Eminente fariseo, uno de los hombres más ricos de Jerusalén. Sólo Juan habla de él en su evangelio. El largo coloquio con Jesús durante toda la noche. En el Sanedrín antes de Pascua, en defensa del Nazareno. Con José de Arimatea acerca del cuerpo de Cristo
«Había un fariseo llamado Nicodemo, jefe judío. Este fue a ver a Jesús de noche y le dijo: “Rabí, sabemos que has venido de parte de Dios, como maestro; porque nadie puede hacer los signos que tú haces si Dios no está con él”...». Comienza así el capítulo tercero del evangelio de Juan, en el que se lee acerca del encuentro nocturno entre el “maestro” de la Ley miembro del Sanedrín y el Rabí Nazareno, que desde hacía poco había comenzado su vida pública.
Nicodemo, cuyo nombre, Nikodemos, significa “vencedor del pueblo”, era un eminente fariseo, uno de los tres más ricos de la ciudad de Jerusalén. Es posible que se trate de la misma persona de la que el estudioso David Flüsser ha encontrado rastro en las fuentes rabínicas, que lo definen como “hijo de Gorión”. Habría perdido la vida durante la guerra judeo-romana del año 70, después de que los zelotas saquearan sus propiedades. En los evangelios sólo habla de él el discípulo predilecto, Juan, que probablemente estaba presente en aquel primer encuentro, cuando Nicodemo quiso conocer a Jesús y hacerle algunas preguntas, después de quedar impresionado por lo que decía y hacía. Su condición social y su formación intelectual farisaica le habían inducido a una cierta reserva con respecto al interlocutor, y por eso había decidido ver al Nazareno por la noche, lejos de miradas indiscretas, en la penumbra iluminada por un candil. El coloquio es largo, quizá durara toda la noche, aunque el evangelista nos proponga sólo los momentos más importantes.
Soplo de viento
Nicodemo comienza su discurso reconociendo que el origen de la misión de Jesús no podía ser humano: «Sabemos que has venido de parte de Dios, como maestro...». En la respuesta hay una referencia a esta consideración. «Jesús le contestó: “Te lo aseguro, el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios”». El ilustre fariseo debía ser demasiado inteligente para interpretar estas palabras en sentido material, dado que también sus colegas rabinos hablaban de renacimiento en sentido espiritual «aplicándolo - observa Giuseppe Ricciotti en su Vida de Jesucristo - a los que se acercaban al Dios de Israel desde la impiedad o desde el paganismo». Pero a Nicodemo parece escapársele el significado encerrado en la frase de Jesús y, para provocar que se explicara y que hablara más, se finge un poco obtuso de mente: «¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo? - pregunta -. ¿Acaso puede por segunda vez entrar en el vientre de su madre y nacer?». El Nazareno responde haciendo volver al fariseo a la condición de ignorante aprendiz y le explica que no se puede ver el reino de Dios si no se ha entrado ya en él, y entrar en él no es el efecto del esfuerzo o del ingenio humano: «En verdad, te digo: el que no nazca del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que nacido de la carne, es carne; lo que nacido del Espíritu es espíritu. No te asombres de que te haya dicho: Tenéis que nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu». En hebreo la palabra “espíritu” quería decir también “soplo de viento”, y justamente este doble significado permite a Jesús explicarse: aunque invisible e incontenible, el soplo de viento es real. Del mismo modo el Espíritu no puede manipularse con argumentos humanos. Aquí la alusión al bautismo de Juan el Bautista es evidente: la gracia divina produce un cambio en la raíz del ser, hace nacer a una vida nueva.
Testimonio
En la penumbra iluminada a duras penas por el candil, Nicodemo replica: «¿Cómo puede suceder esto?». Cristo responde: «Y tú, maestro de Israel, ¿no lo entiendes? Te lo aseguro, de lo que sabemos hablamos, de lo que hemos visto damos testimonio. Si no creéis cuando os hablo de la tierra, ¿cómo creeréis cuando os hable del cielo? Porque nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida». El relato evangélico alude solamente a las observaciones de Jesús, como pertenecientes a un solo discurso, pero es probable que el fariseo interviniera varias veces para pedir explicaciones o para replicar.
