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Huellas N.2, Febrero 2003

CULTURA

Cinema. Como en un film

Luca Marcóra

Desde los orígenes hasta las superproducciones hollywoodienses de la posguerra tratamos de descubrir cómo ha traducido en imágenes el séptimo arte la pregunta que Jesús dirigió hace dos mil años a sus discípulos: «Vosotros, ¿quién decís que soy yo?»

«Su mayor mérito... Era la única película de ese tipo que no contenía la figura de Jesús. No hay ninguna huella de cristianismo en Espartaco. Había fe, pero no era el cristianismo. Si hubiera que recompensar a Kirk Douglas por su valor habría que hacerlo por haber realizado una película como aquella sin Jesús... ¡pero con Kubrick!».

Con estas palabras recordaba sir Peter Ustinov la importancia del gran Stanley Kubrick en la película que reconstruye su biografía (Stanley Kubrick, a life in picture, Jan Harlan, EEUU 201). Pero la frase, referida a la histórica superproducción Espartaco, dirigida en 1960 por Kubrick, producida e interpretada por Kirk Douglas, es irónicamente reveladora de otro dato de hecho: la figura de Cristo se había vuelto hasta tal punto recurrente en el cine a caballo entre los años 50 y 60, y en particular en las películas históricas producidas por Hollywood, que casi podía ser identificada en cualquier película, aunque fuese sólo utilizada como ilustre comparsa allí donde no se trataba directamente de su vida terrena.

El porqué de esta presencia constante está claro: Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, precisamente a causa de su carnalidad, se hizo representable en cualquier forma de arte figurativo. Tratemos de recorrer en estas páginas, aunque sea de forma resumida, más de cien años de historia del cine para descubrir cómo han tratado los directores de responder, a través de imágenes, a aquella pregunta decisiva que Jesús mismo dirigió a sus apóstoles hace dos mil años, pero que alcanza todavía hoy a cualquiera que no quiera dejar en suspenso la identidad de ese único Hombre en la historia que ha dicho ser Dios: «Vosotros, ¿quién decís que soy yo?».

En los orígenes del cine, la Biblia
Recorrer un arco de más de cien años de cine nos lleva hasta los albores del séptimo arte, y no sin una motivación adecuada: el cine de los orígenes, grosso modo desde 1895 hasta 1910, ofrece, y no sin cierta sorpresa, una nutrida serie de películas que se centran sobre todo en el tema de la pasión de Cristo. En 1895, año de la primera proyección pública del cinematógrafo, se realiza la llamada Passion Léar, que lleva el nombre de su realizador, el francés Kirchner, llamado Léar, mientras que apenas dos años más tarde, en 1897, sale a la luz la Passion Lumière (Vues représentant la vie et la Passion de Jésus Christ), realizada por Bréteau y Hatot a cargo de los hermanos Auguste y Louis Lumière, los mismos inventores del cine. También en 1897 se realiza en Estados Unidos The Passion Play de Vincent E. Paley, mientras que en 1899 el Christ marchant sur les eaux del francés Georges Méliès propone a los espectadores el milagro de Jesús caminando sobre las aguas, realizado a través de la utilización de uno de los primeros y más sencillos efectos especiales de los que el cine es capaz, la sobreimpresión. Italia no se queda atrás y, en 1900, llega a las pantallas la Passione di Gesù, llevada a cabo por Luigi Topi y Ezio Cristofari. Pero el fruto más maduro y terminado de estas antiguas películas se debe a otro francés, Ferdinand Zecca, que realiza, entre 1902 y 1907 la que se conoce como Passion Pathé, que recibe su nombre de la gloriosa y pionera productora de la película.

Todas estas obras tienen en común una ilustración bastante ingenua de los eventos evangélicos: no son sino simples reproducciones con carácter documental de las representaciones sacras puestas en escena durante las fiestas populares, como la famosa de Oberammergau, en Baviera meridional. Interpretadas por actores aficionados envueltos en mantos parecidos a vestiduras romanas y judías y recitadas delante de telones pintados que reproducen los lugares sagrados de Palestina, estas breves películas desarrollan de forma resumida la historia de la salvación, sin entrar en la esencia de una interpretación que profundice en el Misterio evocado en esos gestos, sobre todo a causa de su breve duración, ya que la escasa longitud de una bobina de película las limita a un máximo de diez minutos de proyección.

