«Que la Iglesia en su acción goce de tanta libertad como le sea necesaria para proveer a la salvación de los seres humanos». Porque la Iglesia es, por voluntad de Cristo, «una compañía visible, constituida y organizada como sociedad». Por eso la existencia de la realidad más sui generis que existe es garantía de una existencia libre para cualquiera
«De entre las cosas que pertenecen al bien de la Iglesia, es decir, al bien de la misma ciudad terrena, y que siempre y en todas partes son conservadas y defendidas de cualquier ataque, la siguiente posee un altísimo valor: que la Iglesia en su acción goce de tanta libertad como le sea necesaria para proveer a la salvación de los seres humanos». Por eso, «la libertad de la Iglesia es principio fundamental en las relaciones entre la Iglesia y los poderes públicos y todo el ordenamiento jurídico de la sociedad civil» (Concilio Vaticano II).
Son pocas palabras, difíciles de diluir en la retórica igualitarista y estatalista a la que estamos acostumbrados, que describen los cauces que en la bimilenaria historia de la Iglesia han conducido el intenso y tumultuoso flujo de las aguas de la relación con el estado. Relación que nace de una distinción inconcebible antes de que el Señor Jesús dijera «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», de lo cual estaba tan seguro Pedro que desafió al Sanedrín: «juzgad vosotros mismos delante de Dios si es justo obedeceros a vosotros antes que a Él...».
De aquí brota lo que los juristas llaman el principio de dualidad en el gobierno del género humano y que, como enseñaba Orio Giacchi, «despedazó la sofocante unicidad del mundo pagano, en la cual los elementos religiosos estaban comprendidos y asumidos en los elementos políticos, de modo que el estado desempeñaba también tareas de culto, y la religión no se refería a la conciencia individual, sino sobre todo a la vida pública hasta la presentación del emperador romano o del déspota oriental como persona divina».
Por tanto, libertad de la Iglesia, libertad religiosa y libertad de conciencia nacen juntas a partir de aquel único e inconcebible hecho histórico. Y todas las negaciones sucesivas de la libertas ecclesiae, así como los intentos de oponer entre sí estas tres libertades, vengan de donde vengan, han tenido y continuarán teniendo un efecto inevitable, el de volver a arrojar a los hombres en la «sofocante unicidad pagana», señalada magistralmente por Pío IX: «El Estado, como origen y fuente de todos los derechos, goza de un derecho que no admite límites» (Acta Sanctae Sedis, 3, 1867).
Naturaleza jurídica
Esbozaremos brevemente estas relaciones delicadísimas y vitales que han apasionado a historiadores y filósofos, teólogos y moralistas de todos los tiempos de la humanidad cristiana, desde un punto de vista particular, el del derecho de la Iglesia católica.
Se trata de una perspectiva que por sí misma refleja el corazón del asunto.
En contra de las tendencias que niegan la naturaleza jurídica del ordenamiento eclesial o de quienes quisieran abolir el derecho canónico - «porque no comprenden la Iglesia o porque no comprenden el derecho» (P. Ciprotti) - la constitución dogmática Lumen gentium afirma que la Iglesia «en este mundo» es, por voluntad de Cristo, una «compañía visible», «constituida y organizada como sociedad», dotada de «órganos jerárquicos» y de medios apropiados para su «unidad visible y social».
Ahora bien, este cuerpo social jurídicamente estructurado «de ninguna manera se confunde con la comunidad política» (audium et Spes) ni está ligado «a ningún sistema político». Por tanto, «la comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas la una de la otra cada una en su campo».
Libertad de educación
Este principio, absolutamente tradicional, ya había hallado una traducción jurídica específica en el primer Códice de derecho canónico (1917) que sancionaba: «La Iglesia católica y la sede apostólica gozan de personalidad moral por disposición del mismo derecho divino» (can. 100 § 1). Una disposición «claramente dirigida a reivindicar para la Iglesia y la Santa Sede la calificación de sujetos de derechos y de deberes, que en cuanto derivados directamente de Dios, son del todo independientes de los poderes estatales tanto en su origen como en su ejercicio» (G. Feliciani), como por otra parte se desprende del sugestivo reclamo, en las fuentes de esta norma, de la condena por parte del Sillabo de la tesis según la cual «la Iglesia no es una verdadera y perfecta sociedad completamente libre, ni tiene derechos propios y permanentes conferidos por su Divino Fundador, sino que compete al poder civil definir cuáles son los derechos de la Iglesia y los límites dentro de los cuales puede ejercer los mismos» (Acta Sanctae Sedis, 3, 1867). En cuanto a la identificación de estos derechos, la normativa del Códice píobenedictino se revela «particularmente amplia y detallada en las materias en las que las prerrogativas tradicionales de las autoridades eclesiásticas encontraban mayores obstáculos en la política y en la legislación de los estados liberales» (G. Feliciani). Por ejemplo, en el campo escolástico, además de ratificar el derecho de la Iglesia a instituir escuelas de cualquier orden y grado (can. 1375), se prohíbe a los adolescentes católicos la asistencia a la escuela pública, salvo que en circunstancias excepcionales el ordinario del lugar admita que se puede tolerar, después de haber adoptado las cautelas específicas «para que se evite el riesgo de la perversión» (can. 1374).