«Tanto amó Dios al mundo - continúa Jesús - que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él sino que tengan vida eterna. Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios». «Esta es la causa de la condenación - concluye Jesús con una metáfora que parece hacer referencia a las circunstancias del coloquio, acaecido a la luz de un candil - : que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios».
Como Agustín
¿Con qué estado de ánimo escuchó Nicodemo las explicaciones de Jesús? «Probablemente - explica Ricciotti - en un estado similar al de Agustín en el periodo de sus dudas, cuando, al leer las Cartas de Pablo, le parecía sentir como un perfume de viandas exquisitas, que sin embargo no conseguía todavía comer». A pesar de aquel coloquio nocturno, Nicodemo no se convierte en un verdadero discípulo, seguidor del Nazareno. Y su caso representa casi una confirmación del hecho de que el Espíritu de Dios sopla donde quiere. Pero en el evangelio de Juan el rico maestro judío aparece otras dos veces, demostrando haber quedado de alguna forma fascinado por Jesús, benévolamente conmovido por su persona. En el fondo, él no se había fiado de lo que se decía, había querido verificar personalmente su propuesta, confrontándose cara a cara con él. Había querido ir hasta el final del anuncio de ese extraño profeta, había decidido conocerle, aunque de forma reservada. No había abandonado sus cargos ni su puesto de prestigio, pero aquel encuentro había dejado una marca. Las palabras que había escuchado seguramente le habían descolocado.
En el Sanedrín
Volvemos a encontrarnos con él los días de la última Pascua en Jerusalén, cuando incluso el Sanedrín se divide sobre la captura del hombre que dentro de poco será alzado en la cruz. Los sumos sacerdotes fariseos estaban reprendiendo a los guardias porque no habían traído arrestado al Nazareno: «¿También vosotros os habéis dejado embaucar? - dicen - ¿Hay algún jefe o fariseo que haya creído en él? Esa gente que no entienden de la ley son unos malditos» (Jn 7,47-49). El protagonista del diálogo nocturno a la luz del candil, ahora lejano en el tiempo, se levanta. Interviene con toda su autoridad en defensa del acusado. «Nicodemo, el que había ido en otro tiempo a visitarlo y que era fariseo, les dijo: “¿Acaso nuestra ley permite juzgar a nadie sin escucharlo primero y averiguar lo que ha hecho?” Ellos le replicaron: “¿También tú eres galileo? Estudia y verás que de Galilea no salen profetas”. Y se volvieron cada uno a su casa» (Jn 7,50-53).
Mirra y áloe
La última y breve aparición de Nicodemo, en el texto evangélico de Juan, sucede en el momento más oscuro del dolor y de la piedad, cuando todo parece terminado y las grandes esperanzas que Jesús había suscitado aparecen quebrantadas por la muerte en cruz. «Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque en secreto por miedo a los judíos, pidió a Pilato autorización para retirar el cuerpo de Jesús. Pilato se lo concedió. Fueron, pues, y retiraron su cuerpo. Fue también Nicodemo - aquel que anteriormente había ido a verle de noche - con una mezcla de mirra y áloe de unas cien libras. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en vendas con los aromas, conforme a la costumbre judía de sepultar» (Jn 19,38-40). Nicodemo, el eminente fariseo, era un hombre valiente y generoso de corazón: cien libras de aromas, un verdadero dispendio para perfumar el cuerpo de un desgraciado, crucificado como un malhechor, con un ladrón a cada lado. Por este último gesto descrito en el evangelio, se intuye que su corazón había sido secretamente aferrado por aquella presencia. Por aquel Nazareno que pocas horas después saldría del sepulcro venciendo para siempre a la muerte.
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