El Cardenal arzobispo de Buenos Aires y Primado de Argentina celebró el solemne Tedéum en la catedral metropolitana. En la homilía, identificó las raíces de la crisis actual, indicando “la” vía que el pueblo argentino puede recorrer para superarla. Publicamos un extracto
Quizás como pocas veces en nuestra historia, esta sociedad malherida aguarda una nueva llegada del Señor. Aguarda la entrada sanadora y reconciliadora de Aquél que es Camino, Verdad y Vida. Tenemos razones para esperar. No olvidamos que su paso y su presencia salvífica han sido una constante en nuestra historia. La generosidad divina se ha reflejado en el testimonio de vida de entrega y sacrificio de nuestros padres y próceres, del mismo modo que en millones de rostros humildes y creyentes.
Alzarse
Sin embargo, vivimos muy lejos de la gratitud que merecería tanto don recibido. ¿Qué impide ver esta llegada del Señor? (...) Como en la Jerusalén de entonces, cuando Jesús atravesaba la ciudad y aquel hombre llamado Zaqueo no lograba verlo entre tanta muchedumbre, algo nos impide ver y sentir su presencia. En la escena evangélica se nos da la clave en términos de altura y de abajamiento. De altura, porque Zaqueo se deja ganar el corazón por el deseo de ver a Jesús y, como era pequeño de estatura, se adelanta y trepa a un sicómoro. Ningún talento, ninguna riqueza puede reemplazar una chatura moral o - en todo caso, si el problema no es moral - no hay salida para una mirada baja, sin esperanza, resignada a sus límites, carente de creatividad.
En esta tierra bendita, nuestras culpas parecen haber achatado nuestras miradas. Un triste pacto interior se ha fraguado en el corazón de muchos de los destinados a defender nuestros intereses, con consecuencias estremecedoras: la culpa de sus trampas acucia con su herida y, en vez de pedir la cura, persisten y se refugian en la acumulación de poder, en el reforzamiento de los hilos de una telaraña que impide ver la realidad cada vez más dolorosa. Así el sufrimiento ajeno y la destrucción que provocan tales juegos de los adictos al poder y a las riquezas, resultan para ellos mismos apenas piezas de un tablero, números, estadísticas y variables de una oficina de planeamiento. A medida que tal destrucción crece, se buscan argumentos para justificar y demandar más sacrificios escudándose en la repetida frase «no queda otra salida», pretexto que sirve para narcotizar sus conciencias. Tal chatura espiritual y ética no sobreviviría sin el refuerzo de aquellos que padecen otra vieja enfermedad del corazón: la incapacidad de sentir culpa.
Dolor suficiente
Como a Zaqueo, puede hacérsenos consciente nuestra dificultad para vivir con altura espiritual y surgirnos dentro un rechazo a esa impotencia de llevar adelante nuestro destino, encerrados en nuestras propias contradicciones. Ciertamente, es habitual que, frente a la impotencia y los límites, nos inclinemos a la fácil respuesta de delegar en otros toda la representatividad e interés por nosotros mismos (...).
Como nosotros, también Zaqueo sufría esa cortedad de miras. Sin embargo sucede el milagro: el personaje evangélico se eleva sobre su mediocridad y encuentra la altura donde subirse. Porque del dolor y de los límites propios es de donde mejor se aprende a crecer y de nuestros mismos males es desde donde nos surge una honda pregunta: ¿hemos vivido suficiente dolor para decidirnos a romper viejos esquemas, renunciar a actitudes necias tan arraigadas y dar rienda suelta a nuestras verdaderas potencialidades? ¿No estamos ante la oportunidad histórica de revisar antiguos y arraigados males que nunca terminamos de plantear, y trabajar juntos?
La segunda clave
Zaqueo no optó por la resignación frente a sus dificultades, no cedió su oportunidad a la impotencia, se adelantó, buscó la altura desde donde ver mejor, y se dejó mirar por el Señor. Sí, dejarse mirar por el Señor, dejarse impactar por el dolor propio y el de los demás; dejar que el fracaso y la pobreza nos quiten los prejuicios, los ideologismos, las modas que insensibilizan, y que - de ese modo - podamos sentir el llamado: «Zaqueo baja pronto». Esta es la segunda clave de este pasaje evangélico: Zaqueo responde a un Jesús que lo llama a abajarse. Ninguna altura espiritual, ningún proyecto de grandes esperanzas, puede hacerse real si no se construye y se sostiene desde abajo: desde el abajamiento de los propios intereses, desde el abajamiento al trabajo paciente y cotidiano que aniquila toda soberbia.
Lo mejor es dejar que el Zaqueo que hay dentro de cada uno de nosotros se deje mirar por el Señor, y acepte la invitación a bajar. (...) Nadie le pidió a aquel publicano que fuera lo que no podía ser, sino que simplemente se bajara del árbol. Se le pide que se avenga a la ley de ser uno más, de ser hermano y compatriota, que cumpla la ley.
Un anhelo insoslayable
La ley es la condición infranqueable de la justicia, de la solidaridad y de la política, y ella nos cuida, al bajar del árbol, de no caer en la tentación de la violencia, del caos, del revanchismo. Asumamos el dolor de tanta sangre vertida inútilmente en nuestra historia. Abramos los ojos a tiempo: una sorda guerra se está librando en nuestras calles, la peor de todas, la de los enemigos que conviven y no se ven entre sí, pues sus intereses se entrecruzan manejados por sórdidas organizaciones delincuentes y sólo Dios sabe qué más, aprovechando el desamparo social, la decadencia de la autoridad, el vacío legal y la impunidad (...).
La gran exigencia es la renuncia a querer tener toda la razón; a mantener los privilegios; a la vida y la renta fácil, a seguir siendo necios, enanos en el espíritu. (...) Hay en toda la sociedad un anhelo ya propuesto, insoslayable, de participar y controlar su propia representación.
Dar y darse
Hay una tercera clave en el texto evangélico: el dar, el darse reparando el mal cometido. Zaqueo se anima a devolver lo mal habido y a compartir. Como el Zaqueo convertido, este pueblo siente el deseo de «dar la mitad» y «devolver el cuádruplo». (...) La historia nos dice que muchos pueblos se levantaron de sus ruinas y abandonaron sus ruindades como Zaqueo. Hay que dar lugar al tiempo y a la constancia organizativa y creadora, apelar menos al reclamo estéril, a las ilusiones y promesas, y dedicarnos a la acción firme y perseverante. Por este camino florece la esperanza, esa esperanza que no defrauda porque es regalo de Dios al corazón de nuestro pueblo. Hoy, más que nunca, nos convoca la esperanza. Ella nos inspira y da fuerzas para levantarnos y dejarnos mirar por Dios, abajarnos en la humildad del servicio, y dar dándonos a nosotros mismos.
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