Los muertos, los desplazados, los escombros, las necesidades más urgentes. ¿Qué está sucediendo ahora en los Abruzos azotados por el terremoto? Hemos ido a comprobarlo. Y hemos podido ver en vivo «esa flor que nace de la fe»: la esperanza que anima a las personas y a todo un pueblo, sostenida por la presencia de la Iglesia y la visita del Santo Padre
Hace un día espléndido. Son las once de la mañana y el sol ya calienta. Durante la noche todavía el termómetro está por debajo de los diez grados. Daniela sube por la calle con una cesta de ropa. La ha escurrido un poco más abajo, junto a una fuente. Tras ella Cármine y Daniele, dos universitarios de Téramo, con dos recipientes de agua llenos a rebosar. Quieren ayudar a Daniela a regar las flores de su jardín. Los brotes primaverales se están secando. Desde la noche del 6 de abril nadie los ha regado. Han pasado pocos días. El ruido sordo de esos 22 segundos en los que la tierra arrasó la ciudad. «Todavía lo tengo metidos dentro de los oídos», comenta Daniela.
Es de Milán, está casada con Marco Gentile, químico en una empresa farmacéutica de la zona. Tienen tres hijos, la mayor estudiando en EEUU. Son de CL y viven en la capital de los Abruzos, L’Aquila, desde hace quince años. Su casita es nueva, está en San Elías, en la pendiente que desciende hasta el río Aterno, el que nace en los Abruzos y luego baja hacia Sulmona y Pescara para desembocar en el Mar Adriático. Viven a cinco kilómetros de la ciudad, diez minutos en coche hasta el centro, que hoy ya no existe.
Durante varios días las portadas dedicadas al terremoto mostraban escombros, rostros desencajados, lágrimas. Se habla de trescientos muertos, mil quinientos heridos, decenas de miles de desplazados, realojados desde los campamentos hasta la costa de Téramo. Hay algo que sin embargo muchos no han contado. En torno al marido de Daniela, Marco, se han ido dando desde el primer día un sinfín de hechos e historias con un común denominador. Marco lo resume así: «Una esperanza insospechada, fruto de una correspondencia que sigue dándose aún en medio de las dificultades». Una esperanza que lo abarca todo, el dolor, las preocupaciones, el miedo, la alegría. Algo de otro mundo que nace de la fe en Cristo y en ella echa sus raíces.
Cuando llegas a la zona afectada por el terremoto lo primero en lo que piensas es en la esperanza. En la calle principal de San Elías estaciona una autocaravana. La ha traído de Milán Piero, el cuñado de Marco. Así Marco y Daniela pueden estar cerca de su casa. La casita tiene sólo algunas grietas, aquí y allá. Pero continúa habiendo réplicas. Y aunque los bomberos han dicho que no hay peligro, siguen teniendo mucho miedo. Con dificultad y con mucho cuidado, Daniela abre la puerta de su casa. «Hemos tenido mucha suerte…», dice mientras nos enseña la cocina maltrecha, caminando sobre una alfombra de cascotes y desconchones. Aquí el terremoto ha sido menos destructivo. Pocos derrumbamientos, sólo algunas casas seriamente dañadas. «Vamos fuera, que tengo miedo». Volvemos a la autocaravana, hay otra al lado. En ella están los vecinos de los Gentile. También es un “préstamo”: tras la iniciativa de Piero, Marco y los amigos de la Compañía de las Obras de los Abruzos pensaron que podía ser útil facilitar casas móviles para permitir que los damnificados estuvieran cerca de sus viviendas, a la espera de que les certificaran la habitabilidad. Dicho y hecho. La de los vecinos se la ha traído Cristiano, de Tolentino. La compró el año pasado: «Te dejo parte de mi corazón», le dice al vecino de Marco cuando le entrega las llaves. El vecino se conmueve y suelta: «¡Pero es increíble! Cristo es el único que hace las cosas gratuitamente». «Cristo. Precisamente», Cristiano le sonríe.
Hemos quedado con Marco para comer en un centro comercial que ya ha podido abrir de nuevo sus puertas al público. Mientras vamos hacia allá, me impresionan las casas en ruinas y pienso en los muertos que se han quedado debajo, cruzamos la ciudad desierta me fijo en las casas en la ladera de la montaña, todas llenas de grietas, medio derrumbadas, torcidas… Aquí hay que volver a hacerlo todo, hay que reconstruir todo. Empezando por una economía que no tendrá nada fácil volver a despegar. Desde 1908, cuando quedó arrasada la ciudad siciliana de Mesina, nunca un terremoto había vuelto a golpear una gran ciudad. De los setenta mil habitantes de L’Aquila, más de veinte mil eran estudiantes, en su mayoría provenientes de otras zonas de Italia: una parte importante del dinero que se movía venía de ellos, de lo que consumían, de lo que compraban. Ahora la Universidad está derruida. Casi todos los edificios se han derrumbado. Ya no hay servicios: el hospital está impracticable, la comisaría y los juzgados se han desmoronado junto con casi todos los colegios del centro. Incluso las parroquias, antes la llamaban “la ciudad de las cien iglesias”. Ahora sólo han quedado cinco en uso.