Prerrogativas
En el Código vigente, promulgado en 1983, desaparecen estas referencias vinculadas a un momento histórico particular, marcado por la afirmación de la ideología anticlerical del estado liberal. En cambio se retoman íntegramente las prerrogativas que competen a la Iglesia de forma propia y original.
En cuanto a la disciplina de las relaciones con la sociedad civil, el Código recibe íntegramente la enseñanza conciliar como se desprende del canon 747 § 2 que, «confirmando implícitamente la renuncia a la reivindicación de cualquier potestas en materia temporal», reivindica el derecho de la Iglesia a anunciar «siempre y en todas partes» los principios morales relativos al orden social y de dar su juicio «sobre cualquier avatar humano» siempre que estén en juego los derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas.
Reglamentación bilateral
En dicha óptica los instrumentos tradicionales de reglamentación bilateral de las relaciones con los estados - los concordatos -, que ya no se consideran «como generosas donaciones de privilegios» a la Iglesia o «dolorosas necesidades impuestas por la “perversión” de los estados», se conciben más bien como «instrumentos “normales” para asegurar la coordinación entre los dos poderes que el bien de los hombres reclama» (G. Feliciani).
En definitiva, el Código sanciona solemnemente el derecho-deber de la Iglesia a tutelar los derechos fundamentales de la persona humana y, en consecuencia, resultan inadmisibles los privilegios que lesionen en alguna medida la libertad religiosa de los ciudadanos y de las comunidades de otras creencias. Desde este punto de vista, se leen también las disposiciones del Código que exhortan a los fieles a trabajar para que la sociedad civil garantice, también mediante subsidios económicos, una verdadera libertad en la elección del colegio y garantice una educación moral y religiosa de los jóvenes conforme a las convicciones de sus padres: no existe fractura, por tanto, entre la defensa por parte de la Iglesia de su propia misión educativa y la salvaguarda de un derecho humano como es la libertad de educación reconocida para todos los padres, sea cual sea la convicción que les inspire.
Experiencia histórica
Resuena en ello la enseñanza del magisterio más reciente sobre el tema de la libertad religiosa y de la libertad de conciencia, que reivindica «la exención de coerción en materia religiosa» para los individuos, y también «cuando actúan comunitariamente» (Dignitatis Humanae). Nunca como ahora la función magisterial y profética de la Iglesia ha aparecido dirigida «a tutelar no sólo las exigencias de la salvación de las almas sino los mismos derechos humanos, a cuya defensa y valoración se ha dedicado una buena parte del actual magisterio pontificio» (G. Feliciani).
Por otra parte, el que la libertad de la Iglesia pertenezca no sólo al bien de la Iglesia, sino, como subraya el párrafo conciliar citado, «al bien de la misma ciudad terrena», no es fruto de una mediación cultural, no se agota en un noble corolario de principio: es sencillamente una experiencia histórica. Como al principio, cuando en el dramático diálogo entre Jesús y los fariseos apareció claro por primera vez que «el estado no es la totalidad de la existencia humana y no abraza toda la esperanza humana» (J. Ratzinger). En este sentido, «la Iglesia no es una organización más o una especie de estado dentro del estado que debería constituirse igual que éste, según las mismas reglas democráticas. Es otra cosa, una fuerza espiritual, con su forma social y organizativa, pero esencialmente es un manantial de fuerza, que transmite lo que el estado por sí mismo no puede tener. (...) Es muy importante que no se entienda a la Iglesia como un organismo que se autoadministra y que ofrece ciertos servicios, sino más bien como algo que vive del No-hecho-por-sí-mismo, de modo fiel y dinámico, y que por eso ofrece a todo el conjunto de la humanidad lo que no se puede tener por decisión propia. Ella no puede dar órdenes al mundo pero en medio de la desorientación puede tener preparadas las respuestas» (J. Ratzinger).
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