Pero el verdadero motivo del interés por este sujeto que, teniendo una antigüedad de dos mil años, es siempre actual, está ligado intrínsecamente, como han demostrado recientes estudios, a la posibilidad de articular la narración en una serie de tableaux vivants, de cuadros vivientes, en los que se proponen los acontecimientos más destacados de la vida de Jesús. Si las primeras películas realizadas por los hermanos Lumière no son sino una única toma de breve duración en la que se agota completamente un acontecimiento o un asunto cómico, haciendo de esta forma de cada encuadre una película en sí mismo, el único modo de obviar este límite físico es yuxtaponer dos encuadres distintos que cuenten hechos distintos, a través de la operación que hoy llamamos “montaje”. Pero los primeros espectadores no tenían motivo alguno para suponer que tal aproximación de encuadres distintos significaba establecer un vínculo de sentido entre las imágenes, como sucede hoy en cambio de forma totalmente automática, por ejemplo, cuando vemos un hombre que mira y, un instante después, el objeto mirado. Para nuestros antecesores se trataba simplemente de dos películas unidas una a continuación de la otra, pero completamente independientes entre ellas.

En cambio, los acontecimientos de la vida de Jesús, con su sucesión universalmente conocida para cualquiera que hubiera crecido en un ámbito cristiano, permitían a los espectadores sin conocimiento de sintaxis cinematográfica no perderse en el paso de un encuadre a otro, consiguiendo así ir más allá de la simple “vista” de pocos segundos contenida en una sola toma. De forma parecida a las vidrieras de las catedrales medievales que, por estar hechas de imágenes, habían conseguido explicar la Biblia a los que no sabían leer - Biblia pauperum, “Biblia de los pobres” - , así también el orden de los eventos de la vida de Cristo permitía ir más allá de los encuadres individuales, porque estaba claro para todos que después de la Última Cena venían la oración en el huerto de los olivos, el arresto, el proceso ante Pilato, la flagelación, el Via Crucis, el Calvario, la muerte y la resurrección. En los orígenes del cine, justamente en los mismos años de su nacimiento, la Biblia y sus historias ejercieron, más o menos inconscientemente, no solo una función educativa sobre las masas de personas que se encontraban diariamente ante las pantallas del cinematógrafo, sino una insustituible ayuda para el desarrollo de esa linealidad narrativa que para nosotros, hoy, se ha vuelto algo banal y descontado, pero que entonces había que inventar de la nada.

Agotados estos primeros intentos de articular la narración, llevados después a término y codificados por el americano David Wark Griffith, la figura de Jesús es asumida inicialmente como símbolo de paz y utilizada en películas de protesta contra el primer conflicto mundial: en Intolerancia, de Griffith (EEUU 1916), la Pasión de Jesús es uno de los cuatro relatos sobre la intolerancia en la historia del mundo que constituyen la película. En Civilization (EEUU 1916), de Thomas H. Ince, Jesús además interviene para salvar la vida de un soldado que ha terminado en el infierno durante la guerra. Siguiendo este camino, el relato de la vida de Jesús terminó llegando a las superproducciones históricas de ambientación romana de gran éxito en el cine italiano de la segunda década del siglo XX.

