Dedicamos un amplio reportaje a la condición juvenil.
Las generaciones de los últimos decenios se enfrentan a un mundo cambiante con un ambiente en constante transformación. Es un reto ser jóvenes en un mundo dominado por el miedo y la incertidumbre.
Tras los acontecimientos bélicos que marcaron la historia mundial, varias generaciones se volcaron en la tarea de la reconstrucción. Luego, la atención de los jóvenes se vio desplazada paulatinamente de la utopía a la ideología, tanto en clave política como en clave de éxito o logros personales. Dos ideologías aparentemente opuestas, aunque ambas pretendieran responder a la exigencia de plenitud especialmente acuciante en los jóvenes. A la postre, parciales e insatisfactorias.
Muchos afrontaron su existencia a partir de las únicas propuestas a su alcance, la de crear una especie de paraíso en la tierra o, simplemente, apartarse en un rincón de cielo privado, y acabaron en la desilusión, con una vida en última instancia cínica.
Parece que algo ha cambiado, pues de esas propuestas se siguen ciertas consecuencias. Más o menos enmascaradas o exasperadas en eslóganes y seducciones, esas formas de ideología siguen vigentes, pero va ganando terreno un sentimiento nuevo: el miedo.
Así lo ha afirmado recientemente Juan Pablo II: «Nunca como en este comienzo de milenio ha experimentado el hombre lo precario que es el mundo que ha construido. Me impresiona el sentimiento de miedo que atenaza frecuentemente el corazón de nuestros contemporáneos».
Ser joven en una época de miedo es como vivir con el corazón contracorriente: mientras por naturaleza tiende a lo que satisfaga el deseo de belleza, verdad y justicia, la propuesta que recibe, pública y privadamente, le condena a la precariedad, la incertidumbre y la duda.
La falta de adultos que sean auténticas presencias, que lleven una esperanza y aporten una certeza sobre la que poder construir la existencia, condena a muchos jóvenes a una soledad profunda. Una soledad de la que a menudo tratan de huir mediante fáciles (a veces terribles) “juegos” hoy al alcance de cualquiera, cuando no de formas absurdas de lucha contra el vacío interior.
Sin embargo, la demanda de algo que responda a las exigencias humanas más originales aflora prepotente entre los chicos, en sus circunstancias cotidianas, como documenta el reportaje de este número.
Esto resulta evidente en la sociedad estadounidense. Hallar lo que de verdad aporta satisfacción a la vida real, con sus límites y caídas, no a la vida de las telenovelas, es la cuestión, espléndida y tremenda, que se pone en escena en el teatro americano y que vale para todos. Hay algo poderoso que nos impele a tantear caminos en busca de una respuesta y de una satisfacción posible, para superar la condición de eternos insatisfechos (cuánta cultura, películas y música con este tremendo mensaje vienen de Estados Unidos).
Mientras el drama se escenifica entre efectos especiales, tragedias colectivas y personajes reales, da la vuelta a América una noticia diferente: existen personas que viven la novedad del Acontecimiento que cambió el curso de la historia llevándola hacia su cumplimiento inicial. En este número, hablan algunos jóvenes norteamericanos cara a cara con las circunstancias más diversas. Les ha tocado un encuentro que ha sembrado en sus vidas la semilla de una satisfacción excepcional. Sus relatos y su asombro forman parte de nuestro drama. Y nos embargan, como cuando escuchamos un buen blues.
Una vez Pasolini, viendo que Moravia instaba a un padre a intentar “comprender” a su hijo, objetó: «¿Y después de comprenderle, qué? Un hombre que ama, obra». Esto es, se pone a su lado y le enseña la esperanza que lo sostiene.
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