Del 22 al 26 de mayo tuvo lugar el 95 viaje del Pontífice. El Papa llevó su bendición a los ciento veinte católicos de Azerbaiyán, donde pidió la paz en nombre de Dios, y en Bulgaria confirmó su amor por aquel pueblo y beatificó a tres sacerdotes mártires
¿Qué hace este hombre en Bakú, en el Mar Caspio, desplazado con un montacargas a un estrado como un enfermo? Casi no consigue pronunciar nítidamente una breve frase. Se entiende bien la palabra «Cristo», y «¡Dios os bendiga!». Casi todos involuntariamente pensamos: es un derroche de heroísmo. Aquí hay ciento veinte (¡ciento veinte!) católicos entre ocho millones de habitantes. Los demás ni siquiera saben que están. Y sin embargo, a través de estos hechos totalmente frágiles pasa el significado del mundo. En el gran hotel de la capital de Azerbaiyán, antigua nación pero joven Estado, abundante en petróleo y heridas, un muchacho delgadísimo salió al encuentro de los jadeantes periodistas del séquito para decirles: «¿Podríais conseguir que viera al Papa de cerca durante la misa?». ¿Por qué? «Soy un católico, hace poco que me convertí al conocer una familia polaca. El Papa viene a conocernos y tengo miedo de no poder verle de cerca».
La visita apostólica de Juan Pablo II del 22 al 26 de mayo pasado a Azerbaiyán en el Caúcaso, y a Bulgaria, en los Balcanes, ha sido la 95 del su Pontificado. No fue un desafío del Papa a su persona y a su enfermedad, fue pura obediencia a su mandato. Lo vi de cerca, también en los momentos de extremo cansancio, cuando luchaba contra las dificultades para expresarse o incluso para levantar la mano y bendecir o saludar, estaba contento. Sabía quién era: el apóstol Pedro, que mantiene unida a la Iglesia y la confirma en su misterio. No puede quedarse sentado, salvo que le obliguen los médicos. En 1994, dirigiéndose a los obispos italianos, Juan Pablo II les dijo: «Parece que en estos tiempos el Papa debería estar presente, no sólo espiritualmente, sino también física y personalmente, en las diferentes partes del mundo. Eso nos enseñó Cristo, que no nos pidió: “Sentaos en el Vaticano”, sino: “Id por todo el mundo, hasta los confines de la tierra”».
No temáis
El Papa ha venido a rendir homenaje a este reducido grupo de católicos, reforzado por la visita de los fieles de Georgia junto con los de otras repúblicas asiáticas, como Tayikistán y Uzbekistán, y ante grupos de ortodoxos,. Lo dijo precisamente citando a Pedro: «”¡A vosotros, los creyentes, corresponde el honor!” (1P 2,7). Sí, queridos hermanos y hermanas de la comunidad católica de Bakú, “Yo soy el Buen Pastor, conozco a mis ovejas y mis ovejas me conocen”, dice el Señor. Verdaderamente, Señor Jesús, tú conocías a tus ovejas, incluso cuando eran perseguidas. Las conocías y estabas junto a ellas para sostenerlas cuando, desmoralizadas, estuvieron tentadas de dispersarse durante la persecución marxista. Tus ovejas no han dejado de conocerte y reconocerte, de sentir el consuelo de Tu presencia... Amadísimos hijos de la Iglesia católica, hoy el Papa está con vosotros. Él os conoce. Pequeña grey, ¡no temáis!».
Iba por los ciento veinte católicos, pero el Papa pidió ser escuchado por los ocho millones de azerbayanos, casi todos musulmanes chiítas. Les exhortó a abrir sus corazones: «El único Dios, envuelto en su misterio, ha aceptado hablar a los hombres». Esto es «lo valioso para los hebreos, cristianos y musulmanes». El Islam aquí ha sabido aceptar la presencia cristiana: aunque infinitesimal, la deja libre, consiente que se acerquen a ella. El Papa vislumbra en esto un ejemplo decisivo. Sin fuerzas para hablar, pasa el discurso a un portavoz, y resuenan las grandes palabras de la paz que viene a trasmitirnos en persona. «¡Que cese la guerra en nombre de Dios! ¡Que cese la profanación de Su santo nombre! He venido a Azerbaiyán como embajador de la paz. Mientras tenga aliento, gritaré: “¡Paz en nombre Dios!”».
Pista búlgara y malentendidos
La comunidad católica de Bulgaria consta de unos ochenta mil fieles, el 1% de la población (ocho millones). El Papa daba importancia a esta visita por varios motivos. Por encima de todo, se trataba de disipar los malentendidos con respecto a la llamada ‘pista búlgara’, refiriéndose a los que habían ordenado el atentado del 13 de mayo de 1981. En ningún caso, cualesquiera que sean los culpables, el Papa ha dejado de apreciar al pueblo búlgaro. Precisamente él es quien más ha luchado por eliminar cualquier sombra y amargura del corazón de quien lo acogía, y ha confesado no «haber creído jamás» en esa acusación. Por lo demás, el régimen comunista tuvo bajo su talón a este pueblo que ha ofrecido mártires católicos y ortodoxos, fusilados tras «infames procesos» por ridículas acusaciones de espionaje. Juan Pablo II beatificó a tres sacerdotes en Plovdiv, antigua capital de Tracia. Kamen Vitchev, Pavel Djidjov y Josaphat Chichkov fueron canonizados con la conmovida bendición del arzobispo ortodoxo Arsenij: es el ecumenismo de los mártires. Hoy más que nunca es necesaria la unidad, reiteró el Papa. Estamos llamados a ello y también los tiempos lo exigen. Más que nunca es necesario que los Balcanes y Europa entera reconozcan su identidad en sus orígenes cristianos. Los mártires lo proclaman. La libertad y la resistencia a cualquier tirano parten de allí. Solamente así puede materializarse la unidad europea.
Venid y lo veréis
Todo esto no puede ser ideología, mera proclamación de doctrina y moral. El camino es otro. Se comprende bien cuando Juan Pablo II se reunió con los jóvenes, en Plovdiv. En febrero había escrito a don Giussani recordando que el movimiento había indicado no «“un” camino, sino “el” camino». La juventud «es una época de la vida que Dios concede a cada hombre como don y como tarea - les dijo -. Un tiempo para indagar, como el joven del Evangelio, la respuesta a los interrogantes fundamentales y descubrir el significado de la existencia y también un proyecto concreto para construirla». Por eso el Papa ha venido aquí. Él escucha. «Él está aquí con vosotros para comunicaros la certeza que Cristo existe, que Cristo es la verdad, que Cristo es el amor. ¿Cómo comprobarlo? Venid y lo veréis, como respondió Jesús a los dos discípulos que le preguntaron dónde vivía. No tengáis miedo». Jesús es un amigo, un amigo exigente, «derribad las barreras de la superficialidad y del miedo».
A su vuelta a Roma, anunció el viaje a Toronto para finales de julio con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud.
Personalmente me conmovió el siguiente episodio. El 25 de mayo por la tarde, el “papamóvil” entraba en el patio de la iglesia de San José, la catedral latina de Sofía. Estaba molido. Había una pequeña, discreta pancarta, en la que ponía “Comunión y Liberación”. El secretario, monseñor Stanislaw Dziwisz, se la señaló al Papa. Éste levantó la mano derecha del apoyo - Dios sabe el esfuerzo que hizo -, apuntó con su gesto característico el índice hacia el pequeño grupo. Quería decir: os reconozco, sé quiénes sois, os bendigo.
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