Tras años de insistencia sobre la ética, se produce el escándalo de los curas pedófilos en Norteamérica. El pasado marzo se abordó el problema en un encuentro en el Vaticano, que Juan Pablo II había pedido insistentemente. El poder de la gracia y de la conversión cristiana es la fuente de una moralidad auténtica dentro de las condiciones que toda sociedad civil nos impone
No debería sorprendernos el pecado, ya que es la gracia lo que provoca sorpresa. El mundo entero “ha descubierto”, de repente, que también los sacerdotes son hombres pecadores y débiles como los demás. Incluso ellos pueden caer en el abismo del pecado más ignominioso: abusar de los pequeños y los inocentes, escandalizándolos. Un pecado que Jesús condenó de forma durísima: «¡Más le valdría no haber nacido! Más le valdría atarse al cuello una piedra de molino y ser arrojado al mar, que escandalizar a uno sólo de estos pequeños».
En el ensañamiento, no siempre desinteresado, de las noticias sobre el escándalo de la pedofilia entre el clero estadounidense, los medios de comunicación han presentado a la Iglesia Católica, sobre todo la de EEUU, como un receptáculo de perversiones, aun cuando las estadísticas demuestran que la incidencia del fenómeno entre los curas no se diferencia de la de otros grupos de personas que están en contacto con niños y jóvenes. Centenares de denuncias por presuntos abusos que se remontan a hace ya muchos años, listas de curas “sospechosos” entregados a la policía, diócesis al borde de la bancarrota por estar obligadas a pagar indemnizaciones millonarias a las víctimas de los abusos sexuales, porcentajes preocupantes de fieles que deciden la “huelga de la limosna” o piden con insistencia la dimisión del cardenal Bernard Law, arzobispo de Boston. E incluso antiguas víctimas que, sugestionadas por la insistencia mediática, deciden tomarse la justicia por su cuenta cargando el revólver y, tras nueve años, disparan a su párroco que había sido trasladado a otro destino, como ha sucedido en Baltimore.
Tolerancia cero
La Santa Sede se ha mostrado preocupada por el cariz que ha tomado lo sucedido en la diócesis de Boston, con el caso escandaloso del P. John Geoghan, acusado de haber abusado de 130 chiquillos sin ser detenido a tiempo por sus superiores, y ha decidido convocar en Roma a los cardenales estadounidenses. El encuentro, que Juan Pablo II ha pedido insistentemente, se desarrolló en el Vaticano a finales de marzo. La mayor parte de los prelados norteamericanos, con el cardenal de Washington, Theodor McCarrick, y Wilton Gregory, presidente de la Conferencia Episcopal, a la cabeza, han intentado aplicar a este caso el principio de la zero tolerance, la “tolerancia cero” que hizo famoso el ex alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani. Tolerancia cero con los curas pedófilos, con los sacerdotes acusados de abusos sexuales. Para ejemplificar mejor el concepto, se ha adoptado - modificándola en un sentido restrictivo - una expresión tomada del béisbol: «un error y te vas fuera». Un buen eslogan para un titular de periódico, pero quizás lo más lejano del episodio del Evangelio que relata la conversación de Pedro con Jesús: «Señor, ¿cuántas veces debo perdonar a mi hermano si peca contra mí? ¿Hasta siete veces?». El apóstol creía haber tenido manga ancha; sin embargo, se enfrentó con un desbaratamiento radical de sus medidas ante la respuesta del Nazareno: «No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete».
La cultura de la sospecha
La línea de la delegación estadounidense, sacudida duramente por la presión social, no ha prevalecido. No ha vencido la cultura de la sospecha. La Santa Sede no ha permitido que las diócesis reconduzcan al estado laical a sus sacerdotes, con el fin de no asumir sus responsabilidades y ser arrastrados ante los tribunales. El problema, que el sistema judicial estadounidense particularmente agresivo agudiza, ya se planteó hace unos diez años debido a la presencia de poderosos lobby de abogados que se dedican día y noche a rastrear denuncias de este género, prometiendo a las familias cobros considerables para quedarse ellos con una parte nada desdeñable. Para salir al encuentro de las exigencias de la Iglesia norteamericana, el Vaticano había concedido que se celebrasen juicios canónicos con más rapidez, de curso preferencial, respetando las garantías de todos. Por el contrario, sucedió que los consejeros legales de la Conferencia Episcopal aconsejaron a los obispos pagar una indemnización a las víctimas con el fin de silenciar las acusaciones, incluso cuando los presuntos culpables no sólo se declaraban inocentes, sino que pedían ser juzgados según las normas del Derecho Canónico. En lugar de confiar en dichas normas, los prelados se habían confiado por completo a la opinión de psicólogos, psiquiatras, sexólogos, por otro lado muy influidos por la doctrina freudiana sobre la naturalidad de la sexualidad y de la “liberación”, orientando permisivamente la vida de los seminarios y los conventos. Y una vez descubiertos los escándalos, han tratado de justificar y esconder los abusos mediante un intento de “recuperación” sin tomar medidas hacia los culpables reconocidos. Tras haber renunciado a celebrar procesos durante años, hoy se entregan a la autoridad policial listas de sospechosos de pedofilia que contienen también los nombres de los que se consideraron inocentes, a los cuales no se les ha permitido defenderse. Ahora se pretendería justificar un mecanismo casi automático de expulsión. Reduciendo al sacerdote al estado laical se le dejaría solo ante las posibles calumnias y, además, ante todo lo que concierne a la indemnización económica.
