y que mendiga a Cristo cuando los demás desvían la mirada a otra parte.

En Tegucigalpa
El tiempo que he pasado en Honduras ha coincidido con una época de vacaciones de las Hermanas. He disfrutado de la visita a los lugares más bellos. A poco de llegar, unos amigos nos llevaron a Tegucigalpa, la capital, una ciudad grande, asolada hace cuatro años por el huracán Mich. La vimos desde un lugar privilegiado, el Cristo del Picacho. Me impresionó el hecho de que en un lugar donde se divisa toda la ciudad, el Cardenal, después de la gran tragedia, animara a levantar una figura de Cristo resucitado, imponente, allí, ante todos, como el punto al que mirar, como el único que puede ir al fondo del dolor y la muerte - muerte provocada incluso por la torpeza y la obstinación de los hombres - y presentarlos consigo al Padre.
Y me impresionó también cómo nuestros amigos hicieron lo posible para no mostrarnos en toda su crudeza lo que era evidente, las condiciones de vida de la población. Notaba yo que tenían como vergüenza, y este dato volvía a contrastar con lo que a mí me estaba pasando: yo soy amada por Cristo con toda mi miseria. ¿Qué puedo mirar que no pueda ser abrazado? ¿Qué me puede asustar sabiéndome yo amada así? De nuevo se me hacía evidente que sin Cristo la realidad da miedo.

Memoria viva
Otro día fuimos a las ruinas mayas de Copán. Aparte de su belleza natural y artística, de allí me impresionó la desaparición de sus habitantes sin causa justificada en el siglo VIII después de Cristo. Una civilización que crea estructuras de poder para autoedificarse y que se desarrolla sin un fin que la trasciende acaba, tarde o temprano, en una ruina inevitable. Y sólo se ven piedras. De todo esto me di cuenta cuando, otro día, pude contemplar la fortaleza de Omoa, construida por españoles a su llegada a aquellas tierras. La construcción es sobria y fuerte y no es un patrimonio para el recuerdo, sino un lugar de memoria, porque los hombres que allí llegaron, con su humanidad pecadora, portaban una fe sencilla que daba unidad a la vida y que hoy perdura en los lugares más recónditos y olvidados como la única esperanza para la vida. En Honduras me he encontrado con vidas cumplidas sostenidas por esta esperanza.

Silencioso pero evidente
Pongo sólo un ejemplo. En una aldea paupérrima pero muy bella, donde no hay luz ni agua potable, donde viven muchas personas - sobre todo niños - que no constan en ningún registro, donde se huele la miseria, dos ancianas, doña Julia y doña María, han mantenido la fe de sus padres rezando el rosario juntas durante diez años, pidiendo a la Virgen la presencia de un sacerdote para la celebración de la Eucaristía y para la reconstrucción y sostenimiento de los católicos dispersos, solos en un mundo hostil donde proliferan las sectas que abundan en medios que seducen a los necesitados. La Virgen ha intercedido y el Señor ha escuchado sus ruegos y cada mes se celebra una Eucaristía, se van juntando los católicos y las Hermanas acuden allí cada semana, haciendo a Cristo algo concreto y compañía en el camino, esperanza cierta.
Era Navidad y era conmovedor - ¡pero tan palpable! - estar como en la cueva de Belén en un lugar perdido, oculto a los ojos del mundo, donde Cristo volvía a hacerse presente en la carne, silencioso pero evidente para quien tiene un corazón que espera como Simeón y Ana.

Sabía lo que estaba diciendo
El Señor sostiene la esperanza de los hombres y se hace carne donde están los cristianos. Un día, en esa misma aldea, murió un niño de 17 días. ¡Fue terrible acercarse y mirar un bebé frío! Yo me eché a llorar ante una mujer que lloraba silenciosa rodeada de otros siete chiquitos. Nos habíamos acercado para consolarla, para rezar, para estar allí. Ya nos íbamos, pero me moví hacia ella, la agarré fuerte y le dije: «Mujer, no llores». No sé si ella entendía algo, pero yo sí sabía lo que estaba diciendo; le conté cómo Jesús se había conmovido ante otra mujer que sufría por lo mismo que ella y cómo había devuelto el hijo a su madre y que yo le repetía esas palabras porque tenía la certeza de que Él era el único que podía hacer justicia a su corazón, consolarla verdaderamente y devolverle a su hijo en cuestión sólo de tiempo. Cristo se hacía contemporáneo, de nuevo, con una evidencia sobrecogedora. El abrazo de Cristo, su mirada, su ternura, su compasión, su poder, viven en la Iglesia y alcanzan al hombre a través de los cristianos.

El 54% con menos de 18 años
He visto muchos signos y las Hermanas me han contado innumerables hechos que ponen de manifiesto que la fe vence al mundo.
Ahora ellas permanecen allí, atentas a esa realidad y tratando de responder de un modo sencillo, pero concreto, a la urgencia de la acogida y de la educación, elementos que caracterizan a nuestro carisma.
Honduras es un país con el 54% de la población menor de 18 años. La vida familiar es prácticamente inexistente, la figura del padre es ausente, la mayoría de los niños no lo conocen, no saben quién es su padre. Es la mujer (jovencísima) la que aún mantiene un vínculo con los hijos y los cuida, pero su humanidad también está seriamente dañada. Te acercas y percibes enormes carencias a todos los niveles: sin vínculos afectivos determinantes, sin autoestima, sin modelos de referencia, sin formación, sin sentido para la vida.
Nosotras hemos crecido en familias donde, por ósmosis, se nos ha ido dando todo, se nos ha ido introduciendo en la realidad casi sin darnos cuenta.

De persona a persona
Sabemos que es una gota de agua en un océano y no se nos oculta nuestra pobreza humana e institucional, pero nos sabemos hijas de la Iglesia, sabemos lo que nos ha sucedido y de Quién nos fiamos y que el encuentro con Cristo se da de persona a persona. Por eso estamos edificando una casa que pueda ser un hogar donde ayudar a las jóvenes mujeres - a través de la relación con las Hermanas y entre ellas - a afrontar la vida diaria en sus tares y necesidades más elementales: el afecto, el cuidado de sí mismas y de una casa, de los hijos, el trabajo, el estudio.
Y estamos muy agradecidas a CESAL por toda la colaboración que nos ha brindado para hacer realidad este proyecto.

Una alegría inexplicable
El resto de los días pasaron en la actividad cotidiana: lavar, coser, planchar, ayudar aquí y allá, con el mismo disfrute y la petición de ofrecer la vida por la obra de Otro.
Había oído repetir: «La realidad sin Cristo da miedo»; yo también puedo decir como Pedro de Craon en la Anunciación a María: «Vivo en el umbral de la muerte y en mí hay una alegría inexplicable», la inmensa alegría de que incluso las circunstancias hostiles y la pobreza extrema, por Gracia, no me dan miedo.
Estar en tierra de misión ha renovado mi vida en Madrid, en la comunidad y las jóvenes, donde Otro me quiere. Vuelvo encantada porque he crecido en la certeza de que Cristo lo es todo. Sé que puedo vivir sin muchas cosas, pero sin Él, ¡no!

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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