En el centro comercial las tiendas están abiertas, vacías pero abiertas. Marco está sentado delante de una pizza, con una pierna por fuera de la silla: «Si percibes una vibración, ponte a correr. Hay que salir inmediatamente…», dice antes de nada. Tiene cara de cansado, ha vuelto a trabajar en la empresa. No hace el trabajo habitual porque hay que volver a poner en marcha la estructura. Y además hay que ayudar a mucha gente que lo ha perdido todo, desde amigos muy cercanos a simples conocidos, y no sólo a ellos. «Mi primera preocupación, tras asegurarme de que toda la familia estaba sana y salva, fue la de buscar a todos mis amigos. No faltaba nadie, gracias a Dios todos estábamos bien».
Buscarse unos a otros. Es lo mismo que nos había contado don Luigi, el párroco de la Universidad, con el que habíamos estado por la mañana. Veintiocho años, con muchos parroquianos bajo los escombros del centro de la ciudad, donde se alzaba el ateneo. «Nos buscábamos entre la oscuridad y el polvo: era increíble. Precisamente cuando uno piensa que tiene que preocuparse sólo de sí mismo… en cambio, lo que surge es la necesidad del otro, de que el otro siga estando allí».
Marco tiene que volver al trabajo. Volvemos a la autocaravana con Francesco, doctorando en Física en L’Aquila. En junio se va a casar con Valentina, son de Pescara, pero celebrarán la boda aquí, donde está su vida. La noche del terremoto los dos estaban en la costa, tenían que llevar los papeles de la boda al Ayuntamiento. La casa de Valentina ha quedado destrozada. «Queremos quedarnos aquí. No estamos locos, ni es el orgullo lo que nos mueve. Pero esto es lo que nos toca y tenemos que responder». De nuevo en San Elías, donde está lo que se ha convertido en el corazón de la comunidad local de CL en la ciudad. Esa autocaravana siempre abierta, con una mesa de plástico fuera… Y un montón de gente que se para a charlar, a reír, a contarse cosas: adultos, universitarios, chicos. Llega Gino, que es médico laboral. Está moreno, como tantos otros que en estos días de sol se ven obligados a permanecer al aire libre por las réplicas continuas. Su casa, que está en la ciudad, se puede reparar, pero ahora lo que hace falta es bloquear el crédito. Su mujer, Grazia, y sus dos hijos, Paolo y María, están en Térmoli. El se ha quedado en una autocaravana con sus padres en Poggio Picenze, a pocos kilómetros de Onna y de Pagánica. «Nos lo esperábamos desde varios días antes. Teníamos un plan para escapar en caso de emergencia. Aquella noche María, de casi un año, lloraba porque le están saliendo los dientes. Grazia se la trajo a nuestra cama. No lo hacemos nunca… Conseguimos escapar, cuando por la mañana volvimos para recuperar algunas cosas encontramos su camita cubierta de escombros». Hoy son muchas las preocupaciones. Gino y Daniela repasan todas mientras llegamos a Onna. La casa, el colegio de los hijos, el trabajo… Pero cuando más podría haber un indicio de desesperación, más te das cuenta de que eso no va a pasar en absoluto. No hay engreimiento ni rebelión ante lo que ha sucedido. Ni mucho menos rabia. Se nota con todas las personas con las que te encuentras: la pregunta que tienen dentro no es por qué ha sucedido esto, sino cómo mirarlo de frente y vivirlo. Por las calles y entre las tiendas caminan sacerdotes y religiosas sin que nadie les grite por qué Dios ha permitido que sucediera esto. Don Luigi pensaba que podría haber ocurrido: «Casi me daba miedo salir vestido de cura. Pero la gente se me acercaba, me buscaba. Buscaban enseguida a sus sacerdotes, a su Iglesia. El de los Abruzos es un pueblo que tiene una fe fuertemente arraigada».
