Apuntes de una intervención en el Santuario de la Virgen de Caravaggio, 3 de junio de 1982
Cada vez que nos reunimos para rezar a la Virgen, un estremecimiento me sobrecoge. Al presentarse ante ella, el ángel le dice: «Dios te salve, María, llena eres de gracia». Y María, cuando visita a Isabel, profetiza: «...todas las generaciones me llamarán bienaventurada...» (Lc 1, 28-30). Es una verdadera emoción, porque, al venir aquí, nosotros estamos realizando su profecía. Con nuestra presencia esta tarde damos testimonio de que esa profecía se cumple: te llamarán bienaventurada.
El reclamo que nos llega hoy de esta joven judía, María, es a la madurez de la fe.
De una chica tan joven como ella (debía tener entonces unos 15 años) debemos aprender qué es una fe madura. Si la fe no se hace adulta es inútil, si no madura acaba vaciándose y sucumbe al clima anticristiano de nuestro tiempo.
Mirando a María, queremos contemplar hoy cuáles son los factores de una fe madura, es decir, cuándo la fe alcanza su madurez. No me refiero con esto al fruto de una fe madura (una fe madura es sólida, no se deja arrastrar por el ambiente). Lo que quiero es señalar los factores que constituyen la propia fe.
Examinemos el relato de la Anunciación en el evangelio de Lucas (1,26-38): desde ese primer momento aquella joven se mostró plenamente consciente de que su vida pertenecía a Otro.
1. De hecho, éste es el primer factor de la fe: desde el punto de vista cristiano, la vida es una vocación.
Para percibir la vida como vocación es necesario tener la conciencia de que mi vida pertenece a Otro. En María esta conciencia no era en absoluto algo abstracto. Su pertenencia a Dios se concretaba en dos aspectos muy precisos:
a) María tenía que decidir sobre su futuro, sobre lo que iba a ser y cómo llegaría a ser madre. Su pertenencia a Dios determinaba lo que tendría que hacer de su vida. Pensemos en lo que sufrió, ya desde el principio, cuando sólo ella sabía lo que iba a suceder. El Señor le pedía sus días y su tiempo pertenecía a Dios. Su vida y su tiempo pertenecían a Dios.
b) La Virgen tenía muy claro que su vida pertenecía a Otro en lo concreto de su vida cotidiana. Todo pertenecía al Señor a través de un vínculo preciso, la ligazón con su pueblo.
Su vida estaba plenamente insertada en la vida de su pueblo. Lo que el ángel le anunciaba formaba parte de la historia de su pueblo. Dios lleva a cabo su plan sobre el mundo a través de una solidaridad, de una fraternidad, del vínculo con un pueblo. Se cumple aquello que el papa Pablo VI dijo en una ocasión: los cristianos dentro del mundo constituyen una especie de raza sui generis.
Si aplicamos ahora estas observaciones a nosotros mismos, advertimos lo siguiente: que tu vida pertenece a Otro es algo evidente (yo no me hago a mí mismo); pero tú perteneces a Otro mediante determinadas circunstancias cotidianas (en el trabajo y en el descanso, en todo lo que haces, desees o no hacerlo, en la fatiga y en la alegría...), en cada instante. Si fuéramos conscientes de a quién pertenecemos cuando formamos una familia, vamos a trabajar o hacemos cualquier cosa a lo largo del día, si tuviéramos conciencia de que en todos estos actos estamos construyendo Su pueblo, de que en todo eso pertenecemos a Su pueblo, ¡qué nobleza experimentaríamos en nuestra existencia!
Resumiendo, podemos decir que el primer factor de una fe madura es reconocer una Presencia que me posee en todo lo que soy y hago. Me posee para realizar un designio que se llama “pueblo de Dios”, y por el que nada de lo que vivo es inútil, ni siquiera un instante es vano: tendremos que dar cuenta de todo lo que somos y vivimos, porque todo está en función de Su designio.
2. Sigamos mirando el pasaje de la Anunciación. Veamos ahora el segundo factor de una fe madura.
El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios... El Señor Dios le dará el trono de David [aquí vemos el vínculo con el pueblo]. María contestó: hágase en mí según tu palabra»: es decir, fiat (cfr. Lc 1,30-38). Este fiat es el segundo elemento de una fe madura: es la energía de ese sí. San Pablo se referirá a Jesús como el «Amén», como el «sí» de Dios (cfr. 2Co 1, 18-20).
Esta energía es la fuerza de la voluntad, o mejor, de la libertad.
Cuando la libertad se adhiere dice: «Sí, lo reconozco». Puede darse, sin embargo, un reconocimiento que no acepte de verdad, que no se implique. Pero así mi fe se debilita, se vacía, pierde sentido. Es necesario subrayar el carácter razonable de ese «sí». ¿Por qué dijo sí María? En ese momento misterioso la Virgen intuyó que era verdaderamente un anuncio de Dios, del Dios verdadero. Así nos ha sucedido también a nosotros. Todos somos cristianos porque, de alguna forma, nos ha cautivado aunque sólo sea por un instante la intuición de que Cristo es verdadero, de que la Iglesia es verdadera, de que el misterio cristiano es verdadero. Todos hemos tenido esta intuición.
La grandeza de la Virgen es su sencillez. Ella dijo «sí» y nada más. No necesitó nada más. Nosotros en cambio siempre necesitamos algo más, otra prueba más para decidirnos.
