Una burocracia omnipresente, votaciones continuas y leyes que parten cada vez más de principios abstractos sobre la vida, la familia, la educación. Sin embargo, el Parlamento Europeo nació con una vocación bien diferente… A un mes de las elecciones, hemos pasado 24 horas en Estrasburgo, donde se pretende relegar el cristianismo a un rincón. Pero donde también se testimonia que la fe es un bien para todos
Es un pasillo largo y casi escondido –veinte metros por cuatro–, entre rollos de moqueta y alguna que otra mesa apoyada a la buena de Dios, como si fuese un trastero. Sin embargo, en sus paredes, en unos bajorrelieves de piedra negra y de buena factura, está toda la historia de Europa: el Imperio romano, Constantino, los monjes, las catedrales… Las raíces cristianas, en definitiva. Hace años estos bajorrelieves lucían en la entrada del viejo parlamento y ahora están en un rincón del comedor de funcionarios. «Me los enseñó un auxiliar alsaciano que iba a jubilarse. Vino a verme en su último día de trabajo y me dijo: “Quería despedirme, pero antes tiene que ver usted algo”. Me llevó aquí abajo cuando ya era casi de noche. Después dijo: “Usted puede entender qué valor tienen. Haga lo que sea para sacarlos de aquí”». Basta. Si tuviésemos que recoger en una sola frase los diez años que Mario Mauro ha pasado bajo la enorme bandera azul con estrellas, sería esta: volver a descubrir los orígenes. Que vea de nuevo la luz la idea que engendró a Europa. Mario Mauro, en el fondo, ha trabajado para esto. Seguirá trabajando para esto.
Aunque no se habla mucho de ello, dentro de un mes hay que votar. Es el momento de hacer balance sobre lo que se ha llevado a cabo (y él puede mostrar hechos a manos llenas: 94% de presencia en las votaciones, visitas oficiales a medio mundo, iniciativas a favor de la libertad religiosa y la vida, las PIMES, la educación, el Programa Erasmus, la delegación OSCE (The Organization for Security and Co-operation in Europe) contra la discriminación de los cristianos…), pero también es el momento de una campaña electoral que esta vez presenta una novedad de peso: Mario Mauro, de 47 años, con dos legislaturas a las espaldas, vicepresidente en activo, no es un candidato cualquiera. Podría sentarse en el sillón más alto: presidente del Parlamento Europeo. Es una candidatura fuerte, lanzada por Silvio Berlusconi, compartida por gran parte de los populares y apreciada también por el lado socialista. Es verdad que tiene todavía que ganar el voto del 6 y 7 de junio; también lo es que tiene un contrincante fuerte, el polaco Jerzy Buzek, y que los pactos entre gobiernos han sacado a escena todo un risk de nombres. Pero la ocasión está al alcance de la mano, lo cual sorprende por partida doble. Primero porque Mauro es joven, no un viejo peso político en busca de una poltrona para invernar. Y segundo porque es católico, un bagaje que a los ojos de cierta eurocracia no es precisamente un título de mérito. Conclusión: el que haya posibilidades de verlo arriba significa que en estos diez años (gracias también a él) algo ha ocurrido.
Hemos venido a Estrasburgo (una de las sedes del Parlamento Europeo, junto a Bruselas) para entender qué ha sucedido. Aquí los diputados pasan una semana al mes, cuatro días de sesión, de lunes a jueves. Se sale de Milán en coche. Quinientos quilómetros, cruzando el paso de San Gotardo (Suiza) y las tres fronteras. La última de ellas es el Rhin: a un lado, Alemania, y a otro las carreteras de la zona francófona que llevan al Palacio, una especie de Coliseo moderno de cristal y acero rodeado de canales. La hilera de las 27 banderas. El patio. La entrada. Después pasillos en los que lo primero que ves es papel. Mucho. Por todas partes. Estanterías una tras otra y hojas en una multitud de lenguas, todo traducido a todos los idiomas, incluso los letreros a la entrada de la capilla (perdón: de la “sala de meditación”), donde un día por sesión, a las ocho y media de la mañana, se puede celebrar misa. Poco a poco, se juntan unas veinte personas: la diputada eslovaca y un diputado español, el euro-burócrata alemán y los dos polacos ligados a los neocatecumenales. «Aunque hemos empezado hace poco, es un momento importante para recordarnos quiénes somos», explica Mauro. Se reza en francés, se canta en latín. No es por casualidad. «Es una lengua universal. Fíjate en esto». Muestra su insignia de parlamentario, que lleva la leyenda: «Parlamentum Europaeum». Lo contrario de Babel. «Fue una de mis primeras propuestas». Pensándolo bien, esto ya revela una determinada manera de moverse, indica realismo y la búsqueda de algo más fuerte que las divisiones.
