Es el primer obispo árabe que encabeza la comunidad tunecina, en un país en el que hay veintidós mil católicos entre una población de nueve millones de habitantes. Monseñor Fouad Twal conversa a cerca de esta circunstancia, del problema de la inmigración en Europa y del testimonio de la fe católica a través de algunas obras
Monseñor Fouad Twal es un árabe orgulloso de su identidad. Es un árabe “de pura cepa”, descendiente de la tribu beduina de Al Ozeisat que, en el siglo primero, conoció y abrazó la fe cristiana y que la conservó incluso cuando, cinco siglos después, el islam comenzó su avance conquistando territorios y sojuzgando a comunidades enteras. Es lo que sucedió en el norte de África, que en tiempos de san Agustín contaba con cuatrocientos obispos, y en donde la Iglesia hoy está reducida a una pequeña minoría. En 1992 Juan Pablo II quiso confiar la guía de la comunidad tunecina a Twal, primer obispo árabe en el Magreb después de una larga serie de prelados franceses que habían acompañado el periodo de la colonización.
Monseñor, ¿Qué efecto produce vivir en un país en el que, de nueve millones de habitantes, los católicos son sólo veintidós mil, y por añadidura todos extranjeros? Sois una pequeña isla en el mar del islam...
Personalmente no tengo ningún complejo de inferioridad, ya sea porque me siento heredero de siglos de historia en que los árabes cristianos han testimoniado la fidelidad a Jesús en condiciones de minoría y a menudo de opresión, o porque el tesoro que llevamos, la fe en Cristo, no es algo que debamos administrar de forma exclusivista, como si sólo tuviese que ver con nosotros, o como si viviésemos en una reserva india. La fe es para todos, también para los musulmanes, y somos llamados a testimoniarla ante ellos dónde y como podamos. Nunca olvidaré las palabras del Papa, durante su breve visita a Túnez en 1996: «Vosotros tenéis a menudo la experiencia de la vulnerabilidad de la pequeña grey y a veces soportáis pruebas que pueden llegar hasta el heroísmo. Sin embargo tenéis experiencia también de la gratuidad del don de Dios, que deseáis vivir con todos». Estamos aquí por una vocación a la que Dios nos ha llamado, y no para lamentarnos.
¿Cómo se expresa la presencia de los cristianos en Túnez?
El culto se celebra en la catedral de San Vicente de Paúl y Santa Olivia, en Túnez capital, en cuatro parroquias y en otros siete lugares de culto. Los sacerdotes, diocesanos y religiosos, son treinta y las religiosas ciento cincuenta. En 1964 se firmó un acuerdo entre la Santa Sede y el Estado, que llevó a la Iglesia a ceder la práctica totalidad de sus bienes a cambio de mantener la libertad de culto, la libre circulación del personal religioso y unas pocas propiedades como algunos colegios y un hospital. A través de estas obras y de las relaciones personales en la vida cotidiana, se expresa nuestro testimonio de fe que - lo repito - se ofrece a todos: nuestros diez colegios son frecuentados por seis mil alumnos musulmanes.
Túnez es considerado uno de los países musulmanes más abiertos al mundo laico: está establecida la igualdad entre hombre y mujer, es obligatoria la escolarización hasta los dieciséis años, y están prohibidos por ley el repudio de la mujer y la poligamia. Las tendencias radicales y fundamentalistas se mantienen bajo un atento control, pero se están difundiendo en el mundo musulmán, del mismo modo que ha crecido el número de atentados y de actos de violencia a los que se da una justificación religiosa. ¿Cómo ve usted el futuro del islam?
Hay que ser realistas, y al mismo tiempo cultivar la virtud de la esperanza. En primer lugar, no podemos olvidar que en el Corán existen versos que reclaman a la grandeza y a la unicidad de Dios, a la limosna, a la adoración, y al mismo tiempo pasajes que incitan a la violencia, y estos son utilizados para fundamentar religiosamente muchas maldades, como han testimoniado de forma dramática las reivindicaciones del atentado del 11 de septiembre y otros episodios. Al mismo tiempo, dentro del mundo islámico se está produciendo una confrontación entre aquellos que quieren conservar una interpretación literal de los textos sagrados y de la sharia, fosilizada a lo largo de los siglos y cerrada a la confrontación con la modernidad, que es vista como algo negativo y corrupto, y los que quieren en cambio promover el papel de la razón, de la libertad, de la responsabilidad personal, impulsar la tolerancia y la democracia. Muchos musulmanes viven un complejo de inferioridad con respecto a Occidente por las evidentes diferencias en el plano económico, científico y tecnológico. Sin embargo, este bloqueo puede reducirse favoreciendo una apertura de las sociedades islámicas al mundo, para evitar la contraposición y la reclusión, objetivos de los movimientos radicales y algunas élites en el poder, que prefieren mantener un status quo hecho de privilegios para unos pocos y de sufrimientos para muchos. El terreno fértil sobre el que crece la mala hierba del fundamentalismo es la pobreza, el subdesarrollo y la ignorancia: por esto es necesario que Occidente muestre más determinación por un lado en el plano político y económico, para apoyar los esfuerzos de los gobiernos que, como el tunecino, están comprometidos en difundir la enseñanza y aumentar las posibilidades de trabajo; por otro lado, en el plano cultural para intensificar los intercambios a nivel académico y científico y para favorecer a los componentes del mundo musulmán que quieren una relación abierta con la modernidad. El islam es como un enfermo: debe ser ayudado y no abandonado a sí mismo, y se le deben administrar grandes dosis de medicinas que curen la infección. Y las medicinas no pueden ser sólo guerras y medidas de seguridad.
En Europa viven doce millones de musulmanes, hijos de una inmigración que llega ya hasta la tercera y la cuarta generación, y en la sociedad crece la preocupación por una convivencia que no siempre es fácil. ¿Qué sugiere usted desde la experiencia que vive en Túnez?
Creo que tendréis que hacer frente a la inmigración, que es hija de la diferencia entre el norte y el sur del mundo, todavía por mucho tiempo. No sirve de nada alzar muros o levantar el tono de voz, porque tenéis necesidad de los inmigrantes para sostener algunos sectores de vuestra economía, aunque esto no puede traducirse en una llegada indiscriminada de personas en busca de fortuna. En el plano político hacen falta acuerdos claros con los países de origen, para que los flujos de ingreso estén controlados en la medida de lo posible, pues de otra forma sería el caos, aunque siempre haya que contar con una dosis de inmigrantes clandestinos. En el plano cultural hay que incentivar todas las medidas que favorezcan la integración escolar y social, para que los que vienen a Europa puedan aprender las reglas de convivencia, las costumbres y los hábitos de cada país. Pero esto implica una pregunta acerca de vosotros mismos: ¿Qué es vuestro país? ¿Cuáles son los fundamentos de vuestra identidad? En este sentido los cristianos deberían tener más valor, y comprender que su fe es un tesoro, precioso para cada uno, que ha contribuido a construir la historia de las naciones y que no debemos avergonzarnos de proponerla a todos los inmigrantes, con respeto, pero sin temores reverenciales. Esto puede contribuir, además de a la integración, también a resquebrajar los prejuicios y la ignorancia con respecto al cristianismo y a Occidente que están arraigados todavía en los países musulmanes. No lo digo como una provocación, pero creo que la inmigración es un hecho providencial.
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