Algunos pasajes del discurso en el Santo Sepulcro en Jerusalén. 15 de mayo
Ante este Santo Sepulcro, donde el Señor «ha vencido el aguijón de la muerte abriendo a los creyentes el Reino de los Cielos», os saludo a todos en el gozo del tiempo pascual. […] El Evangelio de san Juan nos ha transmitido una sugerente narración de la visita de Pedro y del discípulo amado a la tumba vacía la mañana de Pascua. Hoy, a distancia de casi veinte siglos, el sucesor de Pedro, el obispo de Roma, se encuentra frente a la misma tumba vacía y contempla el misterio de la resurrección. Siguiendo las huellas del apóstol, deseo una vez más proclamar, ante los hombres y mujeres de nuestro tiempo, la sólida fe de la iglesia en que Jesucristo «fue crucificado, murió y fue sepultado», y que «al tercer día resucitó de entre los muertos». Elevado a la derecha del Padre, nos ha enviado su Espíritu para el perdón de los pecados. Fuera de Él, a quien Dios ha constituido Señor y Cristo, «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4, 12).
Al encontrarnos en este santo lugar y considerando ese asombroso acontecimiento, ¿cómo podríamos no sentirnos con el «corazón conmovido» (Hch 2, 37) como los primeros que escucharon la predicación de Pedro en el día de Pentecostés? Aquí Cristo murió y resucitó, para no morir nunca más. Aquí la historia de la humanidad cambió definitivamente. El largo dominio del pecado y de la muerte fue destruido por el triunfo de la obediencia y de la vida; el madero de la cruz revela la verdad sobre el bien y el mal; el juicio de Dios fue pronunciado sobre este mundo y la gracia del Espíritu Santo fue derramada sobre toda la humanidad. Aquí Cristo, el nuevo Adán, nos ha enseñado que el mal nunca tiene la última palabra, que el amor es más fuerte que la muerte, que nuestro futuro y el de la humanidad está en las manos de un Dios providente y fiel.
La tumba vacía nos habla de esperanza, la misma que no defrauda, porque es don del Espíritu Santo, que nos da la vida (cfr. Rm 5, 5). Este es el mensaje que hoy deseo dejaros, al concluir mi peregrinación a Tierra Santa. ¡Que la esperanza se eleve nuevamente, por la gracia de Dios, en el corazón de cada persona que vive en estas tierras! Que pueda arraigarse en vuestros corazones, permanecer en vuestras familias y comunidades e inspirar a cada uno de vosotros un testimonio cada vez más fiel del Príncipe de la Paz. La Iglesia en Tierra Santa, que continuamente ha experimentado el oscuro misterio del Gólgota, no debe nunca dejar de ser un intrépido heraldo del luminoso mensaje de esperanza que proclama esta tumba vacía. El Evangelio nos dice que Dios puede hacer nuevas todas las cosas, que la historia no necesariamente se repite, que las memorias pueden ser purificadas, que los frutos amargos de la recriminación y de la hostilidad pueden ser superados, y que un futuro de justicia, de paz, de prosperidad y de colaboración puede surgir para cada hombre y mujer, para toda la familia humana, y de manera especial para el pueblo que vive en esta tierra, tan querida por el corazón del Salvador. […]
Este lugar santo, donde la potencia de Dios se reveló en la debilidad, y los sufrimientos humanos fueron transfigurados por la gloria divina, nos invita a mirar una vez más con los ojos de la fe el rostro del Señor crucificado y resucitado. Al contemplar su carne glorificada, completamente transfigurada por el Espíritu, llegamos a comprender más plenamente que también ahora, mediante el Bautismo, llevamos «siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Co 4, 10-11). ¡También ahora la gracia de la resurrección está actuando en nosotros! […]
Rezo para que la Iglesia en Tierra Santa obtenga siempre una mayor fuerza de la contemplación de la tumba vacía del Redentor. En esa tumba está llamada a sepultar todas sus ansiedades y temores para resurgir nuevamente cada día y proseguir su viaje por los caminos de Jerusalén, de Galilea y más allá, proclamando el triunfo del perdón de Cristo y la promesa de una vida nueva. Como cristianos, sabemos que la paz que anhela esta tierra lacerada por los conflictos tiene un nombre: Jesucristo. «Él es nuestra paz» que nos ha reconciliado con Dios en un solo cuerpo mediante la Cruz, poniendo fin a la enemistad (cf. Ef 2, 14). En sus manos ponemos toda nuestra esperanza en el futuro, como lo hizo Él en la hora de las tinieblas poniendo su espíritu en las manos del Padre. […]
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