Saludos en varias lenguas. La misa ha terminado. Un corrillo rápido en el que se intercambian saludos en varias lenguas. Después, subimos a un despacho en el piso decimosegundo. Es la hora de la reunión de equipo. Federico, Mario (becario) y Victoria. La eficentísima asistente saca de una carpeta azul los asuntos pendientes: hay que recibir al ministro bielo-ruso, varias peticiones de cita, propuestas de compañeros («esta es sobre las Olimpiadas para discapacitados: ¿la firmamos?»), invitaciones («piden que participe en un seminario en Praga sobre fraternidad y Europa: ¿qué va a hacer?»). Veinte minutos, pero son suficientes para dar una imagen sobre la mole de trabajo, muy alejada de las imágenes de una euro-casta sobre la que murmuran los periódicos. «¿Absentismo? Claro que lo hay, por favor. Pero aquí, el que quiere, trabaja». Incluso más de cuanto dice el (verdadero) hit parade sobre el trabajo de aula: Mauro es el número uno, con 368 intervenciones y 96 interpelaciones parlamentarias. Su sesión-tipo empieza con una reunión de la presidencia: de 5 a 6 horas con Hans-Gert Pöttering, el presidente alemán, y los otros 13 compañeros de la vicepresidencia, para discutir problemas concretos y órdenes del día. Cada uno tiene su terreno propio. Le compete a Mauro, entre otros asuntos, el diálogo interreligioso y el personal laboral («Yo pedí esta tarea: aquí los empleados cuentan mucho y todo se basa en las relaciones. Si no ayudas a crear un cierto clima de trabajo, todo se hace más difícil»).
Manos que pesan. Son las once, hora de bajar al aula. Es un hemiciclo enorme, en el interior de una semiesfera de madera que ocupa el centro del Palacio de cristal, con los bancos azules y los 785 sillones made in Italy, que parecen puestos para equilibrar el escaso peso del tricolor de la bandera italiana en estas salas. El sillón de Mauro, cuando no tiene el turno de presidencia, es el 143, entre los Populares. Es el grupo parlamentario más fuerte, y debería serlo más aún después de las elecciones. En el orden del día, votaciones sobre todo o casi todo: medidas contra la crisis y limitaciones a los pesticidas, roaming telefónico y acuerdos con el Turkmenistán, en una rápida secuencia en varias lenguas de “a favor-en contra-abstenciones-aprobado”.
Así vista, desde aquí arriba, parece que la máquina funciona a las mil maravillas, frente a las imágenes que se tienen de lejos. Pensad en cómo ese alzar de manos pesa cada vez más en nuestras vidas. Dinero. Trabajo. Educación. Familia. Ya se decide casi todo aquí arriba. Si es cierto que 8 leyes sobre 10 son aplicaciones de directivas europeas y que cada vez, lobbies de todo tipo aparte, hay más valores abstractos e intangibles (la auto-determinación, la no discriminación…), que engendran –y desvían– estas leyes, uno se da cuenta de qué trascendencia tiene el que en estos escaños se sienten personas con una idea clara acerca de Europa: «Debe servir al hombre. O partimos de ahí o se desvía todo». Y para servir al hombre, Europa debe volver a sus orígenes: «No se trata de abanderar pertenencias, sino de hacer una pregunta, muy sencilla. Europa nació con los benedictinos. Bien: ¿quiénes son los benedictinos de hoy?».
Las batallas de estos años sobre la libertas Ecclesiae (y contra un cierto clima: en Estrasburgo, por ejemplo, la Iglesia ha sido censurada por «violación de los derechos humanos» más a menudo que China o Cuba), en el fondo nacen de esto, del deseo de tutelar un bien para todos. Y se trata de un deseo que hay que jugar día tras día, encuentro tras encuentro. «Por ejemplo, las relaciones entre personas son esenciales. En un ambiente marcado por fuertes contraposiciones sobre ciertos temas, se corre siempre el riesgo de viciar las relaciones, de vivirlas de forma ideológica. Si pierdes de vista el objetivo, es inevitable que esto suceda. Tienes que abrirte a algo distinto para no acabar tú mismo determinado por la ideología».
Mauro cuenta que lo comprendió casi de golpe hace algunos años. Fue hacia el final de su primera legislatura, «2002 ó 2003, no lo recuerdo con precisión». Ya entonces se hablaba de bioética y de embriones. Algunos eurodiputados empezaron a envenenar Internet con comentarios sobre «el católico inhumano que con tal de defender la moral de la Iglesia se olvida hasta de su hija». Se referían a su hija mayor, con 18 años recién cumplidos y un problema de esos que los profetas del cientificismo juran una y otra vez que pueden resolver de un plumazo, «si tan sólo nos dejasen experimentar libremente». Imaginaos la herida que abrieron. «Pensé: ¿pero qué estoy haciendo? ¿De veras me he reducido a ser el pro-vida que defiende a toda costa una ideología? Aquello me obligó a ir al fondo de la experiencia que vivo. A compararla con mi corazón. Entonces no tuve más remedio que reconocer que Cristo lo es todo para el hombre, para mí. Y empezó una aventura nueva. Más libre. Ahora mi aproximación a estos problemas es bien distinta».
Quizás la palabra justa para expresar este cambio es sólo una: testimonio. Algo que obliga a quien se encuentra –o se desencuentra– con él a hacer cuentas no con una serie de ideas, sino con un tipo de vida. Lo ves con claridad meridiana en el trayecto que lleva al restaurante de los diputados, una especie de mesa empresarial que no tiene nada que ver con la buvette (el bar interno) y los estucos de Montecitorio, sede del Parlamento italiano (allí la única huella que queda de sacralización de la política está en el envaramiento de algunos empleados, no todos). Basta el tono del «Hola» cambiado con Mauro Cappato (del Partido Radical, en teoría el «archi-enemigo» político) o el abrazo de Gianni Pitella, cabeza del grupo del Partido Democrático de izquierdas, o el intercambio de saludos interlingüístico con Martin Schulz, el líder socialista, para entender que no se trata de formalidades entre compañeros que militan en bandos opuestos. Es verdadera estima. Es una capacidad –esta sí, catolicísima– de entrar en relación con todos.
San Jorge y el dragón. Volvemos a hablar de ello durante la comida con Antonio Preto, jefe de la secretaría del comisario europeo Antonio Taiani y amigo de Mauro desde los comienzos. Alguien que se conoce al dedillo la maquinaria del Parlamento, y que explica que «el Parlamento debería ocuparse de menos asuntos pero más de cerca» y sobre todo «recuperar su vocación original». Vocación. Es una palabra extraña en política. «Sin embargo, tiene que ver», rebate Mauro: «Las personas y las instituciones tienen el mismo problema: ser fieles a su naturaleza y a su tarea. Por eso el hecho de vivir la fe plantea el mismo problema a las instituciones europeas que a la vida: cuando nacieron, tenían una perspectiva; si la eliminas, reniegas de ellas». Lo que no significa que haya que empuñar la espada y correr tras los estandartes («si te crees San Jorge, no llegarás muy lejos», observa Preto: «Aquí el dragón muerde, y hace bastante daño…»). «La cuestión no es imponerse al otro, es ayudarle a que salga su humanidad –añade Mauro– Es una cuestión de Mayéutica». Eso está bien para los licenciados en Filosofía… «No, es un hecho concreto: piensa en cómo ha cambiado, personalmente, Maurizio Sacconi, Ministro de Trabajo Italiano, involucrándose en el caso Eluana: no porque estuviese convencido de una idea, sino porque había hecho cuentas con su humanidad».
La labor de la tarde empieza en el estudio de televisión, en los recovecos del Parlamento. Se está grabando Iceberg, para Telelombardia. Invitados, junto a Mauro, un diputado de la Liga Norte, otro del Partido Democrático, y otro de la extrema izquierda. Listos, vamos allá. A la primera pregunta sobre que opinan de que Mauro sea presidente, todos asienten, dejando de lado curiosamente las divisiones políticas que llevarán la siguiente hora y media de transmisión. Un mezcla de afición nacional («pero fijaos que están con él hasta los de la Liga Norte», deja caer el diputado de la Liga) y estima personal. Y así también se entiende mejor de dónde nacen ciertas «pequeñas obras maestras de política», como llama Ricardo Ribera, uno de los directores generales del Parlamento, a la resolución que han votado todos los grupos contra la persecución de los cristianos en el mundo: «Si hay algo que reconocerle, es que Mauro está intentando volver a introducir una dimensión cultural en los trabajos del aula. Cuando trajo la exposición sobre El realismo de Gaudí y la construccion de Europa, en diciembre, invité a mis funcionarios a que fueran a verla. Para entender Europa, hay que mirarla con los ojos que la concibieron».
Los padres fundadores. Quién sabe si a don Giussani se le pasó todo esto por la cabeza cuando le dio a Mauro un folio de papel que selló su primer contacto con Europa. «No lo he contado nunca antes, pero fue así. Acababa de graduarme, en 1985. Fui a verle. Él, como regalo de graduación, me envío una oferta que había llegado de Roma: quince días en la Nunciatura de Estrasburgo, para un seminario de jóvenes europeos para discutir sobre las fronteras…»
Fronteras como las de ese largo pasillo entre los cristales del atrio, en la planta baja. Es una reproducción del Rhin con olas de pizarra gris, la piedra con que se hacen los tejados en esa región. Te explican que es un símbolo: la frontera que se convierte en punto de unión. Aquí parecen obsesionados por los símbolos. Pero, al menos este, es acertado. En el fondo, era la idea de los padres fundadores, De Gasperi, Adenauer, Schuman: «Lo que nos une es más fuerte que lo que nos divide». Lo repite también Mauro a los colegiales de Lodi que visitan el Parlamento al final del día, después de dos o tres horas de votación sobre el balance en el aula del grupo popular: saludos, preguntas, diez minutos dedicados a lo que es Europa y cómo funciona su Parlamento. La explicación de cómo nació la bandera europea, con las doce estrellas que recuerdan al manto de la Virgen (a propósito de raíces cristianas). Y ese mensaje claro, «portaos bien cuando volváis al colegio y aunque os peleéis: lo que nos une es más fuerte que lo que nos divide». No es una afirmación sentimental. Encierra la idea de “corazón” y la de “católico”, es decir, universal. Lleva en sí su propia experiencia. Lleva en sí a Mario Mauro.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón