Llegamos al Santuario con las primeras luces del alba. Enseguida, el rezo del rosario, los cantos, las lecturas, los testimonios. Un gesto a la vez coral y personal, entre las piedras que recogieron el “sí” de la Virgen
Las dulces colinas de las Marcas, iluminadas por la luz matutina de esta bella jornada otoñal, pasan veloces por el parabrisas del coche y embrujan la mirada. «¡Qué colores! Venga, recemos el Ángelus». «Un segundo, llamo a casa para saber si los niños están bien...». Un coro de voces se alza ante tamaño despropósito: «¿A estas horas? Estarán durmiendo. Ni se te ocurra». Rezamos y nos quedamos en silencio. Cada una piensa en los hijos, el marido, los amigos que se han quedado en casa. Esta peregrinación también es para ellos, que no han podido venir. De repente, la cúpula y la torre del Santuario se perfilan en el horizonte con tal nitidez que se podrían recortar sus contornos con unas tijeras. «Ya estamos. Esa es la salida». Dejamos la autopista. «Coge la hoja de los avisos». No hace falta, la calle está plagada de chicos del servicio de orden ateridos de frío y de grandes carteles con el logotipo de la Fraternidad que indican el camino. Llegamos al parking justo a tiempo de coger a toda prisa la última furgoneta que nos lleva al campo de deportes desde el que se parte. Junto a nosotros, una legión de personas en silencio. Por los altavoces, las voces del coro llenan el aire. Sentada en mi mochila-silla (¡fantástica!) miro a mi alrededor. Veo las caras de las amigas con las que he viajado y más allá una pareja ya madura, una madre que acuna a su hijo en la sillita, un grupo de jóvenes que parecen recién licenciados. A lo lejos, la mirada se pierde en las veinte mil cabezas que llenan la plaza. Todo el mundo ha sacado el rosario, hecho por los amigos artesanos de Belén, y el librito con los textos y canciones. Me acuerdo de otra peregrinación hace diez años bajo un cielo plomizo, aquella vez a Lourdes por el décimo aniversario de la Fraternidad. Estaba don Giussani y yo, por pura casualidad, me encontraba en primera fila en la gruta. Todavía guardo en el corazón y en la memoria su mirada conmovida delante de la estatua de la Virgen. Entonces fui sobre todo para dar gracias a la Virgen por una gracia enorme que me había concedido. El recuerdo de aquel gesto tan carnal me conmueve todavía. Y ahora, después de diez años, ¿por qué doy gracias? Por todo y pido todo. Porque con la Virgen hay que hacerlo así, es algo que he aprendido.
Caminar juntos
Termina el último canto, cerramos nuestras sillitas y nos levantamos. Por los altavoces suena la voz firme de don Pino: «Primer Misterio gozoso». Después, Nori lee un fragmento de Giussani. Pocas líneas esenciales que te atrapan y poco a poco te hacen percibir el Misterio del Ser que se ha hecho carne y huesos en el seno de una chica de 15 años, a la que nosotros invocamos. Otro canto y rezamos las diez avemarías. Los dedos desgranan el rosario. Estamos al final del grupo y caminamos con lentitud. Busco con la mirada a mis amigas para no perderlas de vista. Hacemos juntos la peregrinación. En cada avemaría, tengo presente el rostro de un familiar, de un amigo, para que la Virgen conceda a cada uno la Gracia de su Misericordia. Poco a poco se suceden los Misterios (Gozosos, de la Luz - recién instituidos por el Papa -, Dolorosos y Gloriosos). Entretanto nos dirigimos a la Casa. Todo se desarrolla con un orden, una precisión que no corresponde a una tropa adiestrada sino a un pueblo de personas que, rezando, piden el ciento por uno aquí en la tierra. Luce el sol y de vez en cuando alguna ráfaga de viento acaricia el rostro. Llegamos y entramos en la ciudadela. En los márgenes de la calle y asomadas a las ventanas, muchas personas nos miran y rezan. No hay vocerío que distraiga, sólo el rumor acompasado de los pasos sobre el adoquinado, mientras por los altavoces el coro, don Pino y Nori nos acompañan en el rezo del Rosario.
La esperanza de la vida
Resuena el Salve Regina cuando el servicio de orden nos indica que nos detengamos... fuera del pórtico. Menos mal que podemos seguir en las pantallas lo que sucede en la plaza. Abrimos nuestras sillas cuando Carrón comienza su testimonio.«Lo que llena de esperanza nuestra vida es que la Virgen exista, es la flor de la Virgen... Ella es la revancha más clara y profunda sobre la aparente inutilidad de la vida». Ahora el viento no acaricia sino que azota la cara y negros nubarrones oscurecen el sol de cuando en cuando. Abrochamos los chaquetones y nos calamos los gorros. «Esperemos que no llueva, no ahora», pienso para mis adentros. «... Sólo si nos dejamos tomar sin oponer nada, como niños, el Ser puede hacer florecer el “yo” de cada uno de nosotros».
El testimonio se acaba y enseguida se prepara la misa. Ahora el cansancio comienza a hacer estragos; acurrucada en mi taburete, por poco me duermo. Pero las primeras palabras de la homilía de monseñor Rylko me despiertan. «Comunión y Liberación ha pasado de ser un pequeño grano de mostaza a convertirse en un gran árbol. ¡Cuánta historia y cuántas historias personales, concretas, fascinantes! ¡Cuántas historias de auténtica santidad! ¡Hay muchos motivos por los que dar gracias al Señor!... Vuestra peregrinación a la Casa de María dice que siguiendo sus huellas queréis abrazar con fidelidad y entusiasmo renovados la perla preciosa de vuestro Movimiento para servir a la Iglesia y su misión». Se nota que no son palabras de cara a la galería, como no lo fueron las de su saludo inicial que ya me habían impresionado. «El pensamiento se dirige espontáneamente a la persona de Giussani. Le sentimos presente en medio de esta asamblea que reza. Le estamos profundamente agradecidos por las meditaciones marianas con las que ha querido preparar a la Fraternidad para esta peregrinación histórica».
La madre de Jesús
La celebración termina y el silencio se rompe para dejar paso a los saludos y los comentarios. Las primeras gotitas de lluvia empiezan a caer. Corriendo, nos dirigimos a la entrada del Santuario. «No me voy sin haber visitado la Casa de la Virgen», había dicho una amiga, y todas estamos de acuerdo. Nos ponemos en la cola y entramos. El servicio de orden es tajante y no nos dejan detenernos mucho, no puede ser de otra manera. Somos muchísimos los que queremos al menos tocar aquellas piedras que recogieron el “sí” con el que empezó todo y por el que yo estoy aquí, pidiendo todo para mi vida.
Ya en el parking, antes de salir, comemos algo. «Ha estado bien. Estoy contenta». «Ha sido precioso. Envía un mensaje a Cupolo porque la organización era perfecta».
Al llegar a casa mi hijo se arroja en mis brazos y me pregunta: «¿dónde has estado?». «He ido a ver a la madre del Niño Jesús. He estado en su Casa y le he pedido muchas cosas, como...». «Sí, pero ¿me has traído algo?». «Claro». «¿Qué hacemos mañana?». Es inútil añadir muchas más palabras.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón