El trazo de los ojos de María, el impulso afectuoso del Niño: algunos apuntes para conocer y gustar de la belleza del cuadro de Giovanni Bellini elegido como imagen para la Navidad
Albrecht Dürer (conocido en español como Alberto Durero), el pintor alemán más importante del Renacimiento, escribía desde Venecia en 1506 a un amigo de Nüremberg, contándole que había conocido a Giovanni Bellini: «Todos me habían dicho que era un gran hombre y lo es, me considero de verdad su amigo. Es muy viejo, pero ciertamente sigue siendo el mejor pintor de todos». En aquellas fechas Bellini tenía 75 años y una larga carrera a sus espaldas, durante la cual se había ido cruzado con Mantegna, Antonello da Messina, Giorgione y el joven Tiziano. Nunca se había afirmado con la prepotencia y atrevimiento propios del genio, llegado para volver del revés la escena del arte; con la paciencia y la sabiduría del gran artesano, siempre había preferido adoptar, pasándolas por el filtro de su dulzura y poesía, las innovaciones que otros habían introducido e impuesto; unas, verdaderos cambios de rumbo, otras, simples modas. Bellini era un grande al que no le gustaba estar en primera línea. Hijo de una familia de artistas, aunque probablemente fue hijo ilegítimo de su padre Jacopo, hallaba su fuerza en el recato y la delicadeza, entendida como gran pacificación. Así lo testimonia esta Virgen con el Niño, una pintura sobre tabla conservada en el Museo de Castelvecchio de Verona. Los críticos la datan entre 1470 y 1475, más o menos contemporánea a una de sus obras maestras, la Piedad, conservada en la Pinacoteca de Brera. Bellini, tras la identificación juvenil con las asperezas de Mantegna, recoge en esta tabla el soplo de novedad que Antonello estaba insuflando desde Venecia en aquellos años a la pintura italiana. Hay una atención nueva, minuciosa por los detalles; una calma, un distanciamiento de la confusión de las cosas terrenas que no suena en absoluto a superioridad o snobismo aristocrático. Antonello incita a Bellini a purificar sus composiciones, a limpiarlas de todos los elementos de trazado de los contornos, de sabor un tanto alquimista y arqueológico, que habían hecho tanto furor en los pintores de la generación precedente. Así, en esta tabla toda la poesía se concentra en el intercambio de miradas entre María y el Niño y en el entrelazado de las manos, tan justo y perfecto que resuena casi como una melodía. Tiernamente conmovido, Bellini, parece acariciar con el pincel el rostro de María, y extiende sombras apenas esbozadas y delicadas, como si no quisiera molestar. Mirad la belleza apenas susurrada del velo que cubre la frente de María, el trazo de los ojos, el dulcísimo alargamiento de las cejas, acompañado de la delicadeza de los labios. En cambio, el niño parece acercarse a su madre con un impulso afectuoso, como si quisiera confortarla al descubrir un deje de tristeza profunda en su rostro. Todo el conjunto, como escribe magistralmente el profesor Roberto Longhi, envuelto en «una pacificación coral que funde y matiza los sentimientos».
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