“¡Crucificadlos!”
La Santa Sede ha mostrado otro parecer y ha superado, de hecho, la línea del garantismo. Durante el encuentro del mes de marzo, el mismo Juan Pablo II insistió en el poder de la gracia y de la conversión cristiana. «En un momento en el que la moral sexual cristiana y la ética sexual civil han sufrido una notable relajación mundial - dijo el cardenal Darío Castrillón Hoyos al presentar la Carta de Juan Pablo II a los sacerdotes el Jueves Santo - paradójicamente, pero también afortunadamente, se ha desarrollado, en no pocos países, un sentido de rechazo y una sensibilidad coyuntural con respecto a la pedofilia, con repercusiones penales y económicas para resarcir los daños». Se podría añadir otra consideración un poco amarga: después de que muchos eclesiásticos hayan centrado su pastoral en la ética y la moral durante largo tiempo, con una insistencia que no tenía precedentes, era de esperar que cuando los sacerdotes cayeran, algunos representantes del clero se lanzaran a gritar: “¡Crucificadlos!”
El sexto mandamiento
Sin embargo, la Iglesia jamás ha desatendido la lacra de los abusos sexuales por parte de sus ministros sagrados, especialmente los dirigidos a los menores. El canon 2539 del viejo Código de Derecho Canónico prevenía la suspensión del sacerdote reconocido como culpable y la reducción al estado laical en los casos más graves. En el nuevo Código, en el canon 1395, se puede leer: «El clérigo que cometa otros delitos contra el sexto mandamiento del Decálogo, cuando este delito haya sido cometido... con una persona menor de dieciséis años de edad, debe ser castigado con penas justas, sin excluir la expulsión del estado clerical, cuando el caso lo requiera». Además, desde hace un año, el Papa ha reservado a la Congregación para la Doctrina de la Fe este tipo de delitos. El cardenal Joseph Ratzinger ha escrito a los obispos de todo el mundo para evitar cualquier negligencia frente a hechos tan graves: con las antiguas normas se podía hablar de pedofilia si un clérigo abusaba de un niño menor de 16 años; ahora este límite de edad se ha elevado a los 18 años, y ha sido prolongada la prescripción a diez años a partir del cumplimiento del decimoctavo año de edad de la víctima, prescindiendo de cuando haya ocurrido el abuso.
Derecho a la defensa
Pero las leyes eclesiásticas, como se ratificó en la reunión del Vaticano, prevén también que el acusado tenga un verdadero y regular proceso canónico para aclarar los hechos, y confirmar eventualmente las pruebas de su culpabilidad. Sería realmente absurdo que la Iglesia, comprometida en la defensa de los derechos humanos en todo el mundo, siempre al lado de los oprimidos y de cuantos sufren violencia, no salvaguardara también el derecho a la defensa de quien es acusado de un delito tan grave.
El verdadero problema, que se ha puesto en evidencia con toda claridad en los acontecimientos de EEUU, donde parece haberse olvidado la doctrina tradicional sobre el pecado y la gracia confiándose a las frases efectivas importadas del béisbol, es la falta de vigilancia de algunos obispos, que a menudo y voluntariamente no han adoptado medidas para que el acusado no pudiera hacer más daño. No se puede destinar a una actividad pastoral en contacto con los niños a un cura que se ha visto implicado, aunque sólo haya sido una vez, en abusos hacia menores. En esto ha quedado demostrada toda la inconsistencia de cierto sector de la dirección eclesial. Resulta difícil pensar que personas como el arzobispo de Milán, Ildefonso Schuster, o el cardenal de Génova, Giuseppe Siri, ante a un caso de este tipo hubieran recurrido a Roma por no saber cómo afrontarlo.
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