Grazia, la mujer de Gino, que es profesora, nos cuenta: «Mi hijo tiene tres años. Ahora estamos en Térmoli, con mi familia. Un día se lanzó a su abuelo que acababa de llegar: “¿Te quito la chaqueta? ¿puedo pasarte las páginas del periódico?”. Es esto, él tiene más presente que yo lo que significa estar frente a la realidad. Lo importante es servir a Cristo en la forma que Él elige para ti. Lo ves en el día a día, en las cosas pequeñas y en las grandes. Debemos mirar lo que tenemos delante. Hoy lo único que nos queda es este “sí” que podemos decir siempre, ante lo que nos toca vivir». No son palabras. Cuando ves Onna, completamente arrasada… aquí no hay nada que hacer, piensas. Pero no. La Iglesia sigue en pie. No la de ladrillos, que se ha derrumbado con el resto del pueblo. Don Cesare, el párroco, dice misa en una tienda de campaña. Tiene prisa, tiene que visitar a mucha gente, tiene muchas cosas que hacer. Pide que le ayuden a vaciar la zona contigua a la tienda azul de la nueva iglesia, los bomberos le han prometido un campanario, una estructura de tubos en la que poder colgar dos campanas que se han rescatado de los escombros. «Son para llamar a la gente a misa». En estos días lo ha hecho una anciana superviviente del pueblo, con dos hijos muertos en el terremoto, que se paseaba con una campanilla para recordar a todos la hora de la misa. Algo parecido sucede en San Elías, en el campamento donde, antes de que llegaran las duchas, ya habían levantado una gran cruz de madera en el centro del campo con unos bancos alrededor.
En Pagánica, queda Ada, del movimiento. Sus padres, ya ancianos, tienen un establo con animales debajo de la casa. No se ha hundido, pero teniendo allí a los animales no se pueden ir. Se han instalado en una construcción de cemento armado, adaptada lo mejor posible. Entre balas de paja y aperos de trabajo, una estantería que hace de despensa y una vieja cocina. En otra zona más arreglada, las camas. En torno a una vieja mesa charlamos un poco, contentos de poderlo contar. Se puede hasta bromear o pensar en los próximos Ejercicios de la Fraternidad: «Ada, ¿vas a poder ir a Rimini?» «Sí, sí», responde enseguida. Está claro lo que ahora importa. «Sí, porque que la vida es un don nos lo hemos repetido muchas veces, pero ahora esas palabras se han hecho carne», dice Gino cuando volvemos a la autocaravana. Están también allí Mateo y Graziella, su coche está aparcado ahí al lado, con los pequeños Giovanni y Andrea, que duermen en sus sillitas. Marco viene con su amigo Paolo. Tienen que decidir con Tonino y Pasquale, de la Compañía de las Obras de Pescara, dónde van a poner el contenedor que llega al día siguiente, para crear un punto de primera ayuda para las empresas de la zona. Van a venir para echar una mano los universitarios de CL, van a llevar la asistencia extraescolar en el campamento, que atenderán por turnos. La reunión se celebra a cielo abierto, junto a la autocaravana. Al fondo las montañas nevadas de la zona de L’Aquila. «Está decidido, comenzamos el lunes». Sirviendo a Cristo, allí donde nos llama, como decía Grazia. «Hoy –dice Marco mientras cenamos con Daniela en el campamento de San Elías– miro a Grazia. La sigo a ella, porque tiene más claro lo que es realmente importante. Nos lo dijo incluso un amigo que vino a visitarnos: el terremoto lo ha barrido todo, no sólo las cosas materiales. Hoy Dios ya no puede ser un simple pensamiento. Ahora nos apremia reconocer su Presencia. Lo necesitamos. Esto es lo que importa». Y se ve. Porque esta gente está alegre. Como el obispo monseñor Giuseppe Molinari, al que fuimos a visitar con Marco para hacerle una entrevista, pero enseguida nos dimos cuenta de que en lugar de hacerle preguntas, bastaba con mirarle. Trescientos muertos, trescientos hijos. El se salvó de milagro, no estaba en la cama porque se encontraba mal. La habitación se hundió. Setenta y un años, esta es su tierra, su gente. «¿Por dónde hay que empezar, Excelencia?». «Por Cristo», dice llevándose una mano al crucifijo que lleva en el pecho.