Cristo definió la madurez de la fe comparándola con lo que un niño es. El niño siente instintivamente que pertenece a sus padres, y ante todas las cosas dice «sí», abre los ojos de par en par: no pide más confirmación que lo que ve. Eso que el niño hace por un instinto natural, el hombre con una fe madura lo hace conscientemente. Por tanto la madurez de la fe coincide con esa actitud de niño, que pasa de ser algo instintivo a ser plenamente consciente, conservando en la madurez esa misma sencillez.
3. «Entonces María dijo: “He aquí la sierva del Señor…”. Y la dejó el ángel» (cfr. Lc 1,38). Pensemos ahora en María, que se queda sola en casa, sola ante aquel anuncio desmedido que el ángel le había llevado, le había dicho.
Podía decir: «¡No he oído nada, ha sido una ilusión!». Pero no fue así. Aquí se pone de manifiesto el tercer factor de una fe madura: es la energía, la fuerza, para permanecer en el Señor, para permanecer firme ante lo que uno ha visto.
En cambio nosotros, ante la primera dificultad, empezamos a poner objeciones y decimos: «No es verdad». María está sola, le cuesta, pero se mantiene “firme”. Su sencillez encierra una gran fuerza y sinceridad. Incluso Abrahán se había lamentado, hasta Moisés había temblado: María está segura en su soledad. María es como una fortaleza, grande y sencilla. También Giannetta, aquí en Caravaggio, y Lucía, en Fátima, experimentaron la misma soledad, pero fueron sostenidas por la misma certeza, se mantuvieron firmes. Sencillez impávida (es decir, embargada por una emoción) que supo desafiar en soledad toda su vida en virtud de «aquello» que se le había anunciado. Sola ante la gente que no cree, ante el trabajo que tiene que hacer: está sola y se adhiere a su Señor.
Lo que nunca debe faltar es nuestra adhesión al contenido de la fe. Cuando cesan las emociones, cuando ya no experimentamos la caricia inicial, cuando fallan los amigos, lo que debe permanecer es la fidelidad a nuestra adhesión a Cristo.
Por tanto, los tres elementos que distinguen una fe madura son:
1. La conciencia de pertenecer a Otro (pertenencia al Cuerpo visible de Cristo, a Su Iglesia, con todo lo que somos, con lo que nos pesa, con nuestros pecados).
2. La energía del «sí»: la sencillez de la libertad. Nada se convierte en objeción. Se trata de una sencillez que hace de nosotros hombres conscientes. (Debes decir: «Sí», porque con los «pero» y los «sin embargo» nunca estarás convencido).
3. La fidelidad: la energía para permanecer en el Señor, en su Iglesia.
Ahora leo un pasaje del Santo Evangelio que en mi opinión es como el símbolo de nuestra pobre vida personal y colectiva, tan distinta de la de María: «¿Cómo es que nosotros no hemos podido arrojar a este espíritu inmundo? Por vuestra falta de fe [respondió Jesús]... Si tuvierais fe nada os sería imposible» (cfr. Mt 17,20).
En el mundo actual, nosotros, que somos cristianos, vivimos como si fuésemos epilépticos: unas veces estamos llenos de emoción y otras estamos fríos, sin esperanza ni energía. Somos frágiles y volubles: la fragilidad y la volubilidad derrumban la fe. De tal manera que la fe pierde atractivo, pierde fuerza: «el que me siga recibirá ahora cien veces más...» (Cfr. Mt 19,29; Mc 10,29-30; Lc 18,29-30). Nosotros no somos como los que han perdido la fe, pero somos frágiles y volubles. ¿Cuál es el medio para expulsar a este «demonio»? Lo dice el propio Jesús: la oración y la penitencia, el ayuno.
La oración es el reconocimiento de Alguien más grande entre nosotros: Cristo entre nosotros. Con la oración Cristo se vuelve familiar para nosotros. Tener conciencia de Su presencia (esto es apasionante, nos confiere una hondura nueva, es la conciencia de lo que es Dios que gobierna nuestro cuerpo) quiere decir ser expropiado, en cierto sentido perderse, no poseer nada: lo tenemos todo, pero se interpone una distancia. En esto consiste el ayuno: es la valentía gustosa del sacrificio. Este desasimiento con respecto a todo aviva aún más la pasión por Cristo: a los pies de la Cruz, María es de nuevo expropiada de aquello que se le había entregado. Dirigiéndose a ella desde la cruz e indicándole a Juan, Jesús le dice: «¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!» (Jn 19,26). ¡No existe una expropiación mayor! Y sin embargo allí poseía aún más, culminaba la conciencia de su pertenencia.
Pero, hablando en términos cristianos, ¿en qué consiste el desasimiento en la posesión de las cosas? En la virginidad. La virginidad es el ideal de la vida cristiana, la posesión verdadera de las cosas. Es el ideal propio de toda vocación cristiana. Esta valentía del sacrificio permite poseer todo mucho más, porque todo pertenece a Cristo, al igual que yo le pertenezco a Él.
El indicio de una fe madura es la memoria, por la que Cristo, que se hace presente entre nosotros, se vuelve familiar para nosotros en cualquier lugar (no sólo en la iglesia). De ahí nace el valor para poseer las cosas en la virginidad, como la Virgen María nos ha enseñado.
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