En la carta que se envía a los nuevos inscritos en la Fraternidad de Comunión y Liberación (publicada en L. Giussani, La Fraternità di Comunione e Liberazione, San Pablo 2002) se recuerda que ésta nació para dar «forma estable» a los grupos de los adultos de CL a finales de los años setenta. La inspiración «para plasmar una nueva imagen y contenido» se hallaba en el «fenómeno histórico de las Cofradías», para «vivir la fe y comprometerse con ella, junto al derecho de poderse asociar libremente y desplegar una actividad operativa en la Iglesia y la sociedad»
No es fácil aventurar una definición precisa y unívoca de las cofradías a causa de la extrema diversidad de las expresiones concretas y contingentes que éstas han ido asumiendo en los diferentes países de la cristiandad a lo largo de su historia milenaria, documentada en el Meeting del año pasado con una exposición al respecto1. En primer lugar, tenemos la diversidad de fines que cada cofradía establece como su obra específica: desde el incremento de la devoción hacia Dios y los santos a la práctica del espíritu de penitencia, desde la ayuda recíproca en las necesidades de la vida al ejercicio de la caridad en todas las formas posibles, desde el mantenimiento de la paz a la lucha armada contra los herejes que emprendieron las cofradías militarmente organizadas.
A esto se añaden las radicales diferencias que se pueden constatar en la autenticidad del espíritu religioso y en la intensidad de la vida asociativa: muchas cofradías siguen severas reglas ascéticas, se reúnen frecuentemente, realizan importantes actividades, pero no faltan aquellas que se reúnen ocasionalmente, carecen de incidencia eclesial y social, dilapidan sus ingresos en banquetes de cofrades.
Deben considerarse, además, las diferentes vicisitudes que estas agregaciones han conocido en virtud de las transformaciones que se fueron verificando en la sociedad religiosa y civil tras la época medieval.
Hasta la terminología es todo menos constante y uniforme: las cofradías individualmente adoptan las denominaciones más dispares y hasta el siglo XIX las mismas actas pontificias las designan con diversos nombres.
Puntos comunes
Sin embargo, desde un punto de vista formal se pueden señalar algunos elementos comunes, a saber, la dedicación a una persona de la Trinidad, a la Virgen María, a un santo; un estatuto escrito que incluye una regla de vida; la igualdad de los miembros; el carácter electivo de los cargos; las tareas puramente religiosas de los sacerdotes capellanes; la disponibilidad de un patrimonio y de una sede, preferiblemente una iglesia o una capilla; el compromiso en una obra de piedad o caridad.
Desde un punto de vista sustancial, se puede observar que las cofradías, más que una institución dotada de identidad propia y específica, constituyen una significativa realización de la tendencia humana a asociarse libremente que se descubre en todas las civilizaciones y que se manifiesta con notable fuerza entre quienes son fieles a Aquel que ha dicho: «Cuando dos o más se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». Por tanto, no debe sorprendernos que, como ha destacado Juan Pablo II, «en la historia de la Iglesia» se asista continuamente al fenómeno de «grupos más o menos vastos de fieles que por un impulso misterioso del Espíritu, se vieron empujados espontáneamente a asociarse con la finalidad de perseguir determinados fines de caridad o de santidad, en relación con las necesidades particulares de la Iglesia de su tiempo o para colaborar en su misión esencial y permanente».2
Pero las cofradías, precisamente en cuanto expresión de la libertad y de la creatividad del pueblo de Dios, se han topado a menudo con la desconfianza y la hostilidad de los poderes públicos, que desde la época carolingia se han empeñado en reducir su autonomía y condicionar su acción. Cuando después, «en el acontecer del pensamiento moderno», el poder «se ha revuelto contra la trascendencia»,3 los estados han llegado a proponerse el desnaturalizar e incluso suprimir estas asociaciones, como sucedió en Italia con la ley de 1890 sobre las obras pías.
Por su parte, las autoridades eclesiásticas - con el doble objetivo de valerse de estas agregaciones para sus propios proyectos de reforma y de prevenir la aparición en ellas de errores doctrinales y de abusos disciplinarios - han perseguido durante siglos un progresivo y coherente designio encaminado a someter íntegramente las cofradías a la autoridad de los obispos y de los párrocos.
El favor del Concilio
Pero justo cuando esta crisis de las libres iniciativas de fieles en el campo asociativo parecía irreversible, surgieron en la Iglesia – primero tímida y ocasionalmente, después de forma cada vez más imponente y generalizada – asociaciones, grupos y movimientos que hicieron revivir con formas nuevas y originales los aspectos esenciales de la tradición de las cofradías. Este fenómeno se vio favorecido y animado con decisión por el Concilio Vaticano II y, siguiendo sus pasos, por la correspondiente legislación canónica, que han reconocido expresamente a todos los fieles la más amplia libertad asociativa en el ámbito de la comunidad cristiana. Libertad que - como ha observado Juan Pablo II - «brota del Bautismo, como sacramento que llama a los fieles a participar activamente en la comunión y la misión de la Iglesia».4
En todo caso, es relevante que la continuidad entre las antiguas cofradías y las agregaciones actuales no se refiere sólo a su espíritu, sino que afecta también a aspectos externos, por así decirlo. Baste recordar cómo no pocos movimientos y grupos de origen reciente, no sólo han asumido denominaciones - como fraternidad o sociedad – claramente inspiradas en las cofradías, sino que han imitado también sus formas institucionales, como por ejemplo, la adopción de una regla de vida, la igualdad de sus miembros, el carácter electivo de los cargos, la atribución a los asistentes eclesiásticos de tareas de naturaleza estrictamente religiosa, el compromiso en obras específicas de piedad y de caridad.
Esta continuidad no debe sorprender, toda vez que en la vida de la Iglesia nada puede considerarse nunca absolutamente nuevo o del todo viejo. De hecho, por un lado, cualquier experiencia debe colocarse necesariamente en el surco de la Tradición, y, por otro, la herencia del pasado siempre debe ser revitalizada y actualizada en función de los signos de los tiempos y de las exigencias de la misión.
Por otra parte, el recorrido histórico de las cofradías propiamente dichas no puede considerarse definitivamente concluido, ya que la actual revalorización del fenómeno asociativo en la vida de la Iglesia ha abierto nuevas perspectivas a aquellas hermandades que, superando todas las adversidades, han logrado mantener o recuperar sus características originales.
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