«Don Giuseppe es verdaderamente un padre», dice Marco cuando estamos volviendo. También lo dirá del Papa, tras la visita del 28 de abril: una gran paternidad. Y lo dirá también Stefano, uno de los doce estudiantes que esperaban a Benedicto XVI delante de la Residencia en la que murieron tantos compañeros suyos: no nos hizo fáciles promesas, no pronunció un discurso. Se interesó por nosotros, estuvo con nosotros. “¿Qué estudias?”, “¿En qué curso estás?”, a cada uno personalmente. Nos abrazaba». Como lo hace un padre, escribe en una carta Grazia: «Porque ante un hijo que lo ha perdido todo, la casa, los seres queridos, el trabajo, ¿qué es lo que hace un padre? En primer lugar va a visitarlo (ha venido a vernos), le abraza, reza por él, intenta ayudarle a que levante la mirada (nos exhortó a mirar a la Virgen) y después le da lo más valioso que tiene (el Palio)».
Un abrazo que se reconoce incluso en la solidaridad mostrada por los habitantes de la costa de los Abruzos, donde la gente ha acogido, entre Giulianova y Francavilla, a más de veinte mil desplazados de L’Aquila.
Tanta gente que se ha puesto inmediatamente manos a la obra. Desde la Protección Civil, alojada en Giulianova, en el Centro de Servicios para el Voluntariado de la provincia de Téramo, hasta los estudiantes de los últimos cursos escolares, pasando por obras de misericordia, asociaciones, grupos ultras de los equipos de la zona, ongs más o menos grandes… Entre ellos, unas veinte mil personas de toda edad y condición que se han puesto en marcha espontáneamente. Prácticamente una por cada una de las víctimas del terremoto. «Hemos ayudado a un productor de mozzarella a vender sus productos a las grandes redes de distribución del norte de Italia. Antes su principal mercado era L’Aquila», nos dice Giuseppe Ranalli, presidente de la CdO de los Abruzos, que se ha ocupado de buscar autocaravanas para los desplazados y de ayudar a las empresas. Mimmo, del Banco de Alimentos de Pescara, nos cuenta que desde el terremoto han trabajado sin parar. Hay que reabastecer a las entidades habituales y atender a la demanda de todos los que llegan a los centros de acogida. Además de recibir todas las donaciones que llegan, camiones cargados con los alimentos recolectados en toda Italia o los envíos de paquetes de comida que mucha gente corriente envía. Pasa lo mismo en los Bancos de Solidaridad de Téramo y Roseto, la “primera línea” de acogida, donde hay cola para un par de zapatos o un mono de trabajo. Las caras de los voluntarios retratan jornadas y noches en las que no se ha escatimado nada. ¡Es tanto lo que se ha dado! Lo que se pedía. Todo. Peppino, Marco, Marino; Gennaro, Mauro, Simone… hasta Guglielmo, de 15 años, de Roseto. La realidad pedía servicio. «Desde el primer momento –apostilla Marco, uno de los responsables del Banco de Solidaridad de Roseto–. Mi mujer Loredana estuvo toda la noche con una vecina, atemorizada con la idea de haber perdido a sus padres que estaban en L’Aquila. Luego, a las siete de la mañana, todo se hizo más claro cuando llegaron los primeros trescientos aquilanos en pijama. No sabían ni siquiera qué es lo que necesitaban».
«Es como si providencialmente hubiera resurgido un pueblo y, sobre todo, la evidencia de lo que es esencial, de lo que está realmente en el fondo de cada cosa, de lo que le da significado. Es un pequeño brote que surge entre los escombros». Es el comentario de Marco Gentile al final de una parrillada en Téramo, la ocasión para que muchos aquilanos de CL vuelvan a verse desde aquella noche. Los niños se abrazan, hablan entre ellos de ese monstruo que agarró su casa y la sacudió. Cada uno tiene una historia que contar. Cantan juntos: «Il nostro cuore non si è perduto... Della morte, della vita, del presente e del futuro la tua gente non ha paura, la tua rocca sta sicura» (Nuestro corazón no se ha perdido... Ni de la muerte, ni de la vida, ni del presente, ni del futuro, tu gente no tiene miedo, tu roca está segura). Pone los pelos de punta, pero no se puede negar que es verdad, basta con escuchar a esta gente. Basta con mirarles, estar con ellos. Sin florituras. La esperanza está aquí. En estos rostros. Una esperanza para todos. Incluso para el que lo ha perdido todo. Hasta un hijo. Lucilla nos habla de un alumno suyo, Filippo, uno de los que preguntaba, de los que provocaba. Murió en el terremoto. En el funeral se acercó a su madre. Le habló de las preguntas de Filippo y le dijo que los ocho mil chicos de GS reunidos en Rimini para el Triduo iban a pedir por él esa noche. La madre se echó en sus brazos: «Me dijo llorando “Yo no te abandono” –continua Lucilla–. Pero no me lo decía a mí. Se lo decía a Cristo».
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