La película Christus, del conde Giulio Cesare Antamoro (1916), es un ejemplo de esta investigación, muy italiana, sobre el espacio visible: aunque todavía incierto en las elecciones narrativas y estéticas, más ligadas al pasado que proyectadas hacia el futuro, la película no profundiza en la figura de Jesús, y se limita a proponer una imaginería de corte popular fácilmente compartible. Pero se propone llevar adelante la investigación en el terreno de la organización del espacio encuadrado, de su profundidad, de los planos sobre los que distribuir los eventos. Para hacer esto no duda en apoyarse en pasajes cultos de obras del Beato Angélico para la anunciación, de Rafael para la transfiguración o de Leonardo para la última cena, o en un complejo y fascinante juego de luces y sombras, debido a la reciente introducción de la iluminación artificial también para las escenas rodadas en el exterior. Pero sobre todo utiliza las enormes escenografías del palacio de Pilato y las ingentes masas de personas que seguían a Jesús, para aplicar un determinado orden interno al encuadre, so pena de no poder utilizar y al mismo tiempo leer la imagen misma, que hasta entonces había permanecido privada de un centro de atención bien preciso, resultando un conjunto cuanto menos caótico de acciones, personajes y objetos que se agitaban frente a decorados pintados absolutamente faltos de profundidad espacial.

Un pretexto espectacular
El director que saca el máximo partido al maravilloso potencial que ofrece la vida de Jesús, por sus prodigiosos milagros bien traducibles en ese efecto especial que es una fuente segura de atractivo para el gran público, es el americano Cecil B. De Mille, que, con Rey de reyes (The King of kings, 1927), ofrece un baile de efectos luminosos, una orgía visual de esplendores y de cataclismos para fascinar al espectador con efectos sorprendentes de la cámara, apartándose sin embargo de cualquier aspecto de verosimilitud tanto en la fundamentación histórica como en la profundización del retrato de Jesús, reducido más que nunca al estereotipo de víctima inocente del odio del mundo que sufre sin rebelarse nunca.

De Mille no deja de sentirse investido de una misión de evangelización hacia el mundo entero que tiene que llevarse a cabo con el tomavistas, como declara en la leyenda de comienzo: «Esta es la historia de Jesús de Nazaret. Él mismo ordenó que su mensaje se difundiera por todo el mundo. Que pueda este retrato jugar un papel importante en el espíritu del gran mandamiento». Pero su finalidad es sólo hacer espectáculo, incluso a costa de forzar la verdad histórica con tal de conseguir el resultado buscado.

Esta espectacularización de la Revelación no puede sino conducir a un callejón sin salida; simplificar así una figura problemática como la de Cristo significa también evitar tomar postura frente a la pregunta sobre su identidad, eludiendo el problema a favor de una tan satisfactoria como estéril reducción estética. Un ulterior intento de profundización, menos banal pero siempre situable en esta línea de plasmación de las imágenes, lo realiza en 1935 el francés Julien Duvivier que, con su Golgotha, película hoy totalmente olvidada, realiza una versión igualmente rebuscada y superficial de los últimos días de la vida de Cristo, que tiene poco que ver con una profundización seria en la identidad de aquel Hombre.

Sólo después de la Segunda Guerra mundial, sin renunciar a la dimensión espectacular hasta aquí elaborada, el cine comenzará a acercarse a la figura de Jesús con una mirada más problemática ¿indagadora, inquiridora?, también por la imposición de una cultura más laica y menos religiosa que, a su modo, no quiere sin embargo omitir, aún con todas las contradicciones que será capaz de producir en el curso de los años, una toma de postura con respecto a la identidad de aquel Hombre.

El Evangelio en Cinemascope
Durante los años 60, en el breve espacio de cinco años, Hollywood sacará a la luz dos superproducciones dedicadas a la vida de Jesús, sobre la estela de la vuelta a la gran pantalla del gran espectáculo ofrecido por el género histórico para contrarrestar la prepotente afirmación de la televisión y el consiguiente vacío de las salas de cine. Estas dos películas, siendo tan cercanas en el tiempo, encarnan a la perfección las dos almas del cine moderno. Por un lado la que, después de la gran lección del neorrealismo italiano, tiende cada vez más a una recuperación y a una mayor adhesión a la realidad, y por otro la que tiende a remarcar el hecho de que el espectador se encuentra siempre delante de una película, es decir, frente a una obra de ficción que es tan solo una reproducción de la realidad, como llegarán a subrayar los directores de la Nouvelle Vague francesa con su salida sistemática de la gramática cinematográfica clásica.

Dentro del primer grupo, Nicholas Ray realiza, en 1961, Rey de reyes (King of kings) en la que, por primera vez, se vierten en la figura de Jesús las angustias personales y la carga de crítica social propia del director, proponiendo una interpretación absolutamente inédita hasta entonces para la gran pantalla. La película no se abre con la típica secuencia clásica dedicada a la anunciación o a la natividad, sino con la llegada de Pompeyo Magno a Jerusalén, la profanación del templo y la consecuente conquista de la ciudad por parte del imperio romano. Sobre esta línea interpretativa declaradamente política y terrena, Ray propone un Mesías esencialmente humano, no tanto Hijo de Dios cuanto posible libertador del pueblo de Israel de la esclavitud romana. En esta clave de lectura ciertamente parcial aunque no banal, la espectacularidad gratuita no encuentra ya espacio para brotar de forma incontrolada: no se muestran, de forma deliberada, los milagros más impresionantes y maravillosos, como la multiplicación de los panes y los peces, o su paso sobre las aguas, mientras que los que son visualmente más sencillos, como la curación de un tullido, no se muestran en su integridad, sino que son poéticamente representados a través de la sugerencia de gestos apenas señalados. Jesús, interpretado por Jeffrey Hunter, no es más que un hombre, un posible jefe sobre el que se centran las esperanzas de los que, como Judas y su amigo Barrabás, esperan en una revolución de su pueblo contra Roma. En este sentido la traición del discípulo no sucede porque Cristo haya desilusionado las expectativas de su corazón, sino que es sólo una táctica para “forzarle” con el fin de que, teniendo una espada afilada en la garganta, reaccione y desencadene, gracias a sus capacidades, la anhelada revuelta contra los odiados opresores romanos. Por primera vez un director se interroga de forma problemática sobre la identidad de Cristo, proponiendo una versión llena de dudas y contradicciones pero que, a su modo, trata de dar una respuesta, ciertamente no pacífica, al mayor problema de la historia.

En el otro frente, en cambio, George Stevens produce y dirige en 1965 La más grande historia jamás contada (The greatest story ever told), película desmesurada en la que, de todas las posibles claves de lectura, prevalece la voluntad de mostrar bellas imágenes, de hacer una película bonita, que deje con la boca abierta incluso al espectador más espabilado. Filmada en Utah, entre paisajes más de western que típicos de Palestina, el relato manipula con notable libertad los Evangelios, con la única finalidad de proporcionar el máximo de belleza estética y de espectacularidad posible, vinculándose más al planteamiento demilliano que al esfuerzo interpretativo llevado a cabo por Ray. Jesús, interpretado por Max Von Sydow, es una figura monolítica, siempre en actitud hierática, pero capaz también de llorar por la muerte de su amigo Lázaro como nunca antes se había visto. Pero esta y otras intuiciones potencialmente buenas son aplastadas y constreñidas dentro de las reglas del gran espectáculo que hacen prevalecer la búsqueda afanosa del efecto visual sobre cualquier profundización. El mismo Jesús, en la escena de la resurrección de Lázaro, es reducido a simple detalle dentro del panorama impresionante de la montaña en la que se ha excavado el sepulcro de su amigo, imagen significativa del esplendor del CinemaScope, el nuevo formato introducido en 1952 que dilata la imagen en horizontal, para derrotar así las pequeñas dimensiones de la pantalla televisiva.

Pero será la línea problemática indicada por Nicholas Ray la que se imponga en el futuro: en los años siguientes comenzará a extenderse un interés cada vez más agudo por tomar posición frente al problema de Cristo. Y precisamente desde Italia llegará una primera e inesperada respuesta por parte de un intelectual marxista, Pier Paolo Pasolini, que llevará a cabo su Jesús de manera totalmente anti espectacular con respecto a la imaginería consolidada por las superproducciones hollywoodienses, dando preeminencia a la voluntad de ir al fondo del problema, para él no liquidable fácilmente, desencadenado hace dos mil años por un Hombre que pretendió ante el mundo entero ser Dios.
(fin de la primera parte)

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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