Pensábamos saber todo de lo que ha sucedido en los Abruzos: los veintidós segundos de movimientos sísmicos, las víctimas, los derrumbes y los escombros que las imágenes de los telediarios mostraban repetidamente. Lo suficiente para querer dar espacio a otra cosa, al deseo de volver a empezar, de levantar cabeza. Un deseo que está cargado de preguntas: ¿Desde dónde comenzar? ¿Cómo hacerlo? ¿En qué apoyarse para empezar de nuevo a construir, si todo lo que teníamos lo hemos perdido en un momento?
He aquí la sorpresa. Muchos amigos que lo han perdido todo empiezan a mirar a su alrededor y a descubrir en sí mismos algo que no se ha derrumbado, que sigue en pie. Un terreno más sólido que las rocas de L’Aquila, donde apoyar los pies. Sobre esa roca muchos apoyamos ya los pies. Esa roca que resiste los golpes de la suerte es la fe, el reconocimiento de la presencia de Cristo y de su abrazo misterioso e imponente.
Se ve en multitud de testimonios que llegan desde esa tierra herida y se vio con claridad solar el día de la visita de Benedicto XVI, en los rostros jóvenes y serenos, incluso alegres, que rodeaban al Papa ante los restos de la residencia de los estudiantes. El Papa se mostró con ellos más padre que nunca, les abrazó uno a uno testimoniando su certeza en la Resurrección, en una Presencia que ha vencido la muerte y que se demuestra más fuerte que la catástrofe: «Fue como ver a niños asustados por un peligro oscuro y a un padre que les dice “¿Hijos, por qué teméis?”. Yo sé lo que os ha pasado y sé que todo el mal ya ha sido vencido».
En este terreno se juega una partida decisiva, tanto para los afectados por el terremoto como para cada uno de nosotros: esa verificación de la fe de la que nace el brote de la esperanza cristiana. Ante las provocaciones y las sacudidas cotidianas de la fatiga, el dolor o la crisis, pero también ante la belleza o el gusto que experimentamos. ¿Por qué suceden? ¿Qué sentido tienen? ¿A qué nos llaman? ¿Quién nos provoca a través de esas circunstancias?
«Para nosotros las circunstancias no son neutras, no suceden sin sentido alguno; no son cosas que haya que soportar sin más, o sufrir estoicamente. Son parte de nuestra vocación. Dios, el Misterio bueno, nos llama, nos desafía, nos educa a través de ellas. Las circunstancias tienen todo el espesor de una llamada, forman parte del diálogo de cada uno con el Misterio presente», nos dijo Julián Carrón en los Ejercicios de la Fraternidad de CL a finales de abril. Todo empieza allí: ante el reto de las circunstancias podemos comprobar que el contenido y el método de la fe coinciden. La Virgen, a quien en este mes de mayo contemplamos de manera especial, nos enseña qué es una fe madura. Como ella, también nosotros seguimos la Presencia que nos llama a través de todas las circunstancias, para afianzar nuestro camino sobre ese terreno sólido que permite construir siempre y volver a empezar de